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EL DIARIO

Viernes 23 de Octubre de 1908

DEL GENERAL MANSILLA


PÁGINAS BREVES

París, septiembre 25.

 

Lean ustedes esto y no perderán el tiempo.

Los nuevos reglamentos referentes a la “educación superior de niñas en Prusia”, son un signo significativo de los tiempos que alcanzamos, y no deben escapar a la meditación de los que se ocupan de tan grave asunto.

No hago sino extractar. Es mi método: tiene la ventaja sin dejar de ser sugestivo de ser menos aburrido que el que exige horas y horas de lectura.

El cambio introducido por el ministro del ramo, aprobado ya por el emperador y rey, hace ver cómo es que en Alemania procuran que las instituciones se acomoden, o concurran con las diversas condiciones sociales.

Es un paso muy deliberado trazado cuidadosamente, y las razones que lo explican y lo justifican están en el “preámbulo”, o considerandos del reglamento, o ley.

Son interesantes.

Una proporción creciente de niñas, en la clase media, y también en la superior, vese obligada a renunciar a la esperanza de satisfacer su vocación natural de esposa y madre.

¿Efecto de qué?

Del desarrollo rápido de la civilización moderna; del exceso de población femenina sobre la masculina; y de la declinación creciente de casarse en los hombres de la alta sociedad.

De ahí que se haya creído conveniente facilitarles a las niñas la oportunidad de prepararse para la carrera profesional.

A una cierta altura de la educación escolar, que normalmente se alcanza a los 13 años (allí), las discípulas, que hasta ese momento han seguido el mismo curso general, comienzan a diferenciarse.

Las que desean prepararse para la universidad entran en clases especiales y aprenderán el latín.

A los dos años de esta preparación, otra vez serán separadas en dos gremios, el moderno y el clásico; y a los 19 años habiendo pasado por el número requerido de clases, serán admitidas a matricularse en una universidad.

A las niñas que no aspiren a la universidad y a la vida profesional, se procurará darles la más completa educación posible.

Continuarán los cursos escolares ordinarios hasta el grado más alto, o hasta la edad de 16 años.

Después de esto podrán optar por uno de estos caminos.

Dejar la escuela, o continuar su educación en una de estas dos direcciones.

Las que quieran hacerse institutrices, o maestras, seguirán un curso especial de preparación, que durará 4 años, incluyendo uno de enseñanza y práctica. Las que simplemente deseen continuar su educación sin tener en vista un “objeto particular”, o estudio determinado, podrán seguir en un curso perfeccionado de instrucción progresiva, sobre cultura y artes domésticos.

Como se ve, la cosa es muy alemana por lo detallada y muy práctica a la vez.


El coronel alemán Goedke[1], escritor militar, que ustedes conocen por haberme referido varias veces a él, manifiesta su opinión crítica sobre las últimas maniobras, diciendo, en el “Berliner Tageblat[2]”, lo que más adelante se verá extractado, o al pie de la letra.

Se queja desde luego de los obstáculos puestos por las órdenes del estado mayor general a la tarea de los críticos militares independientes, que han querido seguir las maniobras imperiales.

En seguida se ocupa de la dirección de las maniobras, las que dice, poco han cambiado.

Solamente han perfeccionado el arte de hacer mover los “títeres” ante los espectadores, ocultándoles los hilos que desde el interior de las oficinas conducen todos los movimientos, a fin de hacerles creer que lo que se desarrolla sobre el campo de batalla es debido al concurso de las circunstancias y a la iniciativa de los jefes.

Esto es textual.

“La preocupación consiste en hacerle creer a la opinión pública alemana que nuestro estado mayor alemán es excelente; que las maniobras tienen un desarrollo genial; que nuestro ejército hace progresos extraordinarios. El público puede ser engañado, pero los iniciados perciben bajo todas estas exterioridades la mano más o menos hábil del director”.

