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EL DIARIO

Miércoles 15 de Abril de 1908

DEL GENERAL MANSILLA


PÁGINAS BREVES

París, marzo 20.

 

Es tan fácil no hacer un libro que cuando me cae a la mano alguno hecho por alguien que conozco de cerca, o de lejos, lo primero en que pienso, si está bien hecho, es esto: lástima no tenerlo a tiro de ballesta al autor para decirle fuerte: ¡bravo! ¡Haga Ud. otro!

Me hallo en ese caso, y el causante, como dice la fórmula curial, es un santafecino, cuyos padres conocí en mis mocedades. Vivían en la plaza del histórico Cabildo de Santa Fe; siendo gobernador el general don Juan Pablo López. Eran muy bondadosos y hospitalarios. Los recuerdo con gratitud por la amabilidad con que me trataron. ¡Que no vuelvan esos tiempos! Se me figura, ahora, después de tantos años, que estoy aspirando el suavísimo perfume de las diamelas y jazmines santafecinos; que veo los naranjos casi seculares cargados de óptimos frutos; y hasta me parece que me apresto para irme a bañar en “el Campito”, que quedaba tras del colegio de los jesuitas.

¡Cómo ha cambiado todo eso! Ya no reina el silencio por aquellos pagos, silencio poético, que la fiebre del progreso –ese minotauro del que aunque todo lo devore no podemos prescindir, según lo ha dicho una americana del norte– interrumpe sin tregua conmoviendo el suelo con el desfilar estridente de las locomotoras, al son del incesante de los cornetines destemplados de los tranways.

Pero, ¿de quién está Vd. hablando? dirá el lector. Allá voy. El hijo de aquellos mis amigos se ha hecho hombre notorio, como que ha sido ministro provincial y diputado al congreso.

Tuve el gusto de hacer últimamente un viaje de acá para allá con él, y más de una vez casi me hizo reventar de risa, con su chispa anecdótica.

Se llama –para no hacer penar tanto la natural impaciencia del lector– Carlos A. Aldao, y ha escrito un libro de viajes con este título: “A través del mundo”[1], título que no es ponderativo sino una expresión concisa y comprensiva de un hecho, de una verdad.

Esta clase de libros no se describen. Hacerlo sería volver a hablar de España y Portugal, de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de Rusia, para decirlo todo de una vez: de las cuatro principales partes del mundo, y todavía de la guerra ruso-japonesa en vísperas de estallar; todo ello en un estilo fácil, corriente, sin gordura retórica y con “mucho músculo”, como diría Gomes de Baquero.

Carlos A. Aldao sabe mirar en la dirección debida; sabe ver como es debido; sabe observar como corresponde; y lo que es tan difícil, acierta siempre a combinar en su paleta los colores que le dan realce a sus cuadros.

Si yo tuviera la suma del poder público ahí (¡qué cosas no haría!), una de mis primeras medidas consistiría en tenerlo viajando a Carlos A. Aldao, bien rentado naturalmente, que bueno es un pan con un pedazo. Pero con esta expresa condición: que a cada vuelta nueva del mundo diera a luz un volumen como el que con tanto placer he leído. “Bis repetita placet”.


Mi amigo, el académico Maurice Barrés[2], como tantísimos otros hombres de letras, no quiere que los restos de Zola vayan a reposar en el sancta santorum de la inmortalidad histórica.

Pero las cámaras han votado fondos copiosos para llevarlos al Panteón, y, allá irán; y si los presentes no se entienden bien, puede ser que se entienda la posteridad.

Dice Maurice Barrés, en resumen, hablando de “Emile Zola como literato”: Nada le debemos a la obra de Zola, que eternamente nos ha dado horror cuando no nos ha hecho bostezar… Zola es un éxito de librería colosal, si se quiere; pero no es una gloria de las letras. Sus editores, sus impresores, sus encuadernadores, sus libreros serían unos ingratos si rehusaran hacerle cortejo.

¡Pero nosotros! Dejadme reír.

Yo combatiré mañana su apoteosis (es, como ustedes saben, diputado, y se trata de votar más fondos, no bastando los ya votados), y mi calidad de escritor, lejos de cohibirme, me sostendrá; porque el tal Zola (que reconoce era un buen sujeto), solo encarnaba, a mi entender, un grosero habilidoso de influencia degradante”.

