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Desde la periferia de la monarquía hispánica: la crónica de fray Reginaldo de Lizárraga

Alba Acevedo[1]

Reginaldo de Lizárraga fue un cronista religioso de fines del siglo XVI y comienzos del XVII. Su Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, traduce una larga experiencia vital de un hombre que ha presenciado la expansión española en América, los problemas de la ocupación y de la convivencia hispano-indígena en el Perú, el proceso de evangelización y sus condicionantes, y la fuerte presencia de la Iglesia en el entramado político, cultural, económico y social de la época.

El trabajo pretende ser un aporte a la figura de este cronista y de su obra, desde la perspectiva de la historia cultural. A partir de una relectura de su crónica y atendiendo especialmente a la dimensión histórica del texto, su contexto y su articulación material y cultural, es posible revisar la forma en que este religioso constituyó el sujeto y el mundo americano desde su propia óptica, para dar forma a un texto que, además, debía contribuir a la cohesión simbólica de la monarquía española.

El autor. Su obra. Su tiempo

Fray Reginaldo de Lizárraga se llamó en verdad Baltasar de Ovando.[2] Nació en Medellín de Extremadura (Badajoz) hacia 1539 o1540. En 1555 con su familia se trasladó a Panamá y luego residió en Quito. Estudió con los padres franciscanos de esa ciudad, aunque viajó luego a Lima acompañando la llegada del virrey don Andrés Hurtado de Mendoza. Ingresó en el convento dominico. Tomó el hábito en 1560 y residió en la zona hasta 1579, haciendo viajes por el norte hasta Trujillo y hacia el sur del virreinato, hasta Potosí o Charcas. En 1588, al ser nombrado Provincial de la orden en Chile y Río de la Plata, emprendió un largo viaje por tierra por las zonas altoperuanas, el Tucumán, Cuyo hasta llegar a Santiago en territorio chileno.

Regresó al Perú. Nuevamente, en 1597, emprendió otro viaje al sur, al ser nombrado Obispo de la diócesis de La Imperial, en Chile. Consagrado por Toribio de Mogrovejo en 1599, recién en 1603 arribó a su obispado. Poco tiempo estuvo allí, puesto que el Consejo de Indias lo propuso para la diócesis rioplatense. Atravesó la cordillera y, pasando por Cuyo, Córdoba, Santa Fe y el Litoral, arribó a Asunción del Paraguay a mediados de 1609. Y, después de observar el clima conflictivo que había en la ciudad, emitió opinión, tomó algunas medidas y escribió cartas al rey, Al parecer falleció en noviembre del mismo año, “de puro viejo, según la carta del cabildo eclesiástico, que notifica su muerte.[3]

El manuscrito de su Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile fue redactado entre finales de la década de 1590 y los primeros años del siglo XVII, antes de que el dominico tomara posesión del obispado de Asunción. Permaneció tres siglos sin ver su publicación. Recién en 1909 se editó íntegra la obra del dominico y durante el siglo XX aparecieron ediciones más completas y logradas.

Debe notarse que “el tiempo en el que surgen las crónicas fue el del contacto cultural entre dos pueblos diferentes, el español y el indígena, pero además se trata de una época de cambio sustancial en el ámbito católico en occidente, y esto se reflejó en el Nuevo Mundo. El contexto en el que se sitúan es el de una Europa que vivía los años de la crisis de Roma ante el cisma protestante, la respuesta del Concilio de Trento (1545-1563) que apuntaba a la reforma católica, y, a partir de 1570, el inicio de lo que se ha denominado el Siglo Barroco”[4] , con características definidas para ambos lados del Atlántico.

En una sociedad, la indiana, tan llena de contrastes como jamás la hubo en Europa, sobresalen en ese “tempo barroco” factores de cohesión, como el sentido cristiano de la vida y la fidelidad al rey, exteriorizados popularmente cada vez que se celebran grandes festividades. La maquinaria cultural, política y religiosa se pone en marcha. Desde las universidades, obispados, parroquias, misiones y conventos se difunde la fe. Asimismo, cabe advertir que la acción política, judicial, militar y fiscal de virreyes, oidores, gobernadores, corregidores se extiende a todas las áreas pacificadas.