El coronel Goedke hace en seguida esta observación: “Las tropas no aprenden nada con las maniobras; solo pueden hacer ver lo que han apremiado hasta ese momento”.

(Es mi opinión, y así debieran suprimirse por economía, dejándolos para excepcionales momentos).

Es la alta dirección, continúa, la que debe en primer lugar “aprender”; los jefes sabrán entonces darse vuelta en el estado actual de cosas.

Sería menester, por ejemplo, que se le ocultara a la tropa los secretos que inútilmente se ocultan hoy día a los diarios.

El hecho, termina diciendo, de que así se procede en Francia no es para mí un consuelo. Las maniobras francesas no tienen otro objeto que poner en práctica la teoría de los libros de enseñanza táctica. Nuestras maniobras alemanas tienen la pretensión de ser algo más que eso. Sería tiempo de que justificasen esa pretensión.


La junta que ha tiempo nombró el gobierno inglés para estudiar estos dos puntos: “loterías, avisos o publicaciones indecentes”, acaba de dar a luz un voluminoso informe.

Las loterías en el sentido legal estricto, como ustedes saben, prácticamente no existen en el Reino Unido. Pero el público es invitado mediante diversos expedientes de publicidad a comprar billetes de loterías extranjeras.

La junta ataca esa libertad abusiva, lo mismo que todo cuanto se traduce en incitación, o vehículo para apartarse de las reglas prescriptas por la moral social.

La campaña de la prensa es a fondo. El “Times[3]” y otros repiten: “Solo el que viva soterrado en un claustro puede ignorar que las loterías son un gran mal; y en cuanto a los avisos y libros obscenos, “mutatis mutandis”, el coro de “¡basta!” es universal. A tal punto se quiere acabar con la venta de billetes de lotería, que en un país de tanta libertad como Inglaterra no faltan quienes aconsejan: “que el director de correos sea autorizado a abrir todos los paquetes de cartas sospechosos de contener billetes de lotería extranjeros”.

En cuanto a las exhibiciones fotográficas y máquinas estereoscópicas, que la policía las persiga así como a las librerías que venden indecencias.

Es el grito unánime, pidiendo a la vez penas severísimas. El asunto visto el gran informe de la junta, irá al parlamento en cuanto éste se reúna.


Todo dolor es instructivo, y ¡tanto miedo que le tenemos!


El congreso eucarístico de Londres me sugiere una reflexión.

¿Por qué es menester defender siempre el cristianismo?

Porque su doctrina levanta en el alma humana una hostilidad irreductible que no depende ni del tiempo ni de una raza, ni tampoco de los escándalos a que pueden dar lugar los que la enseñan. No. Esa hostilidad proviene de las exigencias fundamentales de su naturaleza y de la sumisión que reivindica respecto de la persona moral de sus discípulos.

Su doctrina es, en efecto, una revelación que impone humildad con la aceptación del misterio y la mortificación con la práctica de sus preceptos.

El “Sicambro[4]” no quiere inclinar la cabeza, su razón levanta objeciones contra la doctrina, al mismo tiempo que sus pasiones se rebelan contra la austeridad de la moral; y explota las faltas de conducta de su catequista para eximirse de obedecerle.

Es menester pues que el catequista se defienda, que refute y que edifique a perpetuidad.

De lo contrario, es decir, ¡ay de él!, si resulta inferior a su grave cometido. Todo un pueblo puede sustraerse a su influencia evangélica. Hay ejemplos, la Alemania del Norte y la misma Inglaterra en el siglo XVI.


He leído con real interés este libro “Transfusión[5]”.

Y con cuidado, lápiz rojo en la mano para marcar lo que llamara mi atención.

Puedo hablar de él concienzudamente.

Voy a ello.

Mas antes reciba el autor mis expresiones de reconocimiento por haberse tomado la molestia de remitírmelo.

No sé si seré completamente imparcial.

Tengo por todo el que lleva este apellido “Vedia” una afición predominante, un flanco.

Es una herencia.