Más claro echarle agua.

Yo me he dormido leyéndolo; pero interrogo mi conciencia, ya madura, y confieso que nada he aprendido en él; a no ser algo parecido a los efectos que producen ciertas hierbas como el ají “cumbarí”.

No creo, sin embargo, como Maurice Barrés, que donde Zola halló su pornografía fue en su corazón, o, peor aún en el cálculo.

Tuve hace algunos años algún contacto intelectual con él. Oyéndolo, varias veces se me ocurrió que era una naturaleza contradictoria o, como diría el mismo Maurice Barrés, “un instrumento de una sensibilidad especial”.

Concluye Maurice Barrés con esta frase: “Es un gran problema el saber dónde comienza la inmoralidad en literatura. Grandes artistas han cantado el placer con gracia y con gusto… nunca nos han deprimido ni envilecido…”.

No me parece tan arriesgada la respuesta: la inmoralidad en literatura comienza allí donde el soplo del autor no alcanza a “animar un héroe”.


Parecen conejos y son alemanes.

Vean ustedes.

El crecimiento de la población en Alemania, según los últimos datos, ha sido en 1907 mayor que en 1906. El exceso de los nacimientos sobre las defunciones se cifra en 910.275. En 1906 solo alcanzó a 792.830. Este aumento sorprendente no proviene tanto del crecimiento del número de nacimientos cuanto de la disminución de la mortalidad.


Para hacerme entender mejor, conviene, me parece, que antes de proseguir con lo insinuado en mis letras del 9 les diga a ustedes qué era lo que Fustel de Coulanges[3] escribía sobre el socialismo antiguo.

Les ahorraré así a ustedes el trabajo de leer “La cité antique”. En estas horas de información eléctrica el libro toma mucho tiempo. Para eso está pues la prensa diaria, para resumir, para condensar casi en abreviatura lo que la incansable curiosidad moderna necesita, en general, como pasto intelectual.

Dice Fustel de Conlanges en su admirable libro: “El pobre tenía (en Roma), la igualdad de derechos, pero seguramente sus sufrimientos diarios le hacían pensar que la igualdad de las fortunas era bien preferible. Por consiguiente no fue tanto lo que tardó en observar que la igualdad que tenía podía servirle para adquirir la que no tenía y que, dueño de los sufragios, podía llegar a ser dueño de la riqueza. Comenzó por querer vivir de su derecho de sufragio; se hizo pagar para asistir a la asamblea o por juzgar en los tribunales… Vendía su voto, y como las ocasiones de votar eran frecuentes, podía vivir… Estos expedientes no bastaban, el pobre usó de medios más enérgicos. Organizó una guerra en regla contra la riqueza. Esta guerra se disfrazó desde luego de las formas legales; se hizo pesar todos los gastos públicos sobre los ricos; se les agobió de impuestos… Se multiplicaron las multas en los juicios, se pronunció la confiscación de los bienes por las faltas más leves. ¿Se puede decir cuántos hombres fueron condenados al destierro por solo la razón que eran ricos? La fortuna del desterrado iba al tesoro público, de donde se escurría, después en forma de triobolo para ser repartida entre los pobres…

En épocas anteriores se había respetado el derecho de propiedad, porque tenía por fundamento una creencia religiosa. Pero en la época a que las revoluciones nos han conducido, esas viejas creencias son abandonadas, y la religión de la propiedad ha desaparecido. La riqueza no es ya un terreno sagrado e inviolable; ya no parece un don de los dioses, sino del acaso, se anhela apoderarse de ella despojando al que la posee, y ese anhelo que en otro tiempo habría parecido una impiedad, comienza a parecer legítimo. No se ve ya el principio superior que consagra el derecho de propiedad; cada cual solo siente su propia necesidad y por ella mide su derecho. Resultaba de ahí que la mayoría de los sufragios podía decretar la confiscación de los bienes de los ricos y que los griegos no veían en ello ni ilegalidad ni injusticia. Lo que el Estado había dicho era el derecho”.

Esta ausencia de libertad individual fue una de las causas de las desgracias y desórdenes de Grecia. Roma, que respetaba un poco más los derechos del hombre, sufrió por eso menos.

Creo que no se necesita mucha letra menuda para sacar en limpio, que tal como ciertas escuelas socialistas van empujándonos, más cerca estamos del precipicio que de la tabla de salvación; y por eso vengo sosteniendo que, más que políticas, las cuestiones gubernativas son de un orden social.


