Hilda Sabato[1]
Hoy es un lugar común referirse a “la crisis de la representación política” que, se afirma, aqueja a las democracias del mundo. Entre sus causas, se suele mencionar una distancia cada vez mayor entre representantes y representados, que se vincula con una desconfianza generalizada hacia la clase política por parte de la ciudadanía. Una mirada retrospectiva sobre la historia del sistema representativo nos muestra que la percepción de crisis y de la existencia de un “déficit” de representación lo acompañó desde su concepción. Para poder precisar qué hay de nuevo en el diagnóstico actual, repasaré los principales problemas que se plantearon desde los comienzos del sistema representativo, para pasar luego a los cambios experimentados en la Argentina y a sus desafíos actuales, con foco en el poder legislativo.
I.
Entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, una revolución política agitó a partes de Europa y las Américas. Con la instauración del principio de la soberanía popular como fundamento de la comunidad política se produjeron cambios profundos en las formas de construcción política, pues el pueblo pasó a ser la fuente de todo poder. En la práctica, se descartó el ejercicio directo de la soberanía popular a la manera de las repúblicas antiguas para introducir como alternativa una distinción entre gobernantes y gobernados. Se concibió así el sistema representativo según el cual el pueblo, fuente de soberanía, delega su potestad en un grupo de sus integrantes que gobiernan en nombre del conjunto –constituyendo en los hechos una dirigencia, una elite–. Desde ese momento, la relación entre representantes y representados ha sido una dimensión clave y problemática de la vida política. Pues si bien ese sistema adoptó formas muy variables, nunca supuso la delegación total del poder en los representantes, sino una cesión parcial y sujeta a controles, negociaciones y conflictos.
II.
Las elecciones fueron y siguen siendo el mecanismo principal para seleccionar representantes, condición necesaria en la creación y legitimación del poder político. Pero no es condición suficiente. Como fuente última de soberanía, corresponde al pueblo no solo elegir autoridades sino también controlarlas, de manera tal que, desde los orígenes del sistema, su legitimidad también depende de cómo son evaluadas, juzgadas, criticadas o elogiadas mientras están en funciones. Una vez que se descartó el mandato imperativo y se privilegió la independencia de los representantes, la ciudadanía recurrió a otros mecanismos para incidir sobre los elegidos. La formación de una esfera pública ha sido clave, como espacio en que se despliegan diferentes voces y acciones, individuales y colectivas, que aspiran a expresar la voluntad del pueblo (o parte de él) ante quienes ejercen el poder político en su nombre. Con el desarrollo de este tipo de intervenciones, la representación política se ha enriquecido y complejizado, pero en la medida en que la distancia entre gobernantes y gobernados es, en última instancia, insalvable, seguirá planteando desafíos a quienes aspiren a achicar la brecha que los separa.
III.
A lo largo de dos siglos y medio, el sistema representativo muestra diferentes formatos. Aquí apenas voy a referirme a un aspecto de ese proceso para el caso argentino, el que tiene que ver con el lugar del Poder Legislativo y sus cambios.
En los albores de nuestra organización política, el Legislativo se consideraba el poder representativo por excelencia. Sus miembros eran –con excepción del Senado– elegidos por voto popular directo, lo que lo diferenciaba del Ejecutivo –designado por vías indirectas–. Esta situación ha cambiado pero aún hoy nos referimos a los diputados como los “representantes del pueblo”. A tono con esa impronta, las transformaciones en el perfil del Poder Legislativo han estado en sintonía con las variaciones que experimentó la noción de representación. Así, el Parlamento pasó de considerarse un ámbito para la construcción de la unanimidad que debía regir en la comunidad política virtuosa a la que se aspiraba en el siglo XIX, a un espacio de expresión y negociación de los diversos intereses y opiniones propios de la sociedad pluralista proclamada en nuestros días. En ese tránsito, se distinguen tres etapas principales.
El ideal decimonónico consideraba a los legisladores representantes del conjunto del pueblo, servidores del bien común. De acuerdo con esa concepción, no había un mecanismo previsto para la selección de candidaturas, que se esperaba surgieran sin conflictos del seno de las capas ilustradas. En los hechos, sin embargo, las elecciones pronto fueron escenario de disputa entre grupos informales que auspiciaban candidaturas diversas. La competencia llegaba a ser intensa, pero una vez elegidos, los representantes no respondían a alineamientos automáticos y gozaban de relativa autonomía. Después de 1853, el Congreso nacional se convirtió en un foro de importantes debates con repercusión pública y política.
