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La velocidad y el platillo

Sobre el “desfasaje” institucional

Sebastián Abad[1]

Podríamos decir que desfasaje o desfase significa el desajuste entre dos instancias que tuvieron o deberían tener alguna relación de ajuste entre sí. Se supone que el ajuste es un vínculo óptimo, deseable, necesario o pertinente entre fases (aspectos, momentos, parcialidades), mientras que el desfase o desfasaje en una falta o carencia de vinculación explicable por razones formales o temporales: porque una fase no se puede ajustar a la otra o bien porque una fase está “atrasada” (es inactual o impertinente respecto de la otra fase con la cual se relaciona). Dicho sea de paso, cuando se habla de desfasaje institucional, se supone en general que existen instituciones quintaesencialmente “lentas” y otras más bien “veloces”, particularmente las que no son colegiadas. Decir de algo que está desfasado, así como decir de alguien que es viejo, no suele ser un elogio en las sociedades modernas.

Así, a diferencia del Ejecutivo –el decisor por antonomasia en nuestro sistema institucional–, el Legislativo sería un ejemplo de lentitud o des-aceleración debido a los procesos de deliberación ínsitos en su funcionamiento. Otro tanto puede decirse del Poder Judicial, quien en nuestros días es objetado, desde su mismísima cabeza, en virtud de su lentitud, pero también de la arbitrariedad de su funcionamiento y del margen de maniobra que exhibe frente a exigencias de respuesta. Es claro que tal margen de maniobra se impugna en razón del poder que se concentra en la dilación y se ejerce a partir de ella, es decir: en razón de la lentitud. A esta presentación del asunto podría objetarse que los procesos de deliberación se dan obviamente en todos los poderes, y que al menos desde comienzos del siglo XX las instituciones parlamentarias son ante todo instancias de agregación de intereses y generación de acuerdos, algo muy distinto de lo que nos ofrece la representación del Parlamento como espacio de búsqueda de una verdad que se convierte en ley a través de una discusión laboriosa, patrimonio exclusivo de burgueses cultos.

Ahora bien, si el Ejecutivo interviene velozmente en el plano de la administración, la lentitud del Legislativo bien podría no ser tan lenta si se toma en cuenta que ésta genera los marcos generales de funcionamiento que hacen posible la velocidad de la ejecución en sus diversas formas. Extremando esta línea de argumentación, podría incluso pensarse que, desprovistos de la lentitud que construye marcos relativamente aceptados por el sistema político, los Ejecutivos se verían forzados, paradójicamente, a recurrir permanentemente a la emergencia, aun en su forma legal, y a (ab)usar (d)el decreto. Lo que en un primer momento puede parecer pura ganancia frente a adversarios políticos bien podría transformarse inesperadamente, por imperio de las mutaciones de la fortuna, en su contrario. Como dice el poeta: ¿De qué te ríes? Si cambias el nombre, esta fábula habla de ti.

Algo distinto sucede si se compara la lentitud legislativa con la velocidad de los cambios sociales. Esta segunda comparación, que no depende en principio de un cotejo del funcionamiento de los poderes del Estado, genera la apariencia de que el mentado desfasaje reside en la relación que se establece entre el funcionamiento (y/o el marco institucional) del Poder Legislativo y “la realidad”: una “realidad” que va siempre más rápido, o bien se escabulle o, finalmente, no puede ser leída institucionalmente por la rigidez o abstracción de dichos funcionamiento y marco. Podemos precisar, casi en vano, que esta realidad no es, en lo que a nuestra discusión se refiere, físico-química, sino un conjunto de prácticas sociales, individuales y colectivas, reguladas formal e informalmente por leyes y reglamentos, pero también por costumbres y convenciones tácitas. Lo “rápido”, aquello que se escabulle y sustrae, sería la acción en sus aspectos innovadores o, si se quiere, un conjunto de significativos aspectos de la acción en las sociedades contemporáneas. Si se acepta el trazado general esbozado hasta aquí, queda planteada una discusión sobre al menos dos asuntos: a) en qué consiste la racionalidad del desfasaje institucional (si la hubiera) y b) si el desfasaje, sea constitutivo de las instituciones contemporáneas o no, trae consigo frustración y/o desconfianza. O, en otros términos, si la confianza se funda principalmente en la capacidad de respuesta inmediata (velocidad/aceleración) de las instituciones, o bien (principalmente) en otros factores. Antes de tratar a) y b), consideremos un análisis histórico-conceptual de la aceleración.

