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EL DIARIO

Miércoles 10 de Junio de 1908

DEL GENERAL MANSILLA


PÁGINAS BREVES

París, mayo 16.

 

Guglielmo Ferrero[1], el que fue nuestro huésped el año pasado, suele escribir en “Le Figaro[2]”.

Ustedes lo han oído, agasajado, aplaudido.

Es un investigador de historia romana distinguido, no hay duda.

Joven todavía, tiene mucho porvenir prometiendo no poco.

Pero, lo diré cuanto antes, no sea que se me pase por alto afanado como ya estoy en reducir esta página a la menor expresión posible: padece de lo que llamaré sistomatismo filosófico, en lo que se refiere a lo antiguo, y del “parti-pris[3]”, quizá, de no ver las cosas modernas como la generalidad.

¿Tendrá lentes especiales? ¿Será él el que ve derecho y los otros tuerto?

Confieso que oyéndolo alguna vez aquí, y ahí en Buenos Aires, me he dicho: no, no es así, pensando en el viejo sofisma muy conocido de cierta escuela, el consistente en dar por solución de un problema lo que se enuncia, y en contestar a la cuestión por la cuestión misma.

¿Oiría mal?

¿Por qué no?

Es frecuente oír mal cuando se piensa y se cree de distinta manera.

Días pasados escribió sobre “Racine et l´histoire romaine” a propósito de las conferencias de Jules Lemaître[4].

Hallaba que éste y el gran poeta habían visto mejor que Tácito a la que conocemos por Agripina, calumniada en su época, y decía así: “Él se ha acercado más a la verdad que Tácito, y en definitiva, aunque poeta del siglo XVII, en esta parte, ha sido mejor historiador que el senador romano del tiempo del imperio”.

Antes ha dicho: el señor Lemaître piensa que Racine le ha quitado a la figura de Agripina los rasgos odiosos, sobre todo el incesto, no por timidez, sino por pudor.

En cuanto a él, Ferrero, su opinión es esta: no es verosímil que una mujer cuyas costumbres, hasta su casamiento con Claudio, elogia el mismo Tácito, así tan de repente se transforme.

¿Y por qué no?

¿Hay acaso en la vida una hora fija para la caída?

¿No hay vidas que empiezan “simulando”, que acaban “disimulando”, como diría Maquiavelo, y cuyo misterio psicológico y fisiológico la muerte revela porque no se tuvo la precaución de romper ciertos papeles?

¿Y el casamiento con Claudio es por ventura un argumento en favor de la que, dos veces viuda, iba a ocupar otra vez el tálamo vacío de Mesalina?

“Qui se ressemble, s’assemble[5]”.

Me quedo con mis informaciones, cristalizado quizá en el error, o en el propósito deliberado de Tácito, que, según Ferrero, “ha oscurecido y alterado la verdad haciéndose eco de las maldades que el odio social atribuía a la familia de Cesar”.

Pasando de lo viejo a lo nuevo, consagra Ferrero un artículo a la Academia brasilera de bellas letras.

Página elogiosa en honor de varios hombres notables de aquel gran país, de todo corazón me asocio al homenaje que se les tributa.

Comienza diciendo “que el nuevo mundo (excluyendo los Estados Unidos), no se limita a cultivar tierras, a sembrar trigo, a criar ganados, a hacer “empréstitos o revoluciones”. Procura también imitar de la Europa ciertas instituciones históricas destinadas entre nosotros a conservar la cultura intelectual”.

Sigue, y agrega que si al principio su primera impresión fue contraria a la fundación de esta academia, su opinión ha cambiado y ¡loado sea Dios! después de haber podido estudiar de cerca la institución y la sociedad que la ha creado.

Cita varios amigos míos todos ellos eruditos, elegantes escritores, u oradores de alto vuelo. Los elogia. Es justicia merecida y me place. Quizá sirva de estímulo para que en el Plata pensemos en eso mismo, en vez de “hacer empréstitos o revoluciones” como lo atilda Ferrero, y no en el amplio sentido de la frase sino al pie de la letra.

Claro está que esa observación, teniendo el cuño de tan visible escritor, no puede ser el fruto de lo que vio y cosechó mientras estuvo en Buenos Aires y en Río Janeiro de paso, y apurado, como casi siempre se hacen ahora estas excursiones para descubrir el vellocino de la América del porvenir.

