Miércoles 29 de Abril de 1908
DEL GENERAL MANSILLA
PÁGINAS BREVES
París, abril 2.
Medallón literario primoroso es el que van ustedes a leer.
Lo tomo de la última conferencia de Jules Lemaître[1] sobre las tragedias de Racine[2].
Cuando esta, las anteriores y las que rematen la obra de crítica exquisita, sagaz, impecable, sean recapituladas y aparezcan, como ya se anuncia, en un volumen, el público devorará las ediciones.
Hablando de Fedra (Phedre), dice:
Es la única dulce, la única pura entre estas mujeres malditas (ha mencionado antes varias bellezas, que nos interesan porque son bellezas, o porque sufren, en medio de sus desvaríos, y no teniendo, es una atenuación, la más mínima idea de lo que es el pecado).
Fedra es una conciencia tierna, delicada; ella sí siente el valor de esa castidad que ofende; ella sí siente las torturas del remordimiento; ella sí tiene miedo de los juicios de Dios. Víctima de una fatalidad que lleva en su cuerpo ardiente y en la sangre de sus venas ni un instante su voluntad consiente en el crímen.
El poeta se ha dedicado a acumular en su favor las circunstancias atenuantes.
Ella no deja que Hipólito adivine su pasión sino cuando la muerte de Teseo le ha quitado a este amor un carácter criminal, y la confesión se le escapa en un acceso delirante de enajenación mental.
Después es la nodriza la que acusa a Hipólito. Fedra nada hace, ya casi no tiene conciencia, apenas respira.
Pero iba a denunciarse, cuando sabe que tiene una rival; y pierde otra vez la cabeza. En fin, se castiga bebiendo un veneno, y públicamente se confiesa; y la última palabra que sus labios exhalan es “pureza”.
El tema es viejo, tanto como vieja la ignorancia, o de otro modo: la mentira camina con más facilidad que la verdad. Es una aberración; pero de esa suerte no más va el mundo.
Quería decir que así como en la América del Sur ignoramos mucho de la vieja Europa, así la vieja Europa ignora mucho de nosotros, quizá más.
Con esta diferencia: nosotros reconocemos que la Europa es toda entera y verdadera tierra-civilización. Nada excluimos. En tanto que los europeos no tienen de nosotros la misma opinión, hasta cuando por aquello de que hay que creer o reventar, tienen que inclinar la cabeza ante ciertas evidencias resplandecientes como el Sol.
En una palabra, los europeos ven la paja en el ojo americano y no ven la viga en el suyo.
Conviene por eso de cuando en cuando hacer notar lo que ciertos espíritus independientes piensan sobre el particular.
Yo no sé si los negros de Haití están matando negros a montones, según se dice. En todo caso falla el refrán: ellos son negros y se entienden, que eso de matar como dejo dicho no es entenderse ni cosa parecida. Y cómo es posible entenderse si los que pagan el pato harían lo mismo que los que están arriba dado el caso que el pandero se diera vuelta completamente. ¡Eh! cosa de negros.
Y sin embargo, he aquí lo que Henry Rochefort[3] escribe ayer bajo el epígrafe de “France et Italie”:
“Del punto de vista de la ferocidad de las costumbres, nosotros no tenemos por consiguiente nada que envidiarles a los presidentes de las repúblicas sudamericanas, los odios políticos siendo en las cuatro partes del mundo tan implacables unos como otros…”. Y el paralelo, así formulado sin quitarle ni ponerle (es textual), consigna en su apoyo un Kirie abracadabrante de barbaridades, o sean fusilamientos sin forma de juicio; sin siquiera hacer constar la identidad de la víctima, barbaridades, o fusilamientos, que tuvieron lugar cuando la comuna.
¡Sopla! La cosa no es como para infundir sentimientos de piedad y de virtud en la tantas veces maltratada América del Sur.
He aquí una circunstancia interesante.
No estará de más que la lean los que de higiene se ocupan y los que tienen el deber de velar por la salud pública.
Buenos Aires crece y crece. Pronto tendrá dos millones de habitantes, quizá más, caminando como camina a pasos agigantados. ¿Y el Rosario y La Plata y Córdoba? Tenemos, pues, en lo que sigue, un gran espejo en que mirarnos. La ajena experiencia pudiendo servir de ejemplo facilita las medidas de previsión.
La gloria y la vergüenza de la civilización americana del Norte han sido evidenciadas la otra semana.
¡Así va el mundo!
Obedecen estos hechos, quizá, ¿no les parece a ustedes?, a ley de las compensaciones.
La llegada de la flota norteamericana a las costas del Pacífico es una hazaña sin precedente, de la que aquel gran pueblo tiene el derecho de regocijarse.
Pero (que “pero” enorme van ustedes a ver), pero la exposición de Nueva York abierta por el gobernador Hughes, para hacer entrar por los ojos la pústula colosal que gangrena la segunda ciudad del mundo, es como para estremecerse.
No hay ejemplo, ni en Londres, ni en Pekín de semejante congestión de pobres aglomerados en los “pats” (apartamentos).