La “aceleración (temporal)” no es un concepto novedoso y recibió ya hace tiempo un análisis notable de parte de Reinhart Koselleck.[2] Según Koselleck, la aceleración es una categoría filiada en la apocalíptica judeo-cristiana, un movimiento que hace hincapié en una temática recurrente en la Biblia: el fin de los tiempos. La apocalíptica imagina un “acortamiento” de la temporalidad que se vislumbra en señales históricas. Esta idea o figuración, con las modificaciones del caso, se convierte en una dimensión relativamente autónoma de los tiempos modernos. Esto sucede cuando el anhelo de supresión del tiempo que habita las comunidades apocalípticas se transfiere, de modo transfigurado –desprovisto de una referencia al más allá– a estructuras de percepción y experiencia del tiempo en la modernidad. Para comenzar provocativamente con la exposición de su tesis, el profesor alemán se permite comparar los raptos visionarios de la Sibila Tiburtina (s. IV a. D.) con las gélidas previsiones de un famoso ingeniero, Werner von Siemens. En ambos ejemplos el olfato historiador encuentra la premura de los tiempos, pero en la racionalidad planificadora decimonónica del ingeniero halla la especificidad moderna, no tanto ligada al fin del mundo, sino al “ensanchamiento” del horizonte del progreso científico-tecnológico.

Desarrollemos brevemente el parentesco entre apocalíptica y “aceleracionismo/progresismo” moderno. La espera apocalíptica se coloca en la inminencia del fin de los tiempos: el fin del tiempo y la redención están a la vuelta de la esquina. Esto significa que, para decirlo anacrónicamente, la duración del tiempo humano e histórico se “acorta” y se prepara el advenimiento de la salvación, que trae consigo la superación de la injusticia vivida hasta ese momento en el elemento del tiempo histórico. Según Koselleck, la modernidad reelabora profundamente esta narrativa: “[l]a destinación hacia una meta –antiguamente aguardada, esperada o temida en clave apocalíptica– que se identifica con el fin del mundo e irrumpe en intervalos acortados se convierte, con la Ilustración, en un concepto de expectativa puramente intramundano”.[3] Esto significa que la tensión espiritual dirigida a la salvación extra-temporal y por ende extra-histórica se reconduce hacia la historia y la acción humana mismas. El juicio final se convierte en un dictamen de la Historia o, en palabras de Schiller, la historia universal es el tribunal universal. De esta manera, la reconducción de la energía humana a la acción mundana trae consigo no solo un problemático lugar para la experiencia e institucionalidad religiosas, sino también una ampliación de los problemas que, en principio, pueden resolverse en el “más acá”, sin aguardar al “más allá”.

El saber en general, pero la ciencia y la técnica en particular, adquieren entonces un lugar central y generan, podríamos decir, su propia narración: que todo problema tiene una solución científica o técnica, y, desde luego, que todo problema carente de solución tecno-científica no es en verdad un problema. Esta nueva forma mentis concibe el horizonte de acumulación y avance científico ya no como un acortamiento del tiempo que deja a la humanidad en las puertas del fin de los tiempos, sino como un progreso indefinido –material, científico y técnico– que no cesa de acelerarse. Una segunda ola de esta revolución científica se concentrará posteriormente en las alteraciones, también veloces, de las sociedades y los vínculos modernos. Así pues, la concentración de las expectativas en la vida humana histórica y profana, la inmanentización total de las expectativas, genera una sobreexigencia de resolución de problemas que se impone a las instituciones científicas, pero también a las instituciones políticas.