Pero en la hipótesis de que así no sea pienso yo y ustedes conmigo, y conmigo pensará todo aquel que no mire el panorama físico y moral, y cuanto en él se agita, con preocupación preconcebida, que no somos nosotros los sudamericanos los únicos que hacemos empréstitos o revoluciones.

La última de Portugal basta y sobra para comprobarlo, sin necesidad de evocar con detalles la tragedia en que muere a puñaladas la malhadada reina Draga.

No tenemos en América catástrofes semejantes.

¿Será la índole indiana, con sus mezclas tan variadas menos adustas que la de estas razas que no remuevan, alterándola, su sangre secular?

¿Y lo otro?

La vida de todos los estados europeos, fenómeno moderno curioso, nacido con el “crédito”, ¿acaso no se consume haciendo empréstito, ya para obras de utilidad pública, ya para asegurar la paz, dicen, aumentando los armamentos hasta hacer crujir la espina dorsal del contribuyente?

Ha observado también Ferrero que leemos demasiado los tratados de derecho internacional europeos… y que de ahí resulta una contradicción entre la doctrina y la práctica, etc., etc. Las razones que aduce no caben dentro de mi marco aunque no sean largas. El hecho no va. Me basta pues refutar la afirmación negando la mayor.

Lo que tengo premura en decir es que Ferrero parece ignorar que ha sido la América del Sud la que inauguró el método preconizado por un sabio ministro de su propio país bajo el reinado de Víctor Manuel; por Mancini[6].

Pudimos de esa manera nosotros, los tan mal tratados, realizar un ideal internacional.

La República Argentina fue la que invitó y, con ella, la hermana del Uruguay.

Y el 25 de agosto de 1888, se reunió en Montevideo un congreso que duró hasta el 18 de febrero de 1889[7], poniéndole su sello a siete tratados entre los principales Estados de la América del Sur para la solución de los conflictos en materia de derecho civil, de derecho comercial, de propiedad literaria y artística, de derecho penal, de procedimiento civil, de marcas de comercio y de fábrica, de patentes de invención.

Igualmente, y con todo laconismo lo diré, no me parece que Ferrero se ha penetrado del espíritu y tendencias de nuestras instituciones libres.

Saturado de romanismo olvida que muchas palabras han cambiado de sentido. La palabra libertad, por ejemplo, tenía en el fondo, entre los antiguos el mismo sentido que el de “dominium”. Yo quiero ser libre, significaba entre ellos, observa Joubert[8]: yo quiero gobernar o administrar la “ciudad”, y entre nosotros significa: yo quiero ser independiente.

“Libertad”, entre nosotros tiene un sentido moral, en tanto que entre ellos tenía un sentido político social.

Tan saturado está de romanismo que reiteradas veces dice “Estado” al hablar de repúblicas federales; siendo así que el término “estado” en su sentido técnico es usado para distinguir la parte del todo, un gobierno local del gobierno de los Estados Unidos, por ejemplo.

Roma en ningún tiempo tuvo leyes políticas. Todo su organismo era civil, lo mismo bajo los reyes que durante la república, que bajo los emperadores. Un “civis romanum” era una entidad muy distinta de lo que ahora, verbigracia, entendemos por “citizen of the United States”.

Diríase que Ferrero sabe más de Aristóteles y de Grotius que de Franklin y de Hamilton.

No. No hay tal.

No tenemos nada del tipo ese a que él se refiere. Es decir, del tipo o de los principios esenciales de la república romana. Y se comprende. La república romana estuvo siempre dividida en dos clases: los “patricios” y los “plebeyos”. Nosotros no tenemos clases privilegiadas, tenemos ricos y pobres y una igualdad completa ante la ley.

Nuestras contradicciones provienen de otras causas. Nos hemos de ir curando de eso poco a poco.

Ferrero no las ha visto. Conoce mal el modelo que hemos imitado: la democracia washingtoniana para decirlo casi todo con una sola palabra.

Provienen en su mayor parte de que el régimen de gobierno más difícil, para todo pueblo joven o viejo, es el que garantiza mayor suma de libertad.

Hay ciertas libertades que no existen ni teóricamente en algunos países muy adelantados de Europa, como Francia.

Y como los europeos nos entienden menos a nosotros que nosotros a ellos, de ahí no pocos espejismos, haciendo ver las cosas si no completamente al revés, un tanto torcidas con detrimento del americano.