Mi padre, siendo gobernador de Entre Ríos, tuvo de ministro a un Vedia[6], hombre de espada y de letras distinguido.

Fue esto cuando se dictó en nuestra tierra la primera constitución en el orden cronológico.

Colaboraron en ella hombres de saber muy adelantados para su época; pero que en cualquier momento histórico habrían figurado con brillo.

Tenían talento.

Se llamaban los principales Agrelo, Vedia, Oro. En la excelente historia de Saldías[7] está el detalle imparcial del cuadro animado de aquella página.

Sigo con los Vedia.

Fui amigo del general Julio de Vedia[8], camarada amable, inteligente, ilustrado, soldado impetuoso, y uno de los hombres más virtuosos que he hallado en mi camino. Su mujer era una prenda inestimable, digna del caballero cuyo nombre llevaba[9].

He querido y quiero mucho a Juan Cancio, ya padre conscripto con canas. ¡Cómo pasan los años! Me parece que fue ayer cuando en mis “Estudios Morales o sea el Diario de mi vida[10]”, veintitantos años atrás, yo escribía: “Juan Santos (pseudónimo de Mariano de Vedia[11], creo), es un niño. Hoy escribe sobre el suicidio en “La Nación”. El miedo contendrá el torrente que él teme se desborde, el miedo de renunciar a los usos materiales de este mundo y el temor “del viaje a ese país desconocido de donde ningún viajero vuelve”.

Una confidencia ahora que he tenido tiempo de reflexionar.

Hay en esas mis páginas sapos y culebras que querría suprimir. ¿Cómo? “Verba volant scripta manent[12]”. Imposible. Lo escrito es indestructible.

Viene después toda la serie de “Vedias”, grandes y chicos, que conozco directa o indirectamente, que conozco de nombre o de vista (no se acaban, son legión), y todos ellos y cada uno de ellos, piensen como piensen, me son simpáticos, por la razón suficiente apuntada al principio. No hay qué hacer. Son misterios del alma.

Y todos ellos, “ainda mais[13]”, tienen la palabra fácil y son escritores natos.

Curioso fenómeno cuya célula hereditaria no tengo aquí elementos de juicio bastantes para investigar de qué rama de la genealogía familiar traerá su origen.

Curioso fenómeno, sí; porque no son solo los hombres los que tienen el don de escribir con galanura sino las mujeres.

Yo he tenido en mis manos muchas cartas de Delfina Mitre[14] madre –la hija del mismo nombre, Drago por alianza, no le va en zaga–, cartas que eran modelos de correspondencia familiar, enterándolo a nuestro don Bartolo[15] cuando lidiaba en el Paraguay de todo cuanto al estadista, al guerrero y al padre de familia podía interesarle. ¡Y qué bien conversaba la egregia dama! ¡Y cómo con su salón lo completaba a su marido, principalmente cuando los negocios públicos, siendo presidente, lo absorbían!

Para todos tenía una sonrisa, una mirada, un gesto amable de esos que le hacen a uno pensar: ¡encantadora!

Ella me trae a la memoria lo que escribía Michelet[16] con su colorido pincel admirable sobre la mujer de Condorcet, en “Les femmes de la Révolution[17]”…. fueron dignas de ser amadas estas mujeres, dignas de ser confundidas por el hombre con el ideal mismo, la patria, la virtud… “dejadlo”, decía ella, “dejadlo, que siga su destino” (y Mitre, mortalmente herido en la frente, no moría).

“Así ellas han consagrado gloriosamente el matrimonio y el amor alzando la frente fatigada del hombre en presencia de la muerte, infundiéndole la vida todavía, introduciéndolo en la inmortalidad.”

Por eso, lo repito aquí, lo que más amó Mitre en el mundo fue su Delfina.

Ya se escribirá la vida de esta y otras matronas ejemplares, y los que vengan en pos nuestro “lamentarán, según la misma expresión de Michelet, “el no haberlas visto…”.