El general Bonnal, cuyos escritos militares tanto llaman la atención y enseñan, dice en su cuarto de estudio “Cuestiones de actualidad militar”: “las grandes maniobras alemanas de 1906 demuestran que este ejército constituye un cuerpo elástico movido por un cerebro poderoso, que vale sobre todo por sus generales; pero que en igualdad de condiciones de mando las francesas resultan mejores tropas que las alemanas.

Estamos, como se ve, siempre en lo mismo. Las máximas de Napoleón, siendo las que prevalecen. La dificultad consiste en hacer buenos jefes.


Las mujeres poseen el arte de escribir billetes lacónicos de admirable sencillez, y cuando formulan un pensamiento dicen cosas exactísimas que, como esta, hacen meditar: “Yo solo le temo a lo que amo”.


Acabo de visitar una escuela. Adivinen ustedes de qué. Se los diré para que no se rompan la cabeza: Una escuela de “perros”.

Les enseñan a ser políticos[4]; a saludar a las visitas, saltando, moviendo la cola, ladrando. Cuando la visita se va, deben acompañarla y decirle: ¡adiós! en la puerta, agitando la cola y rozando la cabeza en el suelo. Muchas otras monadas les enseñan, como recoger un pañuelo y entregárselo al dueño. Y, según dicen, los maestros están ensayando un método para hacerlos hablar en una especie de “Volapuk” aullado, y escribir después, con signos cubitales, no prestándose las patas caninas a trazar formas minúsculas. Por supuesto que esta escuela nada tiene que hacer con la educación de los perros policiales, de raza belga, que continúan haciendo proezas.


No sé quién ha escrito que el que inventó las dedicatorias no pudo ser sino un mendigo. ¡Cómo no responder, en efecto, amablemente a una dedicatoria lisonjera! Pero lo que sí sé es que las dedicatorias suelen correr la misma suerte que a la generalidad de las fotografías les está deparada: se traspapelan, se ensucian, desaparecen entre el polvo.

Después de haberlas recibido y analizado, con agrado hallándolas más o menos parecidas, con las orejas o las narices más o menos pronunciadas, ese es su destino, salvo contadas excepciones.

Conozco gente que colecciona fotografías con furor, y libros que no leen; fotografías que, con dedicatoria y todo, nacen, diré, condenadas al olvido.

Toda una historia de inconsecuencias, de decepciones, de ingratitudes, reemplazando esto a aquello, se contiene, a veces, en el cambio, o eliminación, de una fotografía por otra.

Me sugieren estas reflexiones, un tanto desabridas, unas palabras de Alfredo de Vigny[5], de su puño y letra puestas en un volumen de sus obras, 2a. edición, rara y cara, que compró no ha mucho, mi mujer, en una de las grandes librerías de viejo, que bordan la orilla izquierda del Sena.

Estas letras del gran escritor son un eco del alma, y es una prima el objeto predilecto en cuyo corazón debía vibrar la dulce repercusión.

No pensó seguramente el autor, tan vigoroso cuanto sentimental, de “Grandeza y servidumbre militar[6]” (traducido por mí cuando era capitán del 20 de línea), de “Cinq Mars[7]” y tantas otras bellezas que tal sería el fin de su dedicatoria a Mary Diana Bunber.

¡Y quién sabe! Sí, ¡quién sabe! Porque en la misma portada de “Chatterton[8]” ya el poeta había escrito: “Despair and die”. ¡Qué triste lamento!: “desespera y muere”.


No se riñe por lo que es discutible. Se riñe por razones de buen o mal gusto. O se riñe por modos distintos de ver las cosas.


  1. Ver nota al pie de PB.13.03.08 o índice onomástico.
  2. Ver nota al pie de PB.23.03.06 o índice onomástico.
  3. Ver nota al pie de PB.03.05.06 o índice onomástico.
  4. Anglicismo por “polite”: educado.
  5. Ver nota al pie de PB.30.04.06 o índice onomástico.
  6. De Vigny, Alfred. Servitude et grandeur militaires. Paris: 1835.
  7. De Vigny, Alfred. Cinq Mars. Paris: 1826.
  8. De Vigny, Alfred. Chatterton. Paris: 1835.


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