El lugar del pueblo en el sistema era variable, y combinaba un derecho electoral amplio para los varones con un ejercicio más acotado de ese derecho, así como con una participación popular que se sostenía en diferentes instancias de actuación pública, desde redes y clubes electorales, asociaciones civiles, la prensa escrita, movilizaciones colectivas, hasta las milicias, expresión institucional de la ciudadanía armada. Todo ello operaba como un escenario de intervención popular que los representantes debían y solían atender.
El final del siglo XIX estuvo marcado por una fuerte crisis del sistema representativo, a partir de la afirmación de nuevas nociones de representación que enfatizaban la necesidad de dar lugar político a las diferentes ideas, opiniones e intereses que anidaban en la sociedad civil. Por entonces tomó forma una institución, el partido político, que pronto se consideró el mecanismo ideal para aglutinar y canalizar esas diferencias. Los partidos quedaron a cargo de presentar las listas de candidatos y reclutar seguidores, mientras que los representantes así elegidos les debían lealtad y actuaban con escasa autonomía en su labor parlamentaria.
Respecto a las relaciones con el resto de la sociedad, el sufragio obligatorio y luego la extensión de ese derecho a las mujeres ampliaron notablemente la participación en los comicios, mientras los partidos aspiraban a convertirse en los genuinos intermediarios entre ciudadanos y representantes. El modelo encontró resistencias y críticas, y desde la sociedad civil, surgieron organizaciones de índole corporativa que competían con las partidarias en la aglutinación de intereses y su representación. Estos conflictos atravesaron la esfera pública, en una dinámica que llegó a debilitar al sistema republicano. En varias ocasiones, sectores antidemocráticos tomaron el poder y desmantelaron las instituciones representativas.
A partir de la caída de la última dictadura, se vienen produciendo cambios en todos esos frentes. El ideal pluralista de las democracias contemporáneas multiplica los grupos de interés y de opinión, a la vez que los ciudadanos reconocen identidades complejas y combinadas. Los partidos ya no contienen (si alguna vez lo hicieron) a una ciudadanía heterogénea que desborda sus límites y diversifica sus canales de participación. Al mismo tiempo, el sistema electoral sigue descansando en ellos. Si bien el sufragio se encuentra muy extendido, los votantes solo son llamados a autorizar decisiones tomadas en otro lado. Las listas sábana son la expresión más cabal de esa ajenidad, con nombres que, dado que no hay límites a la reelección, se repiten año tras año. Si la representación implica siempre una diferencia problemática entre gobernantes y gobernados, con las prácticas actuales los integrantes del Poder Legislativo se han ido cerrando en un círculo cada vez más ajeno al mundo que los rodea.
No es exagerado hablar de crisis de representación en un tiempo en que los partidos no cubren las expectativas de representación de gran parte de la población, las asociaciones civiles (las viejas corporaciones pero también otras muchas organizaciones) se reproducen al compás de reclamos y necesidades de sectores varios, los medios de comunicación y las redes sociales ocupan cada vez más espacio en la vida comunitaria, y las instituciones del gobierno representativo se cierran a sus propios intereses de secta. Estamos en una encrucijada tanto o más complicada que la que se presentó a fines del siglo XIX. Como entonces, es necesario cambiar para democratizar el sistema, impulsar reformas en el funcionamiento interno del Parlamento, en su relación con los partidos y sobre todo, en las formas de vinculación con el pueblo del cual emana su poder. Una responsabilidad fundamental en ese cambio corresponde a los partidos políticos, pero los propios representantes son, en última instancia, los mayores responsables frente a los desafíos planteados.
- Historiadora. Trabaja en temas de historia política y social argentina y latinoamericana del siglo XIX y participa de los debates contemporáneos sobre pasado, memoria e historia. Es investigadora superior del CONICET en el Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires. Recibió los premios A. von Humboldt a la investigación en 2012, Konex en 2014 y Houssay trayectoria en 2020. Sus libros más recientes son: Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX (Buenos Aires: Taurus, 2021) y Variaciones de la república. La política en la Argentina del siglo XIX, coordinado junto con Marcela Ternavasio (Rosario: Prohistoria, 2020).↵