El Barroco significó también, el comienzo de otro ideal o sentimiento común, porque fue a comienzos del siglo XVII “cuando surgió por primera vez el patriotismo criollo”. En la majestuosa secuencia de las crónicas del siglo XVII aparece “la naciente conciencia de la identidad criolla”[5]. Junto a ella se entretejen otros ideales de enorme fuerza social como son la conciencia de los servicios prestados al rey por los beneméritos de Indias, o la confianza en el poder real frente a los abusos de los poderosos o de los propios agentes del monarca, fundamento del derecho al buen gobierno.

La Descripción traduce una larga experiencia vital recorrida por su autor, hombre que, desde Quito y Lima va a transitar durante veinte años por lo menos, por regiones tan diferentes y distantes como Potosí, Tucumán, Chile, Cuyo o Paraguay. Hay que pensar en lo que esto significaba en esa última parte del siglo XVI, moviéndose de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, por valles, montañas y ríos intransitables-todos situados a grandes distancias entre sí, por mar o por tierra- y, lo que es más importante, tomando noticias de todas las cuestiones relevantes que preocupaban a la sociedad de su tiempo. Claro que enfocando los acontecimientos a través de la actuación histórica de los representantes del poder civil y eclesiástico y haciendo lo que hoy podría llamarse una crónica socio-institucional y político-religiosa.

Ahora bien; al espíritu y a la mente de este hombre de la época barroca, que está presenciando la potente expansión española sobre América y que participa de ella con todos sus problemas: resistencias indígenas (el territorio peruano es un escenario complicado), aspiraciones de la soldadesca, importancia, complicaciones y efectos de la explotación minera, organización administrativo-política por el sistema de corregidores, dificultades en el proceso de evangelización etc., lo que más le impresionará – aun en este tiempo temprano- será la “sensación de despego” que experimentaban los criollos americanos ante la arrogancia y prepotencia que mostraban los recién llegados de España.

En cuanto a la obra, comenzando porque su autor confesó. “no hablaré de oídas, sino muy poco” vale destacar que Lizárraga escribe como hombre de su tiempo, con sus propias convicciones y llevado por su preocupación esencial que es narrar con verdad (diferente a narrar la verdad o la exactitud en la afirmación), lo que avala con su testimonio personal, según aquellas palabras[6].

Su estilo es sencillo, sobrio, austero y, hasta en ocasiones, parco; pero es el de un observador atento y ameno del paisaje y de los hombres que vive y ve todo bajo el prisma del único fin a que ha entregado su vida: la evangelización de las nuevas gentes halladas y la instauración de un orden político cristiano en estas tierras.

La crónica peruana y Lizárraga: contexto histórico

Los españoles comenzaron a escribir sobre el Perú desde que, con los viajes de Francisco Pizarro, tomaron contacto con las costas norandinas. Al principio fueron cartas y relaciones breves. Con el tiempo, algunas fueron más precisas y producto de la experiencia de quienes acompañaron al conquistador[7].

El momento inicial de aproximación a un mundo novedoso dio lugar, con los años, a etapas de registros más minuciosas, con mayor conocimiento y experiencia sobre el mundo andino y los hechos de los españoles. Desde la década de 1550 aparecieron también una serie de escritos importantes, ya fuera en el ámbito de lo concerniente a la evangelización o de la propia administración colonial.

Es que a partir de la segunda mitad del siglo XVI ha finalizado la época de la conquista en buena parte del territorio del virreinato peruano, se ha consolidado el régimen virreinal, ha comenzado la etapa de organización política , ha comenzado el cambio en materia legal dictado por la corona sobre el sistema de encomiendas, se han creado los obispados de Lima (luego elevado a arquidiócesis) y Charcas y realizado los primeros sínodos y concilios limenses que animarán y señalarán el cariz doctrinal de la Iglesia peruana.

Esto no significa que hubieran desaparecido los problemas de la convivencia hispano-indígena en el Perú; muy al contrario,

[…] entre 1560 y 1580 se vivió, en palabras de Lohmann Villena, un tiempo de expectante incertidumbre y de candente preocupación en el clima social colectivo acerca de temas esenciales como encomiendas, diezmos, restitución, jurisdicciones eclesiásticas y civiles, trabajos de los indios, tributos, etc.”[8]. Más aún, “entre la formación de los corregimientos (1565) y el establecimiento de las reducciones (1575) se efectuó la más efectiva agresión a la población andina [9].

