Mara Pegoraro[1]
Desfasaje institucional es la dialéctica instituciones analógicas ‐ sociedades digitales. La díada se descompone en otras dos dimensiones análogas: homogeneidad institucional ‐ heterogeneidad socio-tecnológica; representación (vertical) ‐ participación (horizontal). El contexto es la debilidad institucional.[2]
En 1992, Francis Fukuyama publicaba “El fin de la historia y el último hombre”; la lectura simplificada de su obra impuso el diagnóstico sobre el triunfo indiscutido del capitalismo, y el mercado se presentaba como la entidad exclusiva y superadora para la regulación de vínculos sociales. En sintonía, se proclamó el fin del Estado-nación como unidad de organización y dominación política. Emergieron con fuerza y altos niveles de promoción las articulaciones interestatales y parecía que el camino al desarrollo estaba vinculado a la construcción de esferas intergubernamentales con órganos de gobierno supranacionales.
El Estado es un producto de la modernidad, se corresponde con un artefacto institucional artificial que se expresa en la forma del rule of law, las reglas de juego de un gobierno con y en una sociedad (Bobbio, 1989). O´Donnell (1993) respaldó esta idea indicando que el Estado-nación contemporáneo es un orden, en el sentido en que compromete múltiples relaciones sociales con base en normas y expectativas estables. El Estado expresa así el fenómeno más extenso de la eficacia social de la ley. El reconocimiento de la ley es una dimensión constitutiva del Estado que se materializa en el entramado organizacional de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Desde esta óptica, la fortaleza institucional se asocia a la capacidad estatal de regular, imponer y sancionar decisiones jurídica y socialmente legítimas y vinculantes
Señala también O’Donnell (1996) que en las sociedades latinoamericanas, antes que extenderse el imperio de la ley y las formas de accountability, se dio un proceso de privatización y corporativización normativa, un imperio de la ley ineficaz e irregularmente extendido. La cuestión no es entonces el fin del Estado sino la crisis del Estado. Podría pensarse así la primera dimensión del desfasaje institucional, aquella resultante de la existencia de instituciones estatales con escasa o disímil capacidad regulatoria y de enforcement. Desfasaje institucional es aquí debilidad institucional.
Nuestras instituciones públicas son modernas, analógicas. En línea con los diagnósticos reseñados, durante los primeros 20 años del siglo XXI se proclamó lo perennes e inadecuadas que resultaban. Se despreciaron [desprecian] los formatos escolásticos, burocráticos, simbólicos, ideológicos y representativos. Se pregonó la supremacía, incluso moral, de la tecnología. Se enalteció la política sin intermediación. Se despreció al Estado.
La pandemia Covid-19, declarada el 3 de marzo de 2020, se desplegó en el contexto de una sociedad digital que trascendía fronteras y no consumía localmente. Sin embargo, la pandemia expresó, pero por sobre todas las cosas expuso, la necesidad de contar con esas instituciones analógicas. La pandemia se combatió [combate] con medidas analógicas. Los Estados aplicaron medidas de confinamiento y aislamiento social, el aparato represivo e ideológico se materializó en cada decisión pública. Cada país veló por sí. Reaparecieron los fundamentos originarios del Estado moderno: garantizar a partir de la centralización de la autoridad y la decisión, la seguridad de una población territorialmente delimitada (Hobbes, 1651; Weber, 1918; Morgethau, 1948).
La pregunta es si la postpandemia pondrá en evidencia la mayor necesidad de instituciones analógicas o nos habrá dejado un escenario de desfasaje institucional donde las instituciones de gobierno se organizan sobre principios modernos[3] de representación, participación, soberanía popular y orden político estatal, Estado de derecho y regulación de libertades individuales y libertades colectivas, pero las sociedades son digitales.
El desfasaje institucional se define entonces como una tensión entre un diseño analógico que debe gobernar, y gobernar es responder eficaz y eficientemente con dirección, una sociedad para la que no está diseñado. Sin embargo, ese tipo de sociedad no parece encontrar la forma de establecer instituciones que se correspondan con el modo y los canales que surgen como privilegiados en la interacción entre los individuos: los digitales y virtuales.