Por eso no es exacto tampoco que nos inspiremos tanto del derecho constitucional europeo, siendo al contrario el derecho constitucional norteamericano el que nos empeñamos en penetrar.

En conclusión y esto es algo en que no soñaron los romanos. Hablando Ferrero de la contradicción entre la doctrina y la práctica, escribe:

“De ahí inconvenientes mucho más graves de lo que se piensa. Por ejemplo dificultades que irritan vivamente a los europeos”. Y ellos, los europeos, tienen todavía lo que nosotros no tenemos. Lo he puesto en transparencia en mi último trabajo: “Un país sin ciudadanos”[9].

Si Ferrero resucita dentro de quinientos años, y vuelve al Río de la Plata, verá que “siendo el libro de la naturaleza el libro de la fatalidad”, la nuestra ha consistido en hospedar fraternalmente a todas las razas del mundo, y aquí doy fin.

¡Qué envidiable cuanto difícil tarea es hojear con provecho el gran libro de las vida de las naciones!


Varias veces he tratado de descubrir algo que no es seguramente ni un nuevo continente ni un “nuevo gas para reemplazar el sol”, sino una cosa mucho más sencilla; esto: insinuarles a los amigos a quienes les he mandado mi última lucubración, “Un país sin ciudadanos”, que se tomen la molestia de decirme, no es mucho, si la han recibido o no.

De ese modo no estaré haciendo juicios temerarios sobre la integridad de los correos de este y de ese lado.

¡Nada! No he dado en bola.

Y, sin embargo, había sido muy sencillo, como a renglón seguido se verá.

Edouard Drumont[10] me lo sugiere en un artículo titulado “Un libro sobre Napoleón III”. El tal libro se intitula a su vez “Un grand Méconnu: Napoleon III”[11].

Curioso, hace treinta y tantos años que en la “Revue des Deux Mondes[12]” leíamos con Carlos D’Amico[13] un artículo, “Los dos cancilleres”, en el que se citaban estas palabras de Bismarck: “…Napoleon, c’est une grande nudeté méconnu…[14]”.

Si los hechos son un argumento, no sé qué me parece que el “méconnu” de Bismarck, anterior a los desastres del 70, inclinan la balanza en contra del “méconnu” de Jean Guetary[15], al que Drumont le dice: “este libro es uno de mis remordimientos, con el firme deseo de leerlo y de escribir sobre él lo he estado dejando para después…”.

Y aquí está el quid: todos ustedes, los que han recibido mi recuerdo, han estado pensando “mañana”, ese mañana que nunca llega, y yo, con este desahogo y sin dudar de lo que me quieren, dejo de pensar en extravíos o raterías postales.

Pero como Vds. son como son, y yo como Dios me ha hecho, lean que entre mis defectos no tengo el de “procrastinar”[16], he aquí que paso a decirles: ya está en mi poder la traducción de mi sabio amigo Trinidad S. Osuna[17], impecable traducción por cierto, cosa rara de la gran obra de C. Lahr[18] (curso de filosofía) editada por Ángel Estrada y Cia[19].

No voy a examinar, analizándolo, este importantísimo trabajo, prestigiado ya por los nombres del autor y del traductor, filósofo de nota el uno y humanista de distinguida categoría el otro. No. Voy a contentarme con hacerles a Vds. una observación, no para que se envanezcan sino para que si lo necesitan, redoblen su confianza en el porvenir de las bellas letras, de las ciencias y artes argentinas. Dicha observación se encuadra en muy pocas palabras, en estas: cuando un país puede dar a luz una edición como la que acabo de mentar, no la hacen mejor en Europa, no cabe duda de que ya está poniendo su pica en Flandes si es que no la ha puesto del todo.

Vean, examinen, comparen, lean, y en todos sentidos me darán razón, que el gran afecto que a Osuna le profeso no me alucina.

No. No me alucina. Es planta que cultivo hace cerca de cuarenta años, desde el día en que Osuna se enroló momentáneamente en el ejército argentino, como capitán de artillería, pasando después a ser mi secretario privado; ese secretario en cuerpo y alma tantas veces mentado en mis “Causeries”, y cuya existencia no pocos supusieron fantástica.