¡Y de esa manera quedarán asociadas, en nuestros corazones como sueños del alma siendo tipos memorables de eterno amor!

De lo dicho tiene que deducirse, y se deduce, barrunto, que “Transfusión” es un libro de estructura argentina, bien hecho.

No voy a detenerme en analizar la trama, el argumento. Sería largo. Y me expondría a dar de ello una idea incompleta. Mejor es leerlo.

Está escrito con facilidad, el diálogo se encadena, corre, fluye, y las páginas se siguen sin monotonía, pintando escenas animadas que solo se prestan a tal cual tilde.

Nuestra lengua castellana es bastante rica; los americanismos, los neologismos, aumentan considerablemente el caudal de sus modismos.

Pero por esto mismo, conviene no abusar de las adaptaciones que llamaré afrancesadas; ni tampoco “forjar palabras para expresar fenómenos innominados”.

No exijo de nuestros escritores, veo la paja en mi ojo, un purismo cervantesco o académico. Y si admito “el uso” y de él me sirvo, saturado como estoy de esa atmósfera criolla, pienso que hay, en cuanto sea posible, que rehuir sus tentaciones gramaticales.

Si el joven autor Enrique de Vedia[18] toma en cuenta estas mis someras observaciones e indicaciones, no me cabe duda de que ha de rayar muy alto en lo nuevo que al lector argentino le ofrezca.

De lo contrario sus producciones solo conseguirán dominar el radio de un terreno local, siendo de difícil y casi imposible traducción. Es decir, un obstáculo para su difusión. Hablo con alguna experiencia. Mi libro “Una excursión a los indios ranqueles” tiene páginas, no pocas, que por ser genuinamente americanas, no son traducibles. Habría que desfigurarlas.

Es lo que se le tacha a Rudyard Kipling, por otra parte escritor eminente, para ingleses sobre todo, o para los que esta lengua dominan.

Con esto y una plumada más voy a rematar el párrafo.

Siga este Vedia cultivando el género de “Transfusión”, género eminentemente argentino; siga combatiendo en la forma y modo en que lo hace, los desencantos de jóvenes seniles, (viejos antes de tiempo), el escepticismo desesperante de tipos como Melchor, forma amena y modo eficiente. Pero esquive los galicismos, como “sensiblerías ridículas”, y créamelo con las energías (su vocablo favorito) que revela ya, no han de pasar muchos lustros antes de que sin falsa modestia pueda exclamar: Anch’io sono pittore[19].

O en una paráfrasis más expresiva como que no es mía sino imitado de un elegantísimo escritor de España.

Así pues, si el novel autor huye los peligros que van apuntados con la conveniente discreción, en el uso de la “fraseología”, le prometo que podrá en breve emular la gloria de los escritores más expertos y encanecidos en el oficio. Ora cultive en las aulas del arte de la elocuencia, ora se prepare a la profesión de la de la cátedra, bien trate de abogar por causas ajenas, bien de volver por la propia, sea que aspire a colaborador de revista, sea que ensaye la pluma en artículos de periódico, ya le llame a la tribuna la votación popular.

Concluyo con Balzac alguna vez: “Excusez les fautes du copiste[20]”.


Una dama de mi más estrecha intimidad que en este momento está en Londres, me escribe:

“Ayer me mostraron el cochero más viejo en el servicio activo de la compañía de ómnibus a caballo.

Este nene cumplió en noviembre de 1907, su jubileo de oro, 50 años de servicio; tiene ahora 84 años y sigue trabajando como cualquier joven.

Se llama Tom Kirby.

Los “conductores” de estos ómnibus trabajan 14 horas por día, teniendo solo una hora para comer.

Ganan 5 chelines y 6 peniques por día, o sean 47 francos y 50 centésimos por semana (como se ve la señora sabe contar).

Los cocheros tienen las mismas horas de trabajo pero ganan siete chelines más por día.

Tom Kirby por su aspecto promete sacarle la oreja al siglo”.


