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EL DIARIO

Miércoles 17 de Junio de 1908

DEL GENERAL MANSILLA


PÁGINAS BREVES

París, mayo 21.

 

Bulow[1].

Conozco este hombre eminente, que asistió al acto de mi recepción de ministro, acto, como se sabe, casi secreto, desde que solo concurren a él, el emperador y su secretario de Estado en el departamento de negocios extranjeros.

Le conozco, pues, desde que era ministro de relaciones exteriores, y conozco a su mujer, dama inteligente, de gran distinción.

A él, una noche, después de una comida, en casa del príncipe Hohenlohe[2], que era gran canciller del imperio, le predije que lo reemplazaría. Y como si uno no es profeta en su país pudiendo serlo en tierra extraña, la profecía se cumplió.

A ella le mandé una revista italiana en la que hablaban de su marido. Y, refiriéndome a sus dotes de orador fácil, elegante y oportuno, en una página marcada puse: “Non parla, canta”.

También el tiempo no ha hecho sino confirmar el elogio, si así puede llamarse el tributo rendido a la verdad.

Me place por eso consagrarle unas cuantas líneas que extracto de un artículo de la “Nueva Prensa Libre” de Viena.

El conde, cuando le vi por vez primera, príncipe ahora, juega ágilmente con las fórmulas más ingeniosas y es en extremo inclinado a no servirse sino de ideas generales.

Federico el Grande (ha dicho el príncipe, según el diario vienés), ¿murió en 1786 sin tener el menor presentimiento de la gran revolución que debía estallar tres años después? A pesar de su gran familiaridad con los más eminentes espíritus franceses no la sospechaba.

Y Napoleón I, ¿pudo prever que su política, trastornando la carta del mundo, despertaría el espíritu nacional en todas sus honduras?

Federico el Grande, ¿soñó con Jena, con Auerstadt?

¿Napoleón I hubiera creído posible un Sedán?

¿Qué será el día de mañana?

¿Quién le dará su figura? ¿Este espíritu de nacionalidad tan vivaz desde hace casi un siglo, o el espíritu de humanidad del que se esperan maravillas?

El príncipe de Bulow no habla sino del presente, como se ve. Diríase que tiene horror de la adivinación histórica.

Agregó, añade el diario citado: en todas partes el sentimiento es nacional. Un hombre de Estado nada puede contra ese sentimiento nacional. Hoy día, en todas partes, parlamentos y diarios entran fácilmente en excitación nacional, y es a los hombres de estado dirigentes a quienes toca cerrar los frenos. En nuestros días es la opinión pública la que hace las guerras.


Hace años que el archimillonario Andrés Carnegie[3] ofreció una suma de 7.500.000 francos para construir un “templo de la Paz” en la Haya.

Otra ofrenda semejante para asilar a los miembros de la junta de las repúblicas americanas, cuya existencia es poco conocida, le ha dado al presidente Roosevelt ocasión de hacer un discurso sobre el panamericanismo.

Si se ha de decir la verdad hay que convenir en que el gárrulo presidente no ha dicho gran cosa; nada de preciso, manteniéndose en la región de las generalidades.

Pone por los cuernos de la luna, ¡a buena hora!, la antigüedad relativa de la civilización ibera en el Nuevo Mundo y dice que si el siglo XIX ha sido el del desarrollo prodigioso de los Estados Unidos, el siglo XX será al de la expansión de la América latina en la esfera del progreso comercial.

(No tendremos, claro está, ínsulas que libertar ni que conquistar, pero sí aumentaremos enormemente el caudal que ya poseemos).

Los progresos alcanzados hasta este momento histórico por la Argentina y el Brasil le quitan a la profecía lo que hubiera podido tener de audaz en otras circunstancias.

Más no diré, aunque se me ocurra que algunos motivos han de tener en Washington para exaltar así el sentimiento panamericano, no escatimándonos el elogio.

¿No será que, después de haber provocado la secesión de Panamá y de haber hecho del canal la cosa suya, erigiéndose luego en tutor y en pacificador de los pequeños estados de Centro América, se ha creído prudente tranquilizar un tanto la opinión de la América latina?