¡Qué hombre tan bueno y tan sabedor, y tan seguro, tan leal! No conoce la ingratitud. ¡Y cómo ha de conocerla!, si no es un sentimiento poético, y su alma está llena de poesía, aunque no haga versos. ¿Es acaso necesario? No. Basta ser filósofo, haber traducido, cincelando la frase a Lahr. “Pues toda la poesía, ¡qué es sino filosofía!”.


Por mangas o por faldas no hay en Europa un hombre que llame más la atención que el emperador de Alemania[20]. Y todo lo que dice y hace tiene siempre un perfil interesante.

Está ahora, como Vds. saben, veraneando en Corfú.

Visitaba días pasados un convento, en busca de pinturas antiguas, acompañado del rey de Grecia.

Las monjas no esperaban tan augustas visitas.

Una de ellas estaba ocupada en faenas duras.

Era joven y bonita.

Tanta humildad puso en labios del emperador esta frase:

–Hermana, ¿cuánto tiempo hace que pronunció Vd. sus votos?

–Señor, creo que hace quince años que renuncié al mundo.

–¿Y por qué ese sacrificio? Alguna gran desgracia, sin duda…

–No, solo el amor de Dios… pero Vuestra Majestad que hace otra vida ¿qué goces ha hallado en ella?

El emperador no contestó. Y volvió a preguntar:

–¿Debe costar mucho inmolar la juventud?

–¡La juventud! ¿Qué es la juventud? Una gota de rocío que cae en la moche y que desaparece con la alborada.

–¿Se refiere Vd. también a la juventud de los imperios?

–Solo hay un imperio eterno… señor.

Como Carlos V en otra ocasión el emperador debió pensar en la inanidad de todas las cosas.


Rochefort[21] será genio y figura hasta la sepultura.

Hablando de las elecciones municipales que acaban de tener lugar dice:

“Esta alianza entre los “radicales y los unificados” ha venido a probar lo que tanto he repetido: los saltimbanquis no se arrojan barro sino por comedia, el interés los unirá. Ahí está cantando. Son igualitos. Me recuerdan dos bandidos que he visto en el banco de los acusados:

“Es mi compañero el que la hirió. Yo, yo me contenté con sujetarla a la vieja de los pies”.

El “panfletista”, que no envejece, a estar a su retrato, uno de los llaman la atención en el Salón, teniendo al lado una buena cabeza de viejo de nuestro joven pintor argentino Terry, lo que me complazco en consignar aquí; el panfletista incansable continúa: “La vieja es hoy día esta nuestra Francia”.

En tanto que Jaurés[22] y sus discípulos la degüellan, los radicales le tienen las piernas a fin de impedir que se muera.

Son dos partidos que fingen amenazarse con los puños, con la lengua, con la pluma; en realidad están unidos como la hoja y el cabo del cuchillo… Solo tienen un fin: volver a ocupar el puesto donde se chupa y se rechupa…

Ahora hablo yo, y digo, sin estar con unos ni con otros, ni con los vencedores municipales ni con Rochefort: bella cosa la libertad de pensar, la libertad de la palabra, la libertad de escribir. Pero esa fraseología no se las deseo a Vds., paisanos.


Pasó a mejor vida, dejando un gran vacío en la familia, en la amistad, en el mundo de las bellas letras consoladoras, Ludovico Halevy[23].

Muere a los setenta y cuatro años y la nota que hizo vibrar desde el principio de su carrera, cuando entró a la Academia, y después ha sido siempre la misma, la nota optimista.

Decía para justificarlo con suma gracia: “Me han reprochado frecuentemente el ser un hombre feliz y nunca he puesto dificultad a ello reconociendo que la acusación estaba plenamente justificada”.

Cantó con verdad así:

“Le ciel nuageux s’épure

Par l’intérieure clarté[24]”.

Sí, su optimismo fue encantador. Hasta cuando sacaba del carcax alguna flecha aguda nada había en ella de venenoso; la cólera y el anatema le parecían poco espirituales. Alguien ha escrito que “tenía la caridad riente de su héroe el abate Constantin[25]”.

En un solo momento de la vida su bilis se agria, cuando las armas francesas capitularon en Sedan.


Post Scriptum. En mis párrafos de fecha marzo 10, publicados en “El Diario” del 21 de abril, se han deslizado algunos errores que el lector habrá corregido. Pero hay uno al principio que, por las dudas, rectifico. Donde dice “por ingrato” debe leerse “por muy grato” que me sea etc. En cuanto al párrafo que empieza así: “Es menester confesar”, debe ser completado leyendo, “que la crítica literaria ha tenido enojosos comienzos (debuts).”