Las crónicas de esta parte del siglo XVI y también del XVII reflejan todas estas anteriores circunstancias. Y esto, “en buena cuenta es lo que se expresará –o bien, se reflejará- en la obra de Lizárraga, quien escribe, si no asumiendo el papel, por lo menos interpretando providencialmente la presencia y acción de los españoles en el Perú.

En este Perú virreinal, los conventos de las órdenes establecidas allí eran centros de actividad cultural. La Iglesia es parte importante del proceso institucional estabilizador. Y las diferentes Órdenes, por medio de sus varones, compiten describiendo, narrándolo que ven y hacen. “Ha nacido así una crónica conventual, con estilo propio, a la que no será ajena la obra de Lizárraga, pero al que superará con creces [10]. El texto desborda los moldes de la llamada crónica conventual, al concebirlo “como constatación de hechos vividos, transmitiendo con calor la impresión que le causaron”. Lo mismo ocurre cuando, lejos del erudito eclesiástico y con dotes narrativas, nos conduce por pueblos, paisajes y personajes y nos pone en contacto con la realidad cotidiana de aquellos días, señala Ignacio Ballesteros, para quien la Descripción más que un relato de viaje, es una fotografía de época”[11].

Para Asunción Lavrin,

[…] la obra de estos escritores es una aspiración a ampliar la historia de la conquista como hazaña miliar y superar los confines políticos de las historias civiles de las colonias. Así, buscaron la incorporación de la naturaleza americana, la historia de los grupos indígenas y los acontecimientos relacionados con la obra evangelizadora de sus comunidades, todos asuntos importantes para la comprensión de la expansión de la religión católica”[12].

Algunos puntos interesantes a destacar en su obra

La obra de Lizárraga está estructurada en dos libros. El Libro Primero consta de 116 capítulos. Básicamente es una descripción de las diferentes zonas y ciudades que conformaban en ese entonces la parte septentrional del virreinato. Caminos, regiones, ciudades y sus edificios y gentes, costumbres, economía.

El libro Segundo, con 88 capítulos, se refiere a la actuación de los prelados y virreyes del reino peruano, además de referencias a sucesos y descripción de las regiones del Tucumán y chilena. Vale decir, se centra en el contenido histórico, comienza con la lista de prelados, luego los virreyes y los hechos de cada gobierno.

Los prelados que desfilan por sus páginas son los arzobispos de Lima, Cuzco, Charcas, y los obispos de Quito, Tucumán y del Paraguay. Sobre algunos escribe con mucha seguridad: “diré también lo que vimos todos”; de otros, refiere “según soy informado”.

La obra enfoca las instituciones coloniales a través de la actuación histórica del conjunto de representantes civiles y eclesiásticos. Todos interactúan entre sí y cobran sentido en el devenir histórico.

El mapa físico de la obra, a su vez, es enorme: comprende todo lo que fue el imperio incaico más los territorios marginales del oriente ecuatorianos, peruano y boliviano, noroeste de la actual Argentina, el Río de la Plata, Chile y Cuyo. El desarrollo pone la mirada en un núcleo conformado por las ciudades más relevantes. Todo este marco geográfico sirve de telón de fondo para que Lizárraga desarrolle un discurso histórico que recoja lo que ha visto y oído “como hombre que llegué a este Perú más ha de cincuenta años el día que escribo”.[13]Anécdotas, leyendas, pequeños relatos, digresiones, descripciones brindan también el pulso de aquella vida cotidiana.

Asuntos cruciales que afectaban a la sociedad de su tiempo son abordados por Lizárraga. En primer lugar, su consideración acerca de los indígenas, que poseen

[…] un ánimo el más vil y bajo que se haya visto ni hallado en nación alguna, parece realmente son de naturaleza para servir […] es gente cobarde, si la hay en el mundo…no quieren ser tratados sino con rigor y aspereza […]la nación más sin honra que se ha visto; no la conoce ni sabe qué cosa es, pues es más mentirosa que se puede imaginar [14].