Porque si hemos de ser claros, no siendo generalmente la política lo que se dice, ni la conferencia de Washington, ni la más fresca de Rio Janeiro, ambas dos con la secuela de piropos del señor Elihu Root han tenido suficiente eficacia para que a los fuertes, como el Brasil y la Argentina, tanto los seduzca el panamericanismo, como los Estados Unidos lo entienden, que sin reflexionar, sin sumar ni restar nos echemos en una dirección de negocios que disminuyendo de un lado los cambios los aumente de otro favorable al Norte de América.

Tienen nuestros estadistas tanto que meditar sobre el mundo de cuestiones que en el panamericanismo se encierran que mucho me felicito de no estar en su pellejo.

Y así me limito a mantenerme dentro de mis inquietudes, que en política la desconfianza es madre de la seguridad, desgraciadamente con frecuencia.

Dejemos el panamericanismo y ocupémonos rápidamente de otro asunto que se relaciona con otro “pan”. Ha llamado hacia él la atención el Presidente Roosevelt en el mismo acto a que me acabo de referir, y lo ha hecho de notable manera que, si el hombre habla mucho, nunca lo hace sobre cosa baladí.

Es un grito de alarma que dice así: nuestros bosques desaparecen y con ellos el caudal de muestras aguas, la salud, hay que gritar: ¡alto ahí con la devastación!; de no dentro de cincuenta años será la ruina.

Con que así ya lo saben Vds. ahí, donde es más lo que destruyen que lo que plantan.

Si yo fuera gobierno, como dicen nuestros paisanos, ya, ya abriría tamaños ojos para ver bien este problema, y hasta ofrecería primas a los que planten más de lo que cortan.

Quien dice árboles dice higiene, y quien dice agua dice fuerza.

También parece que el carbón y otras substancias se van en Estados Unidos.

Pues a ello: a buscarlas y descubrirlas. No me cabe duda de que las tenemos. Pero están tan escondidas. Todo lo que algo vale es así, y cuanto más vale, más difícil conseguirlo; por eso cuesta más explotar una mina de oro que una de carbón, y más una de plata que una de cobre.

Sabia naturaleza.


“La Revista hebdomadaria” continúa el estudio sobre “la crisis del parlamentarismo” en Francia.

Hace constar su autor, Pierre Baudin[4], la esterilidad de la obra republicana, que atribuye a dos causas primeras.

Lo que él llama el “bonapartismo demagógico”, es decir y en dos palabras: el gobierno personal, efecto de haber basado la República sobre el cimiento de las instituciones imperiales, o sea la Constitución del año VII.

Es un punto muy interesante que Baudin explica con bastante lucidez.

No sé si ustedes saben que ha sido ministro. Esto le da mayor autoridad a su palabra, y permite creer que va tan descarriado cuando dice que la cuestión no es tanto como se piensa de pura reforma de la ley electoral.

El otro punto, o causa primera, según dejo dicho, consiste en “la manía de la abstracción y de la retórica que absorbe la cámara (se refiere a los diputados), que solo se apasiona por los discursos de aparato, por las interpelaciones a gran orquesta, preocupándose poco de los estudios técnicos y precisos, los únicos que son verdaderamente útiles al país…”.

¿Se acuerdan Vds. de lo que yo les decía hace pocos años en mi librito “En Vísperas[5]” cuando se agitaba la cuestión electoral que lo hizo presidente de la República a Quintana?

¿Se han tomado Vds. la molestia de examinar, leyendo entre renglones, algunas de las observaciones consignadas pro-patria en mi reciente publicación “Un país sin ciudadanos”?

“Casi todo lo que llamamos un abuso fue un remedio en las instituciones políticas” convenido; pero a condición de ser incansables en señalar con insistencia cívica y moderación el mal, so pena de caer en el extremo opuesto.

La firmeza no excluye la prudencia.