Se necesita más valor para mostrarse moderado entre los violentos, que violento entre los moderados.


Leo en “Le Figaro[21]” con motivo del incendio de Gutenberg, o sea, la casa central del teléfono:

Se ha hablado mucho desde ayer de esta “parafina” cuya combustión infestaba el aire durante el incendio; y algunos lectores se han quizá preguntado qué es en resumidas cuentas la parafina.

(Ha de haber sido así).

No es en efecto un producto muy antiguo. Los químicos no lo conocían en 1834. Fue descubierto en esa época en el alquitrán de la haya. Después se le sacó de la turba de los esquistos bituminosos, en el petróleo y en la destilación de diversas maderas. Se le halló al mismo tiempo en la naturaleza, en la Europa Oriental y en los Estados Unidos, donde la parafina tomó el nombre de “ozokerite” o de “cera fósil”.

Sea cual sea el origen y el modo de fabricación, la parafina se aplica a usos muy diversos. Los ingleses la emplean mucho en forma de “bujías” etc., etc.

La parafina en el teléfono sirve, pues, de envoltura protectora de los cables y esto explica por qué había tanta provisión de ella en los almacenes del Gutenberg.

Agreguemos, sigue “Le Figaro”, que la parafina se emplea en industrias para fines menos honestos: ¡sirve para fabricar la falsa cera de abejas!

El señor Ruau[22], ministro de agricultura y autor de la ley contra los fraudes alimenticios, ¿sabe esto último?

(La interrogación en esa forma es casi un no).

Bueno, para no ser muy largo les diré a ustedes que las dudas de “Le Figaro” sobre los conocimientos químicos del ministro Ruau me han hecho acordar del ya finado Tagle[23], diputado y perpetuo presidente de la comisión de presupuesto, el cual nunca alcanzó a descubrir en sus cavilaciones de hacendista el más mínimo déficit. ¡Qué digo! ¡Pobre Tagle! Su manía era el “superávit”.

Informando una vez sobre la tarifa de avalúos (en la que no pocas anomalías se encierran), decía:

“La parafina” pagará tanto…”.

A uno de sus colegas, era como “alter ego”, se le ocurrió: “Si yo no sé lo que es parafina, ¿lo sabrá Tagle? E interrumpiéndolo, le preguntó:

–¿Qué es parafina, señor diputado?

Tagle se sintió enredado en las cuartas…

–¿Es substancia animal, vegetal o mineral?

Se pasó a cuarto intermedio.

Cuando volvieron al recinto, continuando la sesión, toda la cámara había descubierto en el diccionario qué era parafina.

“Et voila”. Todo se repite, si es que “Le Figaro” ha dado en el clavo.


