Carolina Rosas, Ana Inés Mallimaci Barral
y María José Magliano
El campo de investigación sobre migraciones y género se fue consolidando a partir de las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, intensificándose desde los noventa. En los congresos de población, desde los años setenta comenzaron a vislumbrarse críticas que denunciaban una paradoja naturalizada (Recchini de Lattes, 1988): a pesar de la presencia constante de mujeres en las principales corrientes migratorias internacionales, su importancia y especificidad y, por ende, su relevancia política, fueron ignoradas durante largo tiempo. Los conceptos construidos para explicar, analizar y/o comprender los fenómenos migratorios definieron al “migrante” como un sujeto “trabajador”, sin sexo ni cuerpo, aunque asociado generalmente al varón. En cambio, la migración femenina se suponía “dependiente” y subsumida en el movimiento familiar. Los determinantes y/o motivaciones que ocasionaban la migración femenina se significaron como heterónomos, dependientes, secundarios y meros efectos de determinaciones sufridas o movilizadas por “otros” masculinos (Mallimaci, 2017).
La relevancia adquirida por los estudios de género y feministas en la academia, así como la incidencia del movimiento de mujeres en el ámbito internacional, tuvieron un rol central en la emergencia del campo. En ese momento el género se comprendió como la construcción sociocultural de las diferencias sexuales. En los años setenta del siglo pasado, Ann Oakley refirió a las características sociales relacionadas con la feminidad, la masculinidad y los roles de género, mientras que en la década siguiente Gayle Rubin cuestionaría el dualismo implícito en las comprensiones anteriores, acuñando la noción de sistema sexo-género para aludir al conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, sostenido en la opresión y la subordinación de las mujeres. Pocos años más tarde, Joan Scott mostró que el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias entre los sexos, siendo una forma primaria de relaciones significantes de poder. Esas formas de entender al género tuvieron una gran influencia en el derrotero que adquiriría su introducción en el campo migratorio. Tempranamente, distintas autoras –como Mirjana Morokvasic (1984), Saskia Sassen-Koob (2003), Silvia Pedraza (1991), Sylvia Chant y Sarah Radcliffe (1992), Pierrette Hondagneu Sotelo (2011), Patricia Pessar (1999), Sarah Mahler (1999) y Carmen Gregorio Gil (1997), entre otras– cuestionaron los binarismos clásicos (varón, productor, público, activo/mujer, reproductora, privado, pasivo) presentes en las teorías económicas de la migración, e hicieron protagonistas del campo a las mujeres migrantes.
A partir de ello se propusieron nuevas matrices interpretativas, en las que el género fuese una categoría con utilidad científica. Rápidamente se dibujaron dos grandes ámbitos de indagación, que mantienen su importancia hasta el presente, ambos motivados por diferenciar las experiencias de las mujeres migrantes y establecer sus especificidades. Por un lado, las investigaciones que se abocaron a analizar el papel de las construcciones de género en la configuración y organización de los procesos migratorios. Autoras como Morokvasic (1984) y Gregorio Gil (1997), siguiendo los planteos de las teóricas marxistas feministas, delinearon la necesidad de articular el análisis del género con otras formas de clasificación social. En conjunto, permitieron establecer que la identificación de clase y étnica, junto a las relaciones de género y a las jerarquías de poder dentro de la familia, condicionaban a la mujer y establecían el contexto y las posibilidades de su movilidad. Mediante diversos modelos analíticos cuali y cuantitativos se buscó con ahínco establecer los factores –económicos, laborales, familiares e individuales– que estaban asociados con una mayor movilidad femenina. Teniendo en cuenta que las teorías migratorias dominantes se preocupaban por desentrañar las causas, motivaciones o condicionantes de los movimientos, no sorprende que estos aspectos hayan llamado la atención de estos primeros aportes feministas.
Por otro lado, numerosos estudios se enfocaron en la tarea de comprender si, y en su caso cómo, la experiencia migratoria podía incidir en la desigualdad entre varones y mujeres. Es decir, si las transformaciones en la estructura de posibilidades habilitadas por la migración podían llevar a la reelaboración de prácticas y representaciones de género. Al igual que en el caso anterior, se procuró establecer los factores de distinto tipo que podrían motorizar o limitar procesos de autonomía en las mujeres migrantes. Esta línea de indagación, que piensa a la migración como un potencial factor de cambio social, encuentra sentido en los intereses que guiaban a las estudiosas feministas en esas décadas, interesadas en comprender qué experiencias podrían acompañar procesos de “emancipación femenina”. No obstante, se dirigieron críticas hacia aquellas investigaciones que partieron de asumir a las migraciones como un medio –cuasi directo– de “empoderamiento” femenino. En especial, fueron cuestionadas aquellas que aceptaron acríticamente la visión etnocéntrica que concibe los contextos de origen como tradicionales y opresivos, mientras que los de destino como modernos y emancipadores; invisibilizando así la heterogeneidad que los caracteriza y ocultando que las poblaciones migrantes experimentan en los destinos una gama diversa de discriminaciones y controles en distintos ámbitos de la vida. Frente a esta discusión, Ariza (2000) sugirió que ante la pregunta de si la migración es capaz de brindar las condiciones para el cambio, podemos responder que ella alberga esa potencialidad, pero que no se sabe cuál puede ser ese cambio y que lo importante no es presuponer su ocurrencia, sino evaluarlo en cada grupo y en el marco de su contexto.