Según el Digital Repot 2021[4] elaborado por We are social, el 59,55% de la población mundial utiliza internet. El 2020 significó la incorporación de nuevos usuarios, en especial a través de los teléfonos celulares, el uso de smartphones creció exponencialmente, lo que muestra que el celular es la primera pantalla. En algunos casos la única disponible. Eso reveló que durante 2020 más gente pasó más tiempo en su celular que mirando televisión. Los usuarios activos de redes sociales crecieron a la tasa más alta en 2020, cuando se contabilizaron 4.2 billones de usuarios. El 77% de los usuarios de internet entre 16 y 64 años declaró haber realizado al menos una compra online mensual durante el período de confinamiento.
Los datos sobre uso y consumo de internet sugieren una extensión y expansión de la sociedad digital. A tal punto se ha extendido que se plantea una tensión entre derechos digitales y derechos “reales”. Internet desarrolla y despliega la sociedad digital o la dimensión digital de la sociedad, es presentada, vendida y promocionada como el espacio de absoluta libertad. Algunes incluso lo asemejan al oráculo de Delfos:[5] todo lo que uno quisiera saber podía [puede] preguntárselo. El Digital Report 2021 muestra que dos tercios de los usuarios de internet identifican la búsqueda de información como la principal motivación. Une “va” a internet en busca de respuestas. El oráculo no ofrecía una respuesta única y directa. Internet, tampoco. Cognitivamente los seres humanos aplicamos filtros, sesgos y atajos[6] para decidir con qué información de la brindada por internet nos quedamos, cuál consideramos verdadera, cuál validamos interna y externamente. Esos filtros y sesgos se forman a partir de y en instituciones analógicas: la escuela. También denominada el aparato ideológico del Estado.[7]
Se habla de la existencia de la ciudadanía online y offline, se plantean desafíos asociados al uso de las redes, los delitos en red y en la red. No solo hay derechos digitales, hay delitos digitales, y estamos empezando a preguntarnos sobre las responsabilidades/obligaciones digitales. Internet prometía una sociedad democrática horizontalizada.[8] Enfrenta, sin embargo, problemas de regulación, demanda regulación. Esa regulación que, según los principios democráticos elementales de internet, debería emerger de la sencilla coordinación entre todos los usuarios no ocurre. Las instituciones analógicas regulan derechos y obligaciones en el mundo offline y online. Tenemos por delante el desafío de pensar la dimensión digital de las instituciones antes que predicar el reemplazo de su formato analógico por el digital.
Las instituciones públicas son las encargadas de tomar las decisiones que regulan la vida en sociedad. Son las instancias para canalizar las demandas, organizar el conflicto. La administración de la pandemia expuso que para tomar decisiones, los mecanismos de representación son los adecuados, además de ser los únicos disponibles. Todavía los tomadores de decisiones deben ser menos que aquelles a los que las decisiones públicas impactan.[9]
Desfasaje institucional expresa entonces la tensión entre una sociedad que reivindica la horizontalidad, la individualidad y el anonimato como garantía de libertad pero que en lo referente a las cuestiones público-políticas exige el viejo principio moderno del sujeto responsable y sancionable. Solo en las instancias de representación política se exige sinceridad, responsabilidad individual y colectiva.
En América Latina y el Caribe, tres de cada cuatro personas tienen una percepción negativa sobre el funcionamiento de las instituciones políticas de sus países. La actitud general de pleno apoyo hacia la democracia cayó por debajo del 50%, mientras que la cantidad de personas que se expresan indiferentes entre vivir en regímenes políticos democráticos o autoritarios llegó al 28%, el nivel más alto jamás registrado y el doble del mínimo histórico (14% en 1997).[10]
Las explicaciones habituales sobre ese creciente nivel de descrédito de las instituciones públicas suelen recurrir a argumentos de eficacia, eficiencia, niveles de desigualdad socio-económica y niveles de corrupción. Sin embargo, cabría preguntarse si acaso no podrían pensarse razones que presten atención a un fenómeno que denominaremos como de desfasaje, de desacople entre las instituciones, su origen, sentido y concepción, respecto a las sociedades que gobiernan.