Tamaña incuria municipal es como para hacer socialistas de aquellos que conserven una chispa de simpatía por la humanidad.
Habla el corresponsal del “Times” en Nueva York. Yo traduzco abreviando.
Ayer, dice, visité con el señor North, director del censo, esta exposición. Nos costaba creer que fuera posible vivir en las condiciones “ilustradas”, con modelos de cera, es decir, que se pudiera dormir de noche así y trabajar de día como se hace ver.
En muchos casos todo lo que contenían las piezas había sido trasplantado de los “conventillos”. Había un cuarto sin ventana, que más que un asilo parecía una cueva china de fumadores de opio. Se leía este gran cartel: “como este hay en Nueva York 300.000 cuartos ocupados”.
Había modelos de conventillos conteniendo “2781” personas, y solo 264 letrinas, sin un solo baño. De 1588 cuartos, 441 eran tenebrosos, no tenían ventilación, 635 recibían algún aire mediante una cañería de ventilación sombría y angosta. Y este no es uno de los más feos caracteres de la ciudad.
Las tiendas llamadas “sweating” (así se llaman, les diré a ustedes para mejor inteligencia, las tiendas que pagan ínfimo precio por el trabajo obligando a los infelices obreros “a sudar”, (sweat), para poder comer un pedazo de pan), esas tiendas rivalizaban en miseria y suciedad con las más repugnantes del barrio Este de Londres.
¡Qué ironía!, ¿no les parece a ustedes?, ¡y qué imán el de aquella América a donde los pobres de todo el mundo vuelven los ojos buscando libertad, trabajo, altos salarios, descanso, en fin.
El reverso de tan fea medalla, para que no falle la ley de las compensaciones, se puede ver en el inapreciable y heroico trabajo de cincuenta organizaciones distintas ocupándose a porfía en resolver estos problemas tan difíciles de filantropía.
Muchas columnas se necesitarían para hacer ver la miseria puesta en evidencia por esta exposición, y para dar una idea aproximada de todo lo que se ha hecho por medios legítimos y otros con el generoso propósito de suprimir o mitigar estos males.
Varias veces se me ha ocurrido este pensamiento (habla el corresponsal del “Times”).
¿Podrá esta obra buena correr paralelamente siquiera con la desmoralización que día a día aumenta, a medida que se agrava la congestión?
Más de 200.000 emigrantes se han fijado el año pasado en Nueva York.
Al paso que vamos en 1920, es decir, dentro de poco, la población puede llegar al ser de 7.000.000 (¡¡siete millones!!).
En Manhattan, es un barrio, la densidad en algunos edificios alcanza a mil personas por “acre”. Más de cincuenta llegan a 3000 o cuatro mil. Y sin embargo en Nueva York hay más de 100.000 acres que, término medio, solo contienen cuatro habitantes por acre.
Se estudian leyes para construir conventillos “de modas” para destinar terrenos para que jueguen los niños al aire libre, y así mismo los medios para socorrer a los necesitados que quieran mudarse, cambiando de domicilio.
En fin, se trata de darle al pobre facilidad para que el lote que le ha tocado sea menos pesado.
Concluyo. Ahí está el espejo. No hay más que mirarse en él, y pensar que el tiempo vuela. ¿Saben ustedes cuál era la población de Buenos Aires en 1835? (Me refiero a la provincia y a la capital federal). Según las buenas fuentes que he consultado, y a lo que se reclutó, preparándonos para la guerra con el Brasil, esa población apenas alcanzaba a doscientas mil almas.
¿Y ahora?
La capital federal solamente cuenta mucho más de un millón. No, no cabe duda, nos movemos mucho. Vamos a celebrar el centenario de 1810 con unos siete millones quizá. Pues que sea, no es mucho pedir, con conventillos salubres. Se ha dicho que somos un país de “doctores” (no es un mal tan grande).
Trabajemos sin embargo para que digan que somos un país de higienistas, donde el pobre vive en las mejores condiciones conocidas[4].
Un oficial que se oculta bajo el pseudónimo de “Bernardino”, y cuyo apellido siendo casi lo contrario de noche da margen a una adivinanza nada difícil, ha tenido la atención de mandarme un trabajito suyo hacia el que modestamente requiere mi opinión.
Se titula “Táctica conceptiva. Esquemas para órdenes”, todo lo cual está encerrado en un opúsculo de bolsillo comodísimo, empastado sólidamente.
Pertenece esta producción al género de las que solo la crítica malevolente halla materia en que hincar los incisivos.
Porque claro está que el autor nada inventa, sino que dentro de sus estímulos personales, y en la órbita de sus conocimientos generales, lo que se ha propuesto (con éxito) es, sencillamente, pagarle su tributo a la gran familia militar; familia que es por definición su segundo hogar; familia que es, en fin, la guardia vieja del honor y de los derechos de la patria.
No puedo, pues, tener para este joven (los añosos, los veteranos no escriben sobre eso), sino lo que desde este hemisferio le envío: mis parabienes por haber pensado hacer algo y haberlo hecho. ¡Son tantos los que solo producen en su imaginación!