  1. Ver nota al pie de PB.12.01.06 o índice onomástico.
  2. Ver nota al pie de PB.16.03.06 o índice de publicaciones periódicas.
  3. “Parcialidad”.
  4. Ver nota al pie de PB. 27.11.06 o índice onomástico.
  5. Refrán cuyo significado literal es “Los que se parecen se juntan”, equiparable tal vez al dicho español “Dios los cría y ellos se juntan”.
  6. Podría estar refiriéndose a Giuseppe Mazzini (Génova, 1805-Pisa, 1872), apodado popularmente El Alma de Italia, ​ político y activista italiano que bregó por la unificación de Italia. Tuvo un destacado papel en el proceso de unificación de la Italia independiente moderna durante el reinado de Víctor Manuel. También contribuyó a definir el movimiento europeo en pro de una democracia popular en un Estado republicano. Escribió Italia republicana y unitaria (1831) y Una nación libre (1851). (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/2498020).
  7. Se trata del Primer Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado, cuyas actas pueden consultarse en línea en: https://bit.ly/3izp51S.
  8. Joseph Joubert (Montignac, Périgord, 1754 – París, 1824) fue un moralista y ensayista francés recordado sobre todo por sus “Pensamientos” publicados póstumamente. (Extractado de VIAF:
    http://viaf.org/viaf/34458489).
  9. Mansilla, Lucio V. Un país sin ciudadanos. Paris: Garnier, 1907.
  10. Ver nota al pie de PB.14.03.07 o índice onomástico.
  11. Guétary, Jean: Un Grand méconnu: Napoléon III. Paris: Librairie Universelle, 1905.
  12. Ver nota al pie de PB.22.05.06 o índice de publicaciones periódicas.
  13. Creemos que se refiere a Carlos Alfredo D’Amico (Buenos Aires, 1839 – Buenos Aires, 1917), abogado, político y escritor argentino, destacado por haber sido gobernador de Buenos Aires entre 1884 y 1887. D’ Amico publicó en 1890, meses después de la Revolución del Parque, un libro denominado Buenos Aires, sus hombres, su política (1860 – 1890) bajo el seudónimo de Carlos Martínez. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/11635254).
  14. “Napoleón es una gran desnudez desconocida”.
  15. Jean Guetary es el seudónimo de Benedict du Bousquet, historiador y pensador francés, autor de: St. Benoît Labre, 1748-1783 (Paris: V. Lecoffre, 1908), Au Jour le jour, figures d’hier et d’aujourd’hui. Première série (Paris: P. Lethielleux, 1910, publicado bajo el seudónimo J. Mantenay). (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/122186069).
  16. Anglicismo derivado de “procrastinate”: postergar, posponer.
  17. No hemos hallado información asociada a este nombre.
  18. Charles Lahr (1841-1919) fue un filósofo y académico francés, autor de: Cours de philosophie: suivi de notions d’histoire de la philosophie : a l’usage des candidats au Baccalauréat és lettres (Paris: Briguet, 1901); Éléments de philosophie scientifique et de philosophie morale (Paris : Beauchesne, 1925), entre otras obras.
    (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/199905116).
  19. Larh, Charles. Curso de Filosofía seguido de las Nociones de Historia de la Filosofía. Trad. Trinidad Osuna. Buenos Aires: Angel Estrada y Cía, 1908.
  20. Ver nota al pie de PB.08.05.06 o índice onomástico.
  21. Ver nota al pie de PB.18.03.08 o índice onomástico.
  22. Ver nota al pie de PB. 27.11.06 o índice onomástico.
  23. Ludovic Halévy (París, 1834 París, 1908) fue un autor dramático, libretista de operetas y ópera, y novelista francés. Escribió más de 90 obras en total. Entre sus novelas, se cuentan: L’Abbé Constantin (1882) y Criquette (1883). En ambas se representan mundos ficcionales realistas pero idealizados, bellos y virtuosos: en parte por eso ambas novelas tuvieron mucho éxito entre el lectorado francés de finales del siglo XIX que rechazaba el naturalismo a lo Zola. (Extractado y adaptado de VIAF: http://viaf.org/viaf/64006915).
  24. “El cielo nublado es refinado por la luz interior”.
  25. Referencia al protagonista de su novela homónima, de 1882.


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