Amigos de los pleitos, recurren fácilmente a la Audiencia y “gastan sus pobres haciendas y pierden las vidas”[15]. Especialmente se ensaña con los chiriguanos, a los que dedica varios capítulos del libro II. En general utiliza términos despectivos, “con lo que demuestra muy poca comprensión e interés por su cultura”[16]

En ocasiones, sin embargo, compadece a los indígenas y sale en su defensa, frente a las durísimas condiciones de trabajo en las minas y la extorsión por parte de encomenderos y corregidores, al punto de que estos funcionarios

[…]ocupan los indios enviándolos lejos de sus tierras […] por lo cual lo que se pensó que poner los corregidores había de ser para bien de los naturales y librarlos de las tiranías de los curacas y malos tratamientos de algunos españoles, y para el aumento de sus haciendas, es la total destrucción de las haciendas de los indios […] los malos corregidores apodéranse de ellos [17].

Extremos casos de injusticia frente a los cuales él y sus compañeros reaccionaron. Es decir, “sin entrar en las graves discusiones teológico-jurídicas sobre los aborígenes, la Descripción reconocía que el gobierno peninsular, con el régimen de corregidores implantado en América, había contribuido a empobrecerlos (libro I, cap. CXIII y libro II, cap. XXIV y XXV) y aún diezmarlos con el trabajo en las minas de azogue (libro I, caps. LXXVI y CXV) y en los cocales (libro I, cap. LXXXI)”.[18]

Por todo ello es que desconfiaba acerca de los logros en la evangelización. Se pregunta cómo se hizo tan poco fruto en ellos:

Y a esto responderé dos cosas: que estos indios y todos los demás reciben muy mal las cosas de la fe, y esto por sus pecados y por los nuestros, y como es gente que se ha de gobernar con mucho castigo, faltándoles el gobierno del inca, que por muy leves cosas mataba a los delincuentes e inocentes[…] Lo otro es lo que acabé de decir, que como les faltó el rigor y el castigo del Inca, facilísimamente se vuelven a sus malas costumbre y inclinaciones, y borracheras, y no hay otro Dios sino su vientre, y mientras no se les castigare con mucho rigor, no se espere enmienda sino su total disminución [19].

Según su propio juicio, la causa más importante del descenso demográfico entre los naturales eran las borracheras: “son dado mucho a ellas, las cuales les abrasan las entrañas”, porque “lo primero que hacen es atestarse de vino, y lo más es nuevo; andan por el sol, son derreglados, mueren como chinches, y si no, vayan a las matrículas de los hospitales de los indios y verán que tratamos verdad”.[20]

La explotación de las minas era para el dominico, otra causa de la disminución de la población indígena. La extracción por el sistema de socavones resultaba perjudicial para los indios; cuando se hacía a la usanza indígena “ningún indio enfermaba, iban y venían los indios contentos; ahora, como mueren tantos, dificultosamente quieren ir allá”. [21]

En relación a las características negativas que anota sobre los indios, la supervivencia de la idolatría es otro de los males que denuncia:

Alábanse mucho que mintieron al padre que los doctrina […] y cuando están borrachos entonces hablan nuestra lengua, y se preguntan […] cuándo se ha de acabar el ave maría, que es decir cuándo no les hablemos de compeler a venir a la doctrina […] ojalá y el día de hoy no tengan sus idolatrías como antes […] y cuando aquesto no tengan, ojalá no tengan sus hechiceros ocultos, a quienes consultan como en el tiempo de la infidelidad de sus padres”[22].

Es entendible la postura de Lizárraga ante los indios, ya que se inscribe naturalmente en la cosmovisión de un religioso horrorizado por la influencia del demonio y del pecado entre los naturales, y que, insatisfecho por el escaso avance evangélico, ve con buenos ojos que los naturales sean compelidos a adoptar las costumbres españolas y se los reduzca, aunque no apruebe la campaña punitiva contra los chiriguanos.

Para Lizárraga, en sintonía con Acosta, la conquista era pensada como un acto providencial de liberación por el cual los naturales de América se sacudían de las garras de Satanás y de los príncipes tiránicos, para emprender el camino de la salvación.