Si lo dicho hasta aquí es aceptable, el desfasaje institucional, en particular de los órganos colegiados deliberativos, puede ser catalogado de estructural y coextensivo con lo moderno mismo (al menos desde la Ilustración, según Koselleck). Sea como fuere, si el desfasaje existe en la contemporaneidad, no es porque se trate de un problema reciente sino de la pervivencia de una lógica sujeta a innumerables transformaciones, pero sin embargo vigente.

a) ¿Qué significa este desacople? De manera simplificada, podría decirse que este fenómeno moderno puede ser visto como una dificultad a resolver (a.1.) o bien como una condición irrebasable y positiva de la política moderna y contemporánea (a.2.). La tesis del desacople institucional como dificultad a resolver (a.1.) tiene como fortaleza que es capaz de sintetizar, al menos de modo metafórico o imaginario, dificultades y problemas diversos que las instituciones modernas resuelven “lentamente”, al menos en comparación con la larga vigencia de los principios de libertad e igualdad. El punto débil de esta tesis es que piensa el fenómeno político-institucional en un nivel primitivo, según el cual la tarea de las instituciones es responder rápidamente a demandas socialmente instaladas, sean éstas cuales fueran, sin consideración de otros procesos políticos de construcción, agregación, ordenamiento y exclusión de demandas, procesos que desde luego no pueden exceder los marcos constitucionales. Al correlacionarse punto a punto la institución política con el universo de las demandas, la política y las instituciones quedan reducidas a una gigantesca oficina de satisfacción del cliente, con lo cual aquéllas renuncian a la autoridad y a las decisiones serias en la vida de un pueblo. Al seguir por este sendero, destinan sus reservas vitales a lidiar radialmente con el pluralismo de la sociedad civil y quedan agotadas a la hora de encarar las tareas de construcción de las instancias permanentes y no-pluralistas del Estado. La ingeniería social y la mercadotecnia domestican y acaban por enervar la capacidad creadora y ordenadora de la política estatal.

La tesis alternativa (a.2.), que concibe al desacople como una condición positiva (no en sentido celebratorio, sino de productividad institucional), porta una máscara menos simpática y distribucionista frente a la política actual, que muchas veces se piensa a sí misma –decíamos– como una agencia de ampliaciones, distribuciones y buenas noticias. La asunción positiva del desacople conlleva justamente la comprensión, explícita o tácita, de la “aceleración” moderna y, por ende, no puede permitirse impugnar la demora institucional frente a la hiperkínesis social. Esta idea está graciosamente retratada en una anécdota sobre cuya autenticidad se duda, aunque se non è vera, è ben trovata. Dice la leyenda que en una oportunidad en que T. Jefferson y G. Washington se dieron cita para desayunar, este último, que abogaba a favor de la bicameralidad del Legislativo, le inquirió a su interlocutor la razón por la cual éste vertía parte de su café (o té: la bebida es incierta en la anécdota) en el plato que sostenía la taza. Jefferson habría respondido que, por no ser su garganta de cobre, se veía forzado a enfriar la infusión –¿o sería acaso su impaciencia lo que no le permitía demorarse?–. Ante esa respuesta, Washington habría retrucado que la legislación [proveniente de la Cámara de Representantes o Diputados] debería ser también enfriada en el “platillo senatorial”.[4]