Finalmente, dice Baudin: las consecuencias de este estado de cosas son desastrosas en varios sentidos. Alejan, desde luego, de la política infinidad de hombres distinguidos, republicanos convencidos, a quienes les repugna la oficiosidad servil, condición necesaria para asegurar una circunscripción. “Omnia serviliter pro dominatione[6]”… Ciertos politicastros se dan maña para ser igualmente ministeriales bajo todos los ministerios, pero todo el mundo no tiene esa facilidad de adaptación a las circunstancias.

En conclusión agrega: no hay país en Europa, decía ya Saint Simon[7], donde como en éste haya tan bellas leyes, ni tan buenos reglamentos, ni donde su observancia sea de corta duración… por ende toda revisión de la constitución o de la legislación electoral sería vana y dejaría margen, bajo una u otra forma, para caer en los mismos desvíos, si la voluntad manifiesta de la opinión y la inquietud del interés nacional no determinan una “reforma del espíritu público”.

Sería este estudio completo si Baudin le hubiera puesto alguna nota referente a la ironía de una república con títulos de nobleza. El Brasil al cambiar su forma de gobierno no dejó de pensar en esto, y fue previsor.


Creo que la justicia es poco más o menos lo mismo en todas partes. Y lo creo porque, habiendo visitado no pocas tierras, en parte alguna he oído que nada deje que desear. El punto es de lo más espinoso. Se comprende, siendo la justicia una virtud moral que manda darle a cada cual lo que le pertenece.

Aquí está la dificultad.

Hay tratados de legislación comparada. No los hay de justicia comparada. Qué libro curioso sería si alguien se atreviese a darlo a luz.

¿Sobre qué no se escribe? ¿Qué le está vedado al ingenio humano? Me detengo. ¿A dónde iría a parar si no me detuviera?

Pero no dejaré de observar que hay partes del mundo donde la cosa X es castiza en tanto que en otras es cosa de risa.

Un caso. El lord “chiep justice” y un jury especial de Londres han tenido que examinar hace poco una cuestión grave. El hecho era que una corsetera joven y bonita fue calificada de “máquina de cortar corsets”, y que considerándose perjudicada reclamó daños y perjuicios. Los jurados han pensado que la referida profesión implicaba cualidades intelectuales de observación, de dibujo, de gustos que no tenían nada de mecánico; y que, por tanto, tratar públicamente, por la prensa, de máquina a una artista femenina era causarle un perjuicio innegable. Y pensando así se le ha acordado a la señora Charlotte-Jeanne Connah, señora Lotty para sus clientes, 2500 francos de indemnización.

Con que así, jóvenes plumistas del Río de la Plata, despacito por las piedras cuando se vean ustedes en el caso de calificar una modista, joven y bonita sobre todo. Cierto que ahí no hay jurado para esto, ni otras yerbas, por ahora. Pero, con el precedente inglés y no faltando curiales, todo puede acontecer.


Definir el socialismo es casi tan difícil como será el hacerlo efectivo.

La definición tiene que ser vaga para respetar la diversidad de escuelas y la falta de precisión de sus doctrinas. El socialismo es una doctrina que pretende reorganizar la sociedad. No es nuevo. Es viejo como la sociedad misma. Unas escuelas quieren una cosa, otras casi lo contrario. El ideal de justicia para Karl Marx era este: nuestra doctrina puede resumirse en la siguiente proposición: abolición de la propiedad individual (¡sopla!).

Siendo esto así, y así es, no es difícil explicarse el resultado de las últimas elecciones municipales en las 36.000 comunas de Francia el mismo día y a la misma hora, lo que representa una agitación popular enorme.

Ese resultado es sumariamente que el partido socialista extremo, colectivista, por primera vez después de muchos años pierde terreno. En París sobre todo el elemento conservador ha prevalecido. Porque, hay que notarlo, no todos los candidatos triunfantes, que se han dicho socialistas, radicales socialistas, colectivistas, lo son. Pero, en la imaginación popular esas denominaciones están a la moda, y a los que solo buscan el éxito, el puesto, la pitanza, lo que mayormente les interesa es llegar.

Tal es y no otra cosa el “arribista” que en su fuero interno tiene esta divisa: para cambiar de disfraz nunca es tarde.