  1. No hemos hallado aún información asociada a este nombre.
  2. Ver nota al pie PB.30.05.06 o índice de publicaciones periódicas.
  3. Ver nota al pie de PB. 08.03.06 o índice de publicaciones periódicas.
  4. Dicho de una persona: De un pueblo que habitó antiguamente en la Germania septentrional, cerca del Rin, y después pasó a la Galia belga, donde se unió con los francos. Diccionario de la RAE: https://dle.rae.es/sicambro.
  5. Vedia, Enrique de. Transfusión. Buenos Aires: G. Mendesky, s/f. (Figura en la Biblioteca Nacional. Probablemente haya sido publicado en 1908, dado que Mansilla solía comentar novedades literarias. Hay también otra edición en la BNMM, de 1914, editada por “Imprenta de la Nación”.
  6. Probablemente se trate de Nicolás de Vedia (Pedro Nicolás de Vedia y Ramallo, su nombre completo): (Montevideo, 1771–Ib., 1852) fue un militar argentino-uruguayo que participó en las Expediciones Libertadoras de la Banda Oriental y de la guerra civil argentina. Padre de Delfina de Vedia y Pérez, esposa de Bartolomé Mitre, a quien Mansilla se refiere aquí, unas líneas más abajo. (Extractado de Cutolo, Vicente, Nuevo diccionario biográfico argentino, Ed. Elche, Bs. As., 1968-1985).
  7. Adolfo Saldías (Buenos Aires, 1849–La Paz, 1914)​ fue un historiador, abogado, político, militar y diplomático argentino. Participó activamente en la Revolución del 90 y fue uno de los primeros en entrar al Parque de Artillería, junto a Leandro Alem, siendo detenido y desterrado a Uruguay. Fundador de la Unión Cívica Radical en 1891, volvió a ser parte de una insurrección armada en la Revolución de 1893, siendo detenido, encarcelado en Ushuaia y desterrado a Uruguay. En 1881 publicó su primera versión de lo que en 1888 se convertiría en su obra maestra: Historia de la Confederación Argentina. Entre sus obras, se cuentan: Ensayo sobre la historia de la Constitución Argentina (1878), Historia de Rosasluego retitulada Historia de la Confederación Argentina (1881/1883)–, Bianchietto, La patria del trabajo (novela, 1896), La Evolución republicana durante la Revolución Argentina (1906), Papeles de Rozas, (1906-1907). (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/71403577).
  8. Julio de Vedia (Buenos Aires, 1826 –Buenos Aires, 1892) fue uno de los hijos del matrimonio de Nicolás de Vedia (ver nota 3) y Manuela Pérez Castallano y Pagola. Hermano de Delfina de Vedia y Pérez y, por lo tanto, cuñado de Bartolomé Mitre. (Extractado de Geneanet: https://bit.ly/3iwBSSy).
  9. Se refiere a Lastenia del Carmen Videla Díaz, con quien contrajo matrimonio en Montevideo en 1850. (Extractado de Geneanet: https://bit.ly/32vnKDE).
  10. Mansilla, Lucio V. Estudios Morales o sea el Diario de mi vida. París: Richard, 1896.
  11. Creemos que se refiere a Nicolás Mariano de Vedia y Mitre, nacido en 1852 (sin fecha de muerte). (Extractado de Geneanet: https://bit.ly/2ZCIY0z).
  12. “Las palabras vuelan, los escritos permanecen”.
  13. “Aún más”.
  14. Mansilla se refiere aquí a la esposa de Bartolomé Mitre (asignándole el apellido de casada y suprimiendo sus apellidos de origen): Delfina María Luisa de Vedia y Pérez Castellano, madre de Delfina Mitre y Vedia de Drago. (Extractado de Geneanet: https://bit.ly/2ZEovIJ).
  15. Bartolomé Mitre (1821–1906).
  16. Ver nota al pie de PB.16.04.07 o índice onomástico.
  17. Michelet, Jules. «Les Femmes de la Revolution». En Œuvres complètes. T. 39. Paris: 1898. Disponible en línea: https://bit.ly/3mkB1a3.
  18. Enrique Baltazar de Vedia Videla (Buenos Aires, 1867- Buenos Aires, 1917). No hemos hallado información biográfica del autor. Al parecer, además de la novela que comenta aquí Mansilla, Transfusión, habría publicado Jalones, bajo el sello editorial de los hermanos Coni, en Buenos Aires en 1904. (Extractado y adaptado de VIAF: http://viaf.org/viaf/215014145) y de WorldCat: https://bit.ly/3khX6nI).
  19. “Yo también soy pintor”.
  20. “Disculpen los errores del copista”.
  21. Ver nota al pie de PB.16.03.06 o índice de publicaciones periódicas.
  22. Joseph Ruau (1865 –1923) fue un abogado y político radical francés, ministro de agricultura desde 1905 hasta 1910. Su gestión es recordada, sobre todo, por su promoción y fomento de las cooperativas agrícolas. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/185206722).
  23. Tal vez Mansilla se refiere aquí a Carlos Tagle (Ciudad de Córdoba, 1840 – Buenos Aires, 1901), abogado y político argentino del siglo XIX. (Extractado de: https://bit.ly/3kf9nJK).


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