Flavia Costa[1]
Después de atravesar el desconcierto inicial, quedó claro que la pandemia del coronavirus ha sido menos la irrupción de un acontecimiento imprevisto que el signo de una gran transformación epocal. Signo de un salto de escala en nuestra relación con el mundo ambiente que se venía macerando al menos desde mediados del siglo pasado.
De allí que entre las tareas urgentes que el momento nos exige, una primordial es identificar las líneas de fuerza que esta pandemia aceleró e incrementó: comprender su espesor histórico y trazar lineamientos consistentes para encauzar esas energías hoy desbordadas y desbordantes que nos permiten seguir viviendo, sí, pero también nos mantienen en cierta forma de dependencia –no por indeseada menos efectiva– desde fines de marzo de 2020.
Entre ellas, la fuerza que empuja el shock de virtualización: la inscripción masiva de la ciudadanía en un proceso acelerado de apropiación de tecnologías para actividades que hasta el momento no habían sido tocadas, o no en esta magnitud, por un giro hacia lo digital, que –según se afirma– “llegó para quedarse”.
Shock se refiere tanto a la velocidad del proceso como al tipo de reacción que se nos propone asumir ante él: la aceptación de lo que se vislumbra si no como solución definitiva, como paliativo, aunque sea rudimentario. Es el tipo de reacción supuesta en todas las terapias y también en todas las políticas de shock: aprovechar la confusión y el agotamiento de las sociedades en beneficio de algunos agentes concretos; hacer “de la crisis una oportunidad”, como suele decirse, no siempre sin cinismo. Algo que, está claro, pueden hacer mucho mejor quienes disponen de más recursos.
Con respecto a la virtualización, en el último año nacieron innumerables aplicaciones para rastrear contactos, para controlar movimientos, obtener permisos de circulación, hacer autodiagnóstico, así como nuevos usos de inteligencia artificial para tomar decisiones tanto personales como de políticas públicas. Si bien algunas de estas tecnologías pueden ser útiles para limitar la propagación del virus, tal como señala el informe Internet Health Report 2020, todavía no conocemos el alcance de sus riesgos. Riesgos que se suman a los que venían haciéndose cada vez más visibles al menos desde 2013, cuando el entonces ex empleado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) Edward Snowden hizo públicos documentos secretos acerca de los programas de vigilancia masiva que la NSA venía aplicando sobre ciudadanos de distintos países con ayuda de las grandes compañías de internet.
Por un lado, la pandemia proyectó nuevas prácticas que tendrán consecuencias que nos afectarán mucho más allá de la crisis actual, por el otro, visibilizó y potenció un estado de cosas que implica grandes vulnerabilidades sistémicas: el alto grado de concentración de las empresas Big Tech, una enorme desigualdad socioeconómica reflejada en el acceso a la inclusión y la alfabetización digital –más de un 40 por ciento de la población mundial aún no tiene acceso a internet–, la opacidad algorítmica o la imposibilidad de decidir realmente si aceptar o no términos y condiciones de servicios cuya mediación es forzosa para actividades educativas, sanitarias o económicas de primera necesidad.
¿Tech New Deal?
La vida durante la crisis pandémica, acompañada de una recesión económica indudable y un nuevo empobrecimiento de los sectores más vulnerables, requiere de un uso intensivo de plataformas, aplicaciones y dispositivos pagados por los propios ciudadanos de sus bolsillos en beneficio de unas muy pocas empresas. Ellos utilizan sus propios teléfonos o computadoras personales para el trabajo, para la educación de sus hijos, para las consultas médicas, pagan la electricidad y el acceso a internet y entregan de manera gratuita y a la vez compulsiva cientos de datos personales, tanto biométricos como comportamentales, a través de esas mismas plataformas.
