Esteban Mizrahi[1]
En una sociedad pluralista y democrática cuyos ciudadanos tienen múltiples intereses y distintas concepciones de vida –que involucran convicciones morales y religiosas con frecuencia contrapuestas–, una manera de lograr una convivencia razonablemente pacífica es a través de un consenso social básico respecto de los procedimientos para organizar la vida en común. Por lo general, este consenso se cristaliza en un orden jurídico dinámico que reconoce una Constitución como su marco regulatorio superior pero que incluso ésta contiene también las normas para su propia transformación.
Ahora bien, atender a la Constitución –y a las leyes sancionadas conforme a los procedimientos establecidos por esa Constitución– implica siempre un cierto desfasaje temporal entre el tiempo de la sanción y el de la aplicación de las normas. Toda norma es sancionada en el pasado para regular acciones futuras o bien para incidir respecto de las expectativas de comportamiento futuro. En tal sentido, puede afirmarse que el derecho positivo delimita lo que cabe esperar del comportamiento de los participantes en la interacción social a través de normas específicas que les fijan restricciones a sus posibilidades futuras de acción según un programa condicional del tipo si… entonces…
Un programa condicional permite alcanzar una cierta seguridad de tipo, precisamente, condicional. No se trata de asegurar en el presente que en el futuro las expectativas normativas no serán defraudadas. Esto siempre puede ocurrir. Pero sí de establecer que si esto de hecho sucede, entonces habrá que contar con determinadas consecuencias ya previstas en códigos jurídicos. Por esta razón, Niklas Luhmann considera que el derecho en tanto subsistema social está referido inexorablemente a la dimensión temporal de la comunicación que opera institucionalizando expectativas de comportamiento y no conductas. Y en tanto el derecho introduce a la sociedad en un futuro que está abierto en sus posibilidades y también lo integra en la forma de expectativas, puede ser considerado como su sistema inmunológico, que “elabora soluciones generalizables para conflictos que se presenten caso por caso; es decir, el sistema inmunológico estatuye una capacidad remanente para casos futuros”.[2] Si desde una concepción sistémica de la sociedad, el derecho puede ser interpretado como un sistema inmunológico, la producción legislativa no es sino la creación de anticuerpos en función de los casos conflictivos que tuvieron lugar en el pasado con el fin de estabilizar las expectativas de comportamiento futuro.
Por esta razón, toda forma jurídica conlleva siempre un aspecto conservador dado que se trata de atar las decisiones de comportamiento futuro a las experiencias y decisiones que tuvieron lugar en el pasado. Sin embargo, también es posible –como ocurre con frecuencia en nuestra cultura jurídica– que la ley inaugure escenarios novedosos de comportamiento social en vez de sancionar como legítimos estados de cosas preexistentes. En este caso, la ley va por delante de los acontecimientos en vez de correr a su zaga. Esto implica que la ley expresa determinadas expectativas de comportamiento que de manera inmediata se ven defraudadas, porque es necesario un tiempo en el que la norma válida no sea eficaz. Y para que llegue a serlo, no basta con la legitimidad de origen, ni esto puede quedar librado a la espontaneidad de los ciudadanos que sancionaron esa ley a través de sus representantes. Se requiere, además, una intervención decidida y constante por parte del Estado para que la realidad social se ajuste a lo previsto por la ley. Jürgen Habermas lo explica en estos términos: “las expectativas de comportamiento jurídicamente institucionalizadas cobran fuerza vinculante mediante su acoplamiento con el poder estatal”.[3]
Por lo tanto, la cuestión dilemática que enfrenta la producción legislativa cuando inaugura escenarios sociales novedosos es la necesidad de tolerar el incumplimiento de la ley mientras se mueven los resortes necesarios para que ésta cobre eficacia pues no cabe esperar que el comportamiento de los actores implicados se ajuste inmediatamente a lo establecido por ella. Por un lado, en ese lapso tiene lugar una suerte de educación informal en el incumplimiento de lo que una ley expresa como obligatorio. Por el otro, como la celeridad y efectividad de este proceso depende de la eficiencia del poder del Estado, sin un Estado robusto y ágil, la observancia de la ley se transforma rápidamente en un mero desiderátum.
Y el problema es, justamente, que en los últimos cincuenta años el Estado ha dejado de ser lo que históricamente ha sido en el período que Zygmunt Bauman denomina “modernidad sólida” en contraposición con la era actual, que bautizó “modernidad líquida”.[4] El Estado ya no parece poder dominar, por ejemplo, los flujos del capital financiero, porque frente a la velocidad de la liquidez, el Estado sigue conservando su impronta sólida vinculada a un territorio. Por tanto, frente a un escenario de crisis o incertidumbre, el capital puede huir, pero el Estado no.