b) Un comentario final sobre el problema de la actual desconfianza en las instituciones. Si bien el asunto es multifacético y se puede configurar conceptualmente de muchas maneras, no estaría de más trazar una distinción entre la frustración de expectativas depositadas en (la gestión de) las instituciones y la desconfianza en las instituciones mismas. Si en la actualidad existe una insatisfacción con el modo como las instituciones regulan y asimilan el cambio social, bien podríamos decir que estamos frente a un malestar ligado a las capacidades estatales que podría ser resuelto en el plano técnico-logístico o bien a través de un viraje en las políticas generales de Estado. Asimismo, retomando lo dicho más arriba, podríamos afirmar incluso que al menos una parte de esa supuesta incapacidad podría ser en verdad una táctica dilatoria o bien una decisión de excluir, es decir, no reconocer la validez de fenómenos sociales novedosos. En otras palabras, la afirmación reiterada y un poco rústica de la incapacidad estatal bien podría relativizarse (mas no descartarse de plano) tomando en consideración ciertos procesos de procrastinación astuta (no es posible lidiar ahora con este asunto) o de exclusión (estos fenómenos de acción colectiva no se ajustan a la Constitución nacional). Por otra parte, las instituciones políticas no podrían ofrecer soluciones técnicas a problemas técnicos sencillamente porque son instituciones políticas que tramitan, procesan y articulan el cambio social acelerado bajo restricciones normativas previas a las alternativas cotidianas de su funcionamiento. La denuncia de “lentitud” es correcta en sentido empírico y en sentido filosófico, ya que las instituciones no son promotoras del cambio social, sino –digamos– instancias de configuración y ordenamiento normativo de ese cambio.

Distinto de este fenómeno es la desconfianza en personas o estamentos (como la clase política) o en las instituciones mismas como forma política. Si partimos de la base de que todo régimen construye su clase política, podríamos reducir el problema a lo siguiente: la (des)confianza en ciertas reglas y estructuras de funcionamiento que hace posible la acción colectiva de modo representativo. Lutero no desconfiaba del papa porque éste desatendía iglesias en Alemania; Lenin no sospechaba del capitalismo porque éste no avanzaba con la electrificación y tendido de redes ferroviarias en Europa central. Tal vez convenga reservar el rótulo de “desconfianza” en las instituciones para esta clase de fenómeno. Es precisamente en este sentido que Lutero desconfiaba del papa, pero sobre todo del papado, y que Lenin desconfiaba de los políticos burgueses, pero sobre todo de las instituciones representativas burguesas.

En resumen, la insatisfacción o la frustración expresarían un acuerdo tácito con la forma político-institucional, a la vez que una objeción a algunos aspectos de su funcionamiento (no tienen por qué ser pocos). La desconfianza, en cambio, pensada como tipo de posicionamiento político (en sentido primario) y no como “sentimiento” o “emoción”, estaría más cerca de la convicción de que las instituciones políticas no pueden realizar el modelo de convivencia que la comunidad postula. O bien, en una variante más intensa, constituiría la impugnación, en nombre de principios, de un modelo de convivencia vigente que debería ser remplazado por otro y, consecuentemente, generar una matriz institucional también novedosa.

Especulemos: si un nuevo modelo de convivencia llegara a imponerse en el país X, es muy probable que, más temprano que tarde, algunos ciudadanos impugnen (en el mejor de los casos) la nueva matriz institucional en razón de su “lentitud” para organizar el cambio social. En ese momento, quienes defienden el nuevo modelo de convivencia en el país X (y su correspondiente matriz institucional) podrían preguntarse: ¿se critica a las instituciones porque son lentas, porque no son adecuadas al modelo de convivencia o porque los críticos desean remplazar el modelo de convivencia que la comunidad abraza?


  1. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y docente en la Facultad de Filosofía y Letras en dicha universidad. Es director del Departamento de Humanidades y Arte en la Universidad Pedagógica Nacional, donde también se desempeña como docente. Dirige la Editorial Hydra e investiga temas de filosofía política y filosofía del Estado.
  2. R. Koselleck (2000 [1989]). “Zeitverkürzung und Beschleunigung. Eine Studie zur Säkularisation”, en Zeitschichten. Studien zur Historik. Mit einen Beitrag von Hans-Georg Gadamer, Frakfurt am Main, pp. 177-202. Que este artículo pretenda fijar posición frente a la discusión de la secularización, particularmente en Alemania, no es un dato menor. No podemos ingresar aquí en el tema.
  3. R. Koselleck(2000 [1989]). “Zeitverkürzung und Beschleunigung. Eine Studie zur Säkularisation”, p. 192.
  4. “We pour our legislation into the senatorial saucer to cool it”. Véase https://bit.ly/2TDEO8v..


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