Muy alejado de las doctrinas lascasianas, la subordinación de los intereses religiosos y humanitarios del dominico a la conveniencia política queda de manifiesto en su descripción de Potosí. Al igual que Acosta y seguramente influenciado por aquél, hace un vívido relato del cerro y de la ciudad. En casi veinte páginas, con gran exaltación, cuenta cómo se descubrió la riqueza del cerro, cómo se pobló, cómo se beneficiaba el metal por hornos primero, y luego cómo se habría perdido “si Nuestro señor no proveyera de que se acertase a sacar plata con azogue”; la descripción del trabajo en la mita la abundancia y riqueza de sus parroquias, cofradías, etc.[23]

La riqueza económica que destilaba la geografía peruana era signo de la bondad divina para con los reyes españoles. Y la colonización hispana atraída por esta realidad aseguraba asimismo la conversión de los indios.

Además del providencialismo ya anotado en el comienzo del trabajo, hay otra nota barroca en la obra de este cronista viajero, y que tiene que ver con la caracterización que hace del virrey del Perú Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, como príncipe perfecto, alejado de aquellos postulados renacentistas y maquiavélicos, porque

[…] en todo este tiempo que el generosísismo marqués gobernó, se mostró gran republicano, y quien lo es merece nombre de padre de la patria, y el que no mira por el bien de la república no merece el nombre de padre de ella, y en una de las cosas en que el buen príncipe se muestra ser padre de la patria, es en traer siempre delante de los ojos lo que los filósofos antiguos con lumbre natural alcanzaron, que el príncipe es por el reino, y no el reino por el príncipe, de donde luego el buen príncipe, con todas sus fuerzas procura la conservación de su república y aumento de ella, que se guarde justicia y se haga que los vasallos sean ricos y prósperos [….] todo esto pretendía el buen marqués, y en esto se desvelaba”[24].

En varias ocasiones, a lo largo de la obra, Lizárraga resalta la importancia de la sujeción al poder político representado por la figura del virrey, y de lo que esto, simbólicamente representa para la cohesión de la monarquía.

Sabe Lizárraga que el cuerpo político de la monarquía necesita de una cabeza virtuosa -el Rey-, y que las amenazas a la estabilidad de la monarquía pueden ser externas, pero también internas, y en el caso del extenso virreinato del Perú, el estado deficiente de la evangelización, sumado a la reubicación forzosa de las comunidades indígenas y a la explotación económica, podían hacer peligrar los cimientos de la propia monarquía católica.

Aunque no hace una denuncia formal, refiere que las minas han consumido y consumirán muchas vidas de indios, sobre los que “escribimos y avisamos a los que lo pueden remediar, empero no se nos responde”[25]. Evidentemente, se planteaba un dilema ético, porque “el objetivo de un buen príncipe era promover el bienestar de sus súbditos, y sin embargo, el trabajo en las minas, tan necesario para la supervivencia de la monarquía, destruía a la población aborigen” [26].

Este cronista, como otros autores religiosos entendía la historia como una lección política del arte de gobierno, en una época en la que se asume que el cuerpo político de la monarquía española requería reformas.

Sin embargo, recuerda que, ante tamaño menoscabo en la vida de los indios mitayos, el rey debe ser informado para hacer cesar tal labor, “porque el rey sin vasallos es como cabeza sin miembros, sin pies, sin manos, sin ojos, etc, […]y quien tanto cela el bien de estos pobres, con tanto amor y cristiandad no es posible no lo mandase remediar”[27].

Asimismo, y a diferencia también del pensamiento maquiavélico adopta una actitud francamente monárquica regalista hacia la Iglesia. Cimiento de un reino es la defensa de la religión católica, y así, al decidir el rey la instalación del Tribunal de la Inquisición para Lima en 1572, hizo un “proveimiento acertadísimo y necesarísimo, en lo cual se manifestó cuanta verdad sea que el corazón del rey está en las manos de Dios”[28]. Es el mismo Dios quien llena el corazón del buen monarca con decisiones justas, sabias, como ésta, sin cuyo arbitrio, “corría gran riesgo la cristiandad en estas partes”[29].

Lizárraga escribe, como tantos hombres de su tiempo, porque su tiempo propiciaba la idea de que todo el cuerpo político es lugar de política. Después de la conquista, este continente se define por la trayectoria del catolicismo, propia de la España confesional. La Iglesia americana, que había bebido en la gran reflexión colectiva que fue Trento, se organizó como la institución de salvación y se impuso además como una gran maquinaria cultural, que debía responder y replantear problemáticas de su tiempo. La preocupación pedagógica significaba también que todo lo que se escribiera o dijera debía estar al servicio de la obediencia a la fe, a la corona y a ese orden político y religioso imperante.