En condiciones de “modernidad sólida”, el Estado era capaz de llevar adelante acciones de alcance universal porque garantizaba la apropiación territorial mediante acciones represivas según diversas formas de control de los conflictos (internos y externos). Esto suponía además la capacidad simbólica para instituir determinados patrones a las prácticas sociales, así como también la disposición de recursos materiales, económicos, financieros. De hecho, los monarcas absolutos gobernaban por decretos e intervenían en la justicia mediante órdenes de detención y control de la policía secreta. Sus decisiones eran efectivamente vinculantes porque contaba con una maquinaria policial, jurídica, administrativa, económica que las hacía cumplir. Esa maquinaria tenía la capacidad de llevarlas adelante y castigar al resistente. No se trata, entonces, del Estado actual, ni siquiera de un Estado deseable. Pero sí de un modelo de funcionamiento estatal en el que, entre otras cosas, era posible la convergencia institucional, aun de la peor manera.
Es así que el mundo moderno conformaba un universo cuya coherencia era todavía pensable y posible. Esta coherencia tenía dos costados: uno institucional; otro subjetivo. El Estado, en gran medida, funcionaba como custodio y garante último de esta pretendida coherencia entre las diversas instituciones que, de manera correspondiente, producía subjetividades tendientes también a la coherencia. Y siguió cumpliendo este rol en sus diversas formas hasta hace unos cincuenta años. Porque el Estado moderno supo establecer las condiciones para la vigencia armónica de tres dimensiones distintas de la ley: 1) ley simbólica en tanto estructurante de la subjetividad; 2) normas jurídicas en cuanto vertebradoras del cuerpo político, y 3) reglas sociales como articuladoras de las relaciones intersubjetivas. El Estado moderno garantizaba, con todo lo que esto significa, la concordancia posible de estos tres órdenes: simbólico, jurídico y social.[5]
La existencia del sujeto era minuciosamente custodiada y tenida en cuenta por el Estado: partidas de nacimiento, documentos de identidad, cambios de domicilios, actas de defunción. Pero al mismo tiempo, el Estado se las arreglaba para componer un universal integrando las diferencias propias de los diversos grupos de interés en pugna dentro de un espacio vital determinado. Por esta razón, Hegel piensa al Estado como distinto de la sociedad civil e irreducible a su esfera.
Debido a múltiples y complejos fenómenos de orden económico, científico, tecnológico y político, el Estado actual se ve imposibilitado de seguir cumpliendo este rol. Este no es un fenómeno exclusivamente argentino o latinoamericano. Pero lo cierto es que el depotenciamiento del Estado ha golpeado con especial dureza en nuestras realidades. Con un Estado debilitado, las diversas instituciones quedan libradas a sus dinámicas respectivas y la convergencia entre sus lógicas funcionales apenas si se produce.
Cuando ello ocurre, el “desfasaje institucional” queda a su vez institucionalizado: se naturaliza que las instituciones presuponen un material humano que ya no reciben ni alojan ni producen. Esto arroja como consecuencia inevitable que las expectativas sociales depositadas en ellas son sistemáticamente defraudadas por incumplir las funciones específicas para las que fueron creadas. Por otra parte, la ley es cada vez menos la expresión de la voluntad general para custodia y promoción del bien común y deviene el resultado de grupos de presión para beneficio casi exclusivo de sectores cada vez más reducidos y poderosos. Y esto no puede menos que debilitar los consensos requeridos para el funcionamiento pacífico de una sociedad pluralista y democrática. El incremento de la fragmentación sociocultural, de la polarización política y de la inequidad económica es, entonces, efecto directo de un desfasaje institucional que amplía sus brechas día tras día con el consecuente aumento de la violencia en todas sus formas.
Bibliografía
Bauman, Zygmunt (2003). Modernidad líquida, Buenos Aires.
Habermas, Jürgen (1991). “¿Cómo es posible una legitimidad por vía de la legalidad?”, en Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona.
Lewkowicz, Ignacio (2006). “De la soberanía de la ley a la actividad configurante”, en Pensar sin Estado, Buenos Aires.
Luhmann, Niklas (1993). El derecho de la sociedad, México.
- Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires con estudios de especialización en Ciencia Política y Filosofía Práctica en la Universidad de Münster, y doctor en Filosofía por la Universidad del Salvador con estudios posdoctorales en la Universidad de Bonn. Es profesor titular de Filosofía y Filosofía del Derecho en la Universidad Nacional de La Matanza.↵
- Luhmann, 2005: 642-643.↵
- Habermas, 1991: 167.↵
- Bauman, 2003.↵
- Lewkowicz, 2006: 189.↵