Ese desacople se manifiesta en que las instituciones públicas, pensadas para gobernar y construir sociedades homogéneas, hoy deben organizar y moderar sociedades cada vez más heterogéneas con relación al patrón tecnológico que define a cada generación. El tejido social está construido por individuos que responden a diferentes patrones tecnológicos. Nuestras sociedades no son completas ni absolutamente digitales, faltarán por lo menos 100 años para que tengamos una sociedad conformada íntegramente por natives digitales. Y no podemos tener certeza de que aun así la sociedad recupere homogeneidad.
Desfasaje institucional es aquí homogeneidad-heterogeneidad. Las instituciones tienen que aprender[11] a gobernar la heterogeneidad, donde la tecnología y la posición del individuo frente a ésta son ahora las que determinan el modo de organización social. Si para Marx la relación del hombre con los medios de producción definía la estructura social, debemos pensar la estructura y la superestructura a través de la relación de los individuos con la tecnología.
Bibliografía
Althuser, L. (1974). Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires.
Bobbio, Norberto (1989). Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, Fondo de Cultura Económica, México.
Bobbio, N.; Mateucci, N. y Pasquino, G. (1991). Diccionario de Política. Siglo XXI Editores, España.
Cardon, Dominique (2010). La democracia Internet. Promesas y límites, Editorial Prometeo, Buenos Aires.
Castells, Manuel (2010). The Information Age. Economy, Society and Culture, Wiley Blackwell, Oxford.
Fukuyama, Francis (1994). El fin de la historia y el último hombre, Editorial Planeta, España.
Martín Salgado, L. (2002). “Las rutas racionales y los atajos de la persuasión”, en Marketing Político. Arte y ciencia de la persuasión en democracia, Barcelona, Paidós.
Murillo, María Victoria & Levistky, Steven (2012). Construyendo instituciones sobre cimientos débiles: lecciones desde América Latina, Politai Fortalecimiento Institucional.
Norris, Pippa (2001). “¿Un círculo virtuoso? El impacto de las comunicaciones políticas en las democracias post-industriales”, Revista Española de Ciencia Política 4 (abril), pp. 7-33.
Oaets, S., Owen, D., y Gibson, R. (eds.) (2006). The Internet and politics: citizens, voters and activists, New York, Routledge.
O’ Donnell, Guillermo (1996). “Otra Institucionalización”, Agora. Cuadernos de Estudios Políticos, año 3, núm. 5, invierno.
O´Donnell, Guillermo (1993). “Estado, democratización y ciudadanía”, Nueva Sociedad, 128.
Sartori, Giovanni (1990). Teoría de la democracia, tomos I y II, Buenos Aires, Rei [The Theory of democracy revisited. Part One: The contemporary debate; Part Two: The classical issues, 1962].
UNDP. Attitudes towards politics in Latin America: a review of regional perception data July 2020.
Worchel, S. et al. (2000). “Persuasión”, en Psciología Social, Madrid, Thomson (cap. 6, pp. 156-190).
- Politóloga por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca, donde también cursó sus estudios de doctorado. Es directora de Calidad Institucional del Poder Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y docente regular en la Carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires. Sus principales líneas de investigación son los regímenes e instituciones políticas con especial énfasis en las tensiones y crisis democráticas.↵
- La debilidad institucional se entiende como la situación en donde las reglas de juego son inestables y de aplicación desigual. Hay una preeminencia de la discrecionalidad, bajos incentivos a obedecer producto de la incertidumbre sobre la sanción efectiva (Murillo, M. V. & Levitsky, S., 2012).↵
- Véase “Modernización”, en Bobbio, Mateucci, y Pasquino (1991).↵
- https://wearesocial.com/digital-2021.↵
- Santuario griego dedicado al Dios Apolo.↵
- Stephen Worchel et al. (2000).↵
- Althuser, L. (1974).↵
- Oaets, Owen y Gibson (2006).↵
- Según Sartori (1990), las decisiones públicas son aquellas sustraídas a la competencia de cada individuo como tal y que alguien adopta por algún(os) otro(s) siempre y cuando ellas sean a) soberanas –anulan cualquier otra norma–; b) sin escapatoria –porque se extienden hasta las fronteras que definen territorialmente la ciudadanía–; y c) sancionables –están respaldadas por el monopolio legal de la fuerza–. ↵
- UNDP. Attitudes towards politics in Latin America: a review of regional perception data July 2020. https://bit.ly/2TJBI2E.↵
- Referimos a la noción de aprendizaje institucional propuesta por North (1990). ↵