Los beneficios para las empresas son grandes: el 22 de mayo de 2020, la revista Forbes publicó en su portada que, en los dos meses anteriores –desde que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia el 11 de marzo hasta mediados de mayo–, veinticinco de las personas más ricas del mundo habían incrementado su patrimonio en 255 mil millones de dólares. Se trata, fundamentalmente, de empresarios de las telecomunicaciones, las redes sociales y el comercio electrónico. Los tres primeros de esa lista son Mark Zuckerberg, CEO de Facebook; Jeff Bezos, fundador y CEO de Amazon, y Colin Zheng Huang, el fundador de Pinduoduo, la segunda cadena de mercado en línea más grande de China después de Alibaba. Por otro lado, en el informe 2020 de la consultora Price Waterhouse Coopers (PwC), de las diez empresas de mayor capitalización de mercado ese año, siete son grandes tecnológicas. En orden decreciente: Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet (ex Google), Facebook, Tencent y Alibaba.
Esta tensión llevó a que, desde diferentes ámbitos, se declame la necesidad de un “Screen New Deal” o “Tech New Deal” para enfrentar la pospandemia. Con todo, estas expresiones implican sentidos muy distintos según quién las formula. De acuerdo con el ex CEO de Google Eric Schmidt, quien encabeza una comisión para “reimaginar la realidad postcovid” del estado de Nueva York, “necesitamos buscar soluciones que se puedan presentar ahora y acelerar la utilización de la tecnología para mejorar las cosas”. ¿Cuáles? “Las primeras prioridades se centran en telesalud, aprendizaje remoto y banda ancha”, enumeró.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, dijo algo parecido en mayo de 2020 en un encuentro en la Fundación Bill y Melinda Gates. Habló de la necesidad de desarrollar “un sistema educativo más inteligente”, y expresó que la pandemia ha propiciado “un momento en la historia en el que podemos incorporar” las ideas de los Gates sobre digitalización: “Todos estos edificios, todas estas aulas físicas, ¿para qué, con toda la tecnología que tenemos?”, se preguntó, de manera retórica. Es decir, para un sector de poderosos empresarios y gobiernos, se trataría de un acuerdo para profundizar la virtualización de la vida cotidiana. Una estrategia bifronte cuya contracara sobreentendida implica desfinanciar –abaratando costos y flexibilizando actividades– las infraestructuras esenciales cuyo debilitamiento nos arrojó de hecho a la pandemia en la que nos encontramos: infraestructuras de salud, de educación, de información de calidad, de empleo formal.
Desde otro lugar del espectro de voces, la abogada guatemalteca Roxana Ávila, directora de la Fundación Ciudadanía Inteligente, utiliza esta misma expresión para referirse a la necesidad de trabajar en pos de recuperar algunas condiciones básicas para la democracia digital. Ella menciona cuatro. En primer lugar, desde el punto de vista de la sociedad y del Estado, la descentralización de los servicios a partir de leyes estrictas que favorezcan la competencia, tanto en las infraestructuras básicas, que son críticas para la economía del mundo hoy (cables submarinos, satélites, backbones de fibra óptica) como en los proveedores de internet, pasando por los sistemas operativos y las plataformas de publicidad y datos o de comercio electrónico. Desde el punto de vista de los ciudadanos, en segundo lugar, el derecho a la protección de los datos personales y la seguridad, en particular frente a las grandes empresas transnacionales a las que por el momento no es posible alcanzar con la legislación nacional; derecho a la inclusión digital, que se refiere a la asequibilidad de los servicios; y derecho a una genuina alfabetización digital, que se refiere a la adquisición de competencias no solo y no tanto como usuario, cliente y, de paso, proveedor gratuito de datos, sino como creador de contenidos e incluso como programador.
En tercer lugar, desde la perspectiva macro, es necesario desarrollar una política pública sostenida de soberanía tecnológica, que implica la necesidad de invertir, como Estado y como sociedad, en el desarrollo de infraestructura crítica, de hardware y de software de código abierto para no entregar la información sensible de la ciudadanía a empresas transnacionales; e incluso para exportar esos servicios a los países vecinos. Por último, desde la escala de los individuos, es preciso someter a revisión y eventualmente limitar los términos y condiciones de las empresas; no es admisible que se consignen condiciones irrechazables para servicios cuya mediación es forzosa para actividades educativas, sanitarias o económicas de primera necesidad.