Así como hay un peligro amarillo (“peril jaune”), muy remoto, convenido, posible de ser conjurado en cierto sentido; así también hay un peligro socialista, anárquico, si hemos de estar a las inquietudes que en la prensa diaria, en la tribuna parlamentaria, en las revistas y en los libros de fondo se manifiestan.
En lo que al peligro amarillo se refiere, he aquí mi sentir: una guerra como las del tiempo de los Xerxes y de los Gengis-Khan no la veremos. La guerra que se prepara, guerra incruenta, la otra vendrá después, es la guerra económica. Al paso que va el Oriente no solo se emancipará del Occidente, en materia industrial, sino que siendo mucho más baratos sus productos (de tipo europeo), se los impondrán al mundo que se llama civilizado, por muy altos derechos de introducción con que los graven. ¿Irán hasta la prohibición? Difícilmente. Sería exponerse a represalias que, a mi juicio, redundarían contra el Occidente.
Monsieur Millerand[5], el que fue ministro de Waldeck Rousseau[6], acaba de dar a luz un libro con este título, libro que debe leerse, “Travail et travailleurs[7]” o sea una colección de todos los discursos que la evolución obrera le ha inspirado.
Está alarmado, y eso que es un radical casi forrado en un socialista de pellejo anti-colectivista.
Teme que la sociedad capitalista y la burguesía se hallen al borde de un precipicio, concitado como cada día más y más se presenta, y al parecer dispuesto a un golpe de mano, el elemento anárquico.
Distingue con mucha claridad entre “el obrero” y la “clase obrera”, implicando esta última (en la lucha de clases), “el enemigo”, y no por definición gramatical sino por su naturaleza orgánica.
Repito por eso lo que hace tiempo vengo diciendo: hay que dedicar preferente estudio y atención seria a estas cuestiones. Son los problemas del porvenir encarnados en el presente.
El socialismo es escéptico, no solo no tiene religión sino que es anticristiano; de donde fluye una razón principalísima más para premunirse contra su invasión.
Es una minoría, observan algunos políticos retardatarios, que llegan, cuando llegan, siempre a destiempo.
Lean ustedes este pedacito, como si estuvieran en la barra del Parlamento inglés:
Una voz: “No hay probabilidad de eso”.
Lord Rosebery[8]: “Dice Vd. que no hay probabilidad”
Una voz: ¡Ninguna!
Lord Rosebery: “Bueno, bueno, ahora voy a eso…”.
Continúa haciendo la defensa de la cámara de los lores y, finalmente agrega: “Vd. dice que el socialismo es una minoría; los socialistas son una minoría, yo deseo que así sea y que así siga siendo…”, y sigue discurriendo con su lucidez característica para concluir con esta frase: “¿Supone Vd. que los revolucionarios que destronaron a Luis XVI eran una mayoría? Ningún historiador lo cree, así como ninguno cree que los Puritanos de Cromwell que le cortaron la cabeza a Carlos I fueran la mayoría de la nación”.
Por consiguiente, en vista de la apatía de las clases conservadoras, todo hay que temerlo de una minoría diligente y determinada. Una vez en el poder ya verán… Pero es que hay que evitar que se apoderen de ese poder tentador, que es la piedra de toque del carácter, y en el que las ocasiones son tantas que solo los que las han experimentado aprenden a ser tolerantes, o justos, con sus semejantes.
- Ver nota al pie de PB.27.11.06 o índice onomástico.↵
- Ver nota al pie de PB.16.05.08 o índice onomástico. ↵
- Ver nota al pie de PB.18.03.08 o índice onomástico.↵
- La preocupación de Mansilla por la inmigración también fue expresada en su último libro –publicado pocos meses antes que esta página breve– Un país sin ciudadanos (París: Garnier, 1907). ↵
- Ver nota al pie de PB.06.06.06 o índice onomástico.↵
- Pierre Waldeck-Rousseau (Nantes, 1846–París, 1904), fue un político, abogado y estadista francés, Primer Ministro de Francia desde 1899 hasta 1902. Durante su mandato, denominado de défense républicaine al aglutinar personalidades republicanas progresistas, radicales y socialistas defendió la revisión del caso Dreyfus en contra de los sectores antisemitas del ejército y de los sectores ultraconservadores y monárquicos de la Iglesia católica. Su gobierno promulgó la adopción de leyes sociales como la reducción de la jornada de trabajo a 11 horas y la controvertida del contrato de asociaciones, votada el 1 de julio de 1901. La adopción de esta ley fue criticada por las congregaciones religiosas. Lideró la coalición de izquierdas que triunfó en las elecciones legislativas de 1902, pero enfermo de un cáncer de páncreas, tuvo que dimitir de su cargo y falleció dos años más tarde. Le sucedió en la presidencia del Consejo Émile Combes. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/46894176). ↵
- Millerand, Alexandre. Travail et travailleurs. Paris: Bibliothèque Charpentier, 1908.↵
- Ver nota al pie de PB.20.03.07 o índice onomástico.↵