Del monasterio a la calle, de la calle a los caminos, de los caminos a las diferentes regiones, y en estos escenarios, los cruces con otros sujetos individuales y colectivos en vínculos y redes verticales y horizontales y con ello, el conocimiento, el contacto, las relaciones que se iban tejiendo es lo que también dejan ver estas crónicas que, desde su propio lugar, contribuían a tejer los lazos que daban cohesión simbólica a la monarquía española de comienzos del siglo XVII.


  1. Universidad Nacional de Cuyo.
  2. Lizárraga ha tenido varios y autorizados biógrafos. Se sigue en este apartado la biografía aportada por ACEVEDO, E. O. en el “Estudio Preliminar” a la obra del religioso, Descripción del Perú, Tucumán, Chile y Río de la Plata, edición a cargo de la Unión Académique Internationale y la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1999, y los datos proporcionados por BALLESTEROS, I. en la “Introducción” a la Descripción del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, editada por el mismo autor, Madrid,1987. Las sucesivas citas de la obra de Lizárraga corresponden a esta edición.
  3. BALLESTEROS, I., en la “Introducción” dice que el P. Meléndez (1681, tomo I, pág. 602) fecha su muerte en 1615. HERNÁNDEZ SÁNCHEZ BARBA, M. en el “Estudio preliminar” a la Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la plata y Chile, Madrid, 1968, afirma también que murió en aquel año.
  4. MAYER, A, “Los sueños en las crónicas novohispanas”, en S. ROSE; P. SCHMIDT, y G. WEBER, (eds), Los sueños en la cultura iberoamericana (siglos XVI-XVIII), Sevilla, 2011, p. 250.
  5. BRADING, D., Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, 1991, p. 13.
  6. El concepto de la historia entre los cronistas religiosos se basaba en la búsqueda y confirmación de la verdad, entendida aquí como la exactitud en la información. Lizárraga pretende hacer valer sus afirmaciones por lo que vio y oyó de primera fuente. La exactitud de la información es otra cosa. A propósito de ello, Lizárraga afirma que la ciudad de Mendoza fue fundada por Juan Jufré por orden de García Hurtado de Mendoza (libro II, cap. LXXI). Esta afirmación contiene dos errores: el fundador de Mendoza fue Pedro del Castillo y Juan Jufré trasladó la ciudad al año siguiente por orden de Francisco de Villagra.
  7. Se sigue la línea argumental de PEASE, F., en su valioso libro Las crónicas y los Andes, Lima, 2010.
  8. Citado por ACEVEDO, E. O. en el “Estudio preliminar”, op. cit., p. 17.
  9. PEASE, F. Las crónicas y los Andes, op. cit., p. 48.
  10. ACEVEDO, E. O., “Estudio preliminar”, op. cit., p. 18.
  11. BALLESTEROS, I. “Introducción”, op. cit., p. 25.
  12. LAVRIN, A. “Misión de la historia e historiografía de la Iglesia en el período colonial”, en Suplemento del Anuario de Estudios Americanos. Sección Historiografía y Bibliografía. Sevilla, Tomo XLVI,.2, 1989, p 25.
  13. LIZÁRRAGA, Fray Reginaldo de, op. cit, p. 37.
  14. Ibid, p. 201.
  15. Ibid, p. 208.
  16. BALLESTEROS, I. “Introducción”, op. cit., p. 40.
  17. LIZÁRRAGA, Fray Reginaldo de, op. cit., pp. 273-274.
  18. ACEVEDO, E. O. “Estudio preliminar”, op. cit., p. 23- 24.
  19. LIZÁRRAGA, Fray Reginaldo de, op. cit., p. 111.
  20. Ibid, p. 108.
  21. Ibid, p. 211.
  22. Ibid, p. 203.
  23. A ello dedica LIZÁRRAGA todo el capítulo C y CI del Libro II.
  24. LIZÁRRAGA, fray Reginaldo de, op. cit., p. 256.
  25. Ibid, p. 211.
  26. BRADING, D., Orbe Indiano…, op. cit., p. 245.
  27. Ibid, p. 135.
  28. Ibid, p. 314.
  29. Idem.


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