La Francia está en guerra con Marruecos. Ya tiene gastado algunos millones y sacrificado unos cuantos cientos de vidas. La guerra esa es hasta una inquietud internacional. Pues bien estos 35 millones de franceses más que de la guerra de Marruecos de lo que se ocupan es de una desgraciada que ha matado, ahogándolos parece, unas criaturas inclusive dos de sus propios hijos recién nacidos. ¡Horrible, monstruoso inaudito!

Hace quince días que no se oye hablar preferentemente de otra cosa. Los diarios rivalizan en la extensión minuciosa de su información. Que hay crimen no cabe duda. ¿Y entonces? Se buscan circunstancias atenuantes. Se quiere descubrir una célula en la que con el microscopio del biologista lea: irresponsable, loca.

Consultado Paul Bourget[8] sobre el caso llamado Jeanne Webber[9], he aquí su opinión, cabe en una uña:

–Yo, en estas materias tengo opiniones que no son las del día.

–¿Quiere Vd. manifestarlas?

–No tengo inconveniente con tal que no me pregunte Vd. más. Pienso que la sociedad en presencia de un delito o de crimen cometido debe desde luego juzgar los hechos y que la investigación de las atenuaciones patológicas debe ser muy excepcional. Pienso que donde hay delito o crimen, debe haber castigo; sobre todo que el que mata debe ser matado. Moisés iba más lejos, cuando un buey había muerto un hombre, el buey era degollado. Moisés era un psicólogo; mandando matar el buey homicida lo que entendía era esto: que la idea de asesinato fuera inseparable de la idea de “castigo”.

–Pero los médicos…

–Los médicos –termina el eximio novelista– no son magistrados.

Yo cierro el párrafo con el consabido y repetido “tempora mutantur”, para observar: que los romanos en el circo aplaudían frenéticamente cuando las fieras destripaban cristianos, y que ahora en la plaza de toros la multitud aplaude al primer espada que desnuca al bicho. Me quedo con los españoles. Es un progreso. La filosofía de ahora no es como la pagana que consideraba virtudes ciertos vicios.


Los motivos que nos determinan a proceder son siempre complicados, excepto cuando hacemos acto de abnegación espontanea o deliberadamente.


No sé si Vds. hallarán que hablo de demasiadas cosas a la vez en estas páginas hilvanadas sin conexión. Es probable que sí. No puedo expedirme de otra manera.

¿Por qué?

Porque así se me figura que estoy charlando con Vds. en una boca-calle, a cada paso interrumpido por algún amigo que pasa.

Es una ilusión. Ya lo sé. Pero si Vds. reflexionan un momento, verán que en este mundo (es el único del que puedo hablar con algún conocimiento) verán que más vivimos de ilusiones que de realidades. Por consiguiente, aumentar las ilusiones es embellecer la existencia en lo posible, esta existencia, hecha para nuestra felicidad, fuego fatuo dirá alguno ¡Ay de mí! Si tuviéramos más cabeza, o nos contuviéramos a tiempo, quizá lo alcanzaríamos.

En cuanto a Vds., los que me saben de memoria, cuántas veces no dirán: ¡si me parece que lo estoy oyendo!


  1. Ver nota al pie de PB.19.01.06 o índice onomástico.
  2. Ver nota al pie de PB.13.11.06 o índice onomástico.
  3. Andrew Carnegie (Dunfermline, Escocia, 1835–Lenox, Estados Unidos, 1919) fue un industrial, empresario y multimillonario estadounidense, oriundo de Escocia.
  4. Autor del libro Notre armee a l’oeuvre, aux grandes manœuvres. Paris: Hachette, 1908.
  5. Mansilla, Lucio V. En vísperas. Paris: Garnier, 1904.
  6. “Todo servilmente por la dominación”.
  7. Ver nota al pie de PB.11.04.06 o índice onomástico.
  8. Ver nota al pie de PB.18.03.08 o índice onomástico.
  9. Jeanne Weber (Keritry, 1874 – Mareville, 1910) fue una famosa infanticida en serie francesa, conocida como “la ogresa de la Goutte d’Or”.


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