En la Unión Europea (UE) existen dos herramientas que no existen en otras partes del mundo: una es la normativa sobre neutralidad en la red, esto es, que las empresas no pueden privilegiar algunas aplicaciones sobre otras (este es el motivo por el que Google fue multado tres veces en los últimos cinco años: por 2.400 millones de euros en 2017; por 4.300 millones en 2018; y por 1.490 millones en 2019). La segunda es el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), que contiene severas restricciones a las transferencias internacionales de datos, ya que todo proveedor externo de servicios a la UE que trate datos de ciudadanos europeos debe someterse a esta normativa. Intentar alcanzar un estándar internacional sobre la cuestión, al menos a nivel continental, es un desafío en el que la Argentina tiene mucho para aportar.
Tal como afirma el experto en sistemas complejos Charles Perrow en su libro The next catastrophe (2007), teniendo en cuenta el sistema de escala planetaria que internet contribuye a consolidar, es fundamental estimular la reciprocidad entre diferentes jugadores antes que la dependencia de unos muy pocos. Eso aumenta la redundancia, que es una de las principales formas de defensa ante cualquier posible accidente: natural, organizacional o un ataque deliberado.
Si hubiese que imaginar los primeros pasos para orientar un nuevo acuerdo que permita construir crecimiento sobre la base de la potencia de las tecnologías, habría que empezar por cuatro puntos clave: en primer lugar, ampliar la infraestructura crítica nacional –algo de esto se está haciendo desde la empresa estatal Arsat, cuando a comienzos de 2021 se avanzó en un acuerdo con Chile y Brasil para instalar el cable submarino Humboldt, que unirá a América del Sur con Asia a través del Pacífico–. En segundo lugar, impulsar la recuperación y el desarrollo de las cooperativas y medianas empresas en las distintas provincias y regiones del país para descentralizar las comunicaciones. Esto va en el sentido señalado por Perrow y por Ávila, e implicará tanto robustecer el sistema, al volverlo menos dependiente de unos pocos jugadores gigantes, cuanto fomentar el empleo federal. Tercero: promover el desarrollo local de software de código abierto para las distintas necesidades de la administración pública nacional, provincial y municipal, una medida que no solo implica apuntalar la industria y el empleo domésticos, sino que localiza los datos dentro del país. En cuarto lugar, impulsar que las grandes empresas de internet, de datos y de comercio electrónico, que se han beneficiado ampliamente en los últimos meses, inviertan en infraestructuras –edificios, insumos, investigación, formación de profesionales y trabajadores– tanto de salud como de educación, para que el esfuerzo colectivo extraordinario que ellas recogen se refleje en contribuciones fehacientes a evitar futuras crisis.
Dicho esto, desde ya que es necesario democratizar el acceso y robustecer la inclusión digital. Pero si no se hace lo anterior, estas necesidades se enfrentarán mediante respuestas muy poco sostenibles, ya que se estaría trabajando principalmente para otros. Como dice el economista canadiense Nick Srnicek, los diagnósticos con miras al futuro son esenciales para cualquier proyecto político. La manera en que conceptualizamos el pasado y el presente es importante para pensar estratégicamente y desarrollar tácticas orientadas a transformar aquello que requiere ser mejorado. Un “Tech New Deal” solo será deseable si nos ayuda a fortalecernos como nación, y como región, luego de asumir las causas de la complejidad y la vulnerabilidad sistémicas que nos arrojaron a esta pandemia. Y a tomar conciencia de las fragilidades, pero también de las oportunidades, que ella expuso –acaso por primera vez en la historia– frente a los ojos de todo el planeta.
- Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, en cuya facultad de Ciencias Sociales se desempeña como profesora asociada del Seminario de Informática y Sociedad. Investigadora del CONICET con sede en la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Se especializa en el estudio de las relaciones entre tecnología, cultura y política, tema sobre el cual ha escrito numerosos libros y artículos en distintos idiomas. Integra el grupo fundador de la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica.↵