Con los años se han realizado importantes aportes al conocimiento de la migración de mujeres. En Argentina, sobresalen los estudios realizados por autoras como Elizabeth Jelin (1976), Cristina Cacopardo y Alicia Maguid (2003), Marcela Cerrutti (2017), Ana Inés Mallimaci (2011), María José Magliano (2011) y Carolina Rosas (2013), entre otras. Entre ellos, se destacan aquellos relacionados con el mundo del trabajo, tanto de corte cuanti como cualitativo. Una de las líneas más profusas es la que vincula el trabajo doméstico con las migraciones laborales de mujeres, que en los últimos años se ha ampliado hacia los estudios del cuidado. También las indagaciones sobre el ámbito familiar fueron adquiriendo más relevancia, de la mano de las autoras ya mencionadas. En esta misma línea, Claudia Pedone y Sandra Gil Araujo (2013) han alentado la conformación de líneas de indagación relacionadas con el transnacionalismo familiar, los significados sobre la maternidad y la familia en contextos migratorios, y las políticas de migración familiar, entre otras.
Asimismo, ha ocupado un lugar importante –tanto en la indagación académica como política– la cuestión de la mujer migrante como actor social relevante en los discursos, recomendaciones y lineamientos de la agenda global y regional sobre migraciones, así como las problemáticas de la “violencia” y “vulnerabilidad” femenina en contextos de movilidad, en especial vinculadas a la temática de la trata de personas (ya sea con fines de explotación sexual como laboral) y de las migraciones “forzadas” (Magliano y Clavijo, 2011). Estos estudios en su conjunto mostraron a mujeres migrando, trabajando y sosteniendo lazos familiares, redefiniendo las categorías clásicas sobre la migración y los/as migrantes, ejerciendo ciudadanías y maternidades transnacionales, emprendiendo empresas informales, etc., logrando superar la etapa de denunciar silencios y de olvidos en torno a la presencia de las mujeres en las migraciones (Mallimaci, 2012).
Sin duda, el propósito de los primeros trabajos se ha logrado: no podemos hablar hoy de migraciones sin hacer referencia a la presencia de mujeres migrantes. Ahora bien, esta visibilidad tuvo como correlato la priorización y selectividad de ciertos temas y el abandono de otros (Herrera, 2012). En el afán por otorgarles protagonismo a las mujeres en los estudios migratorios, en muchos casos se equiparó género con mujer, olvidando su carácter relacional, que las intelectuales feministas como Joan Scott habían señalado. Esto ocasionó, entre otras cosas, una menor producción de conocimiento que comprendiera a los varones como sujetos generizados. No obstante, a partir de los años ochenta, el fortalecimiento relativo de los estudios sobre masculinidades en Estados Unidos y Europa tuvo un impacto tímido en el campo migratorio latinoamericano (Pribilsky, 2007; Rosas, 2008, 2013; Magliano, 2016). Los estudios sobre masculinidades migrantes vinieron a mostrar, entre otras cosas, que también las identificaciones masculinas son múltiples y complejas, poniendo de relieve sus contradicciones y la necesidad de su comprensión interseccional. Aun así, persisten importantes interrogantes acerca de las trayectorias de los varones migrantes, en particular sobre la (re)configuración de sus vínculos afectivos y familiares, las vivencias de las paternidades, sus experiencias sociolaborales y de criminalización, entre otras.
Si bien la introducción del género en los estudios migratorios fue un hito clave que permitió el corrimiento del velo que ocultaba los supuestos patriarcales implícitos en las teorías dominantes, esos estudios siguieron reproduciendo binarismos heteronormativos (varón-mujer; masculinidad-feminidad) y considerando a las mujeres migrantes heterosexuales como las protagonistas. Para Stang (2018) la distinción tradicional entre sexo y género propuesta por aquel feminismo implicaba asumir que los cuerpos nacían sexuados, es decir que llegaban a este mundo como machos o hembras, y que eran constituidos como varones y mujeres por un proceso de socialización históricamente variable. Más recientemente, la vinculación entre el campo migratorio y los estudios queer ha permitido cuestionar algunos supuestos en torno a la familia y el matrimonio presentes en la bibliografía sobre migración y género, la cual ha tendido a concebir la sexualidad en un sentido heteronormativo. Estos nuevos estudios abogan por el reconocimiento de que las identidades y las prácticas sexuales son factores centrales de los proyectos migratorios (García y Oñate, 2008; Cribari et al., 2012; Stang, 2018; Rosas y Gayet, 2019, entre otros). También se ha demostrado la actuación de la sexualidad en la definición y transformación de las fronteras nacionales y simbólicas, así como en la definición de la ciudadanía y la nación (González López, 2009). Es aquí donde se introduce la crítica de Manalansan (2006), al decir que la sexualidad ha estado relegada al análisis de la reproducción, de la abstinencia forzada causada por la migración y del abuso sexual o la violación. Este autor nos invita a pensar más allá de un sujeto migrante trabajador y a reponer la dimensión del deseo y el placer en las experiencias migratorias.
Queremos finalizar indicando una tensión teórico-metodológica que se ha sostenido a lo largo de los años, y que ha sido referida por Mallimaci (2017). La autora indica que con frecuencia no se clarifica cómo comprendemos el género en nuestros trabajos, es decir, si lo tomamos como objeto de investigación o como perspectiva de análisis. Con el fin de aportar a los diseños de investigación, convendría tener en cuenta que cuando el objetivo central se refiere al análisis de las relaciones de género y/o las identidades y prácticas asociadas, todas estas deberían ser categorías abiertas a ser definidas y redefinidas por/en la situación social analizada. Asimismo, es posible diseñar investigaciones sobre las migraciones que, aun cuando no tengan a las relaciones de género como objeto principal de indagación, supongan análisis “generizados”. En este sentido, el género interesa como perspectiva que atraviesa todas las etapas de la investigación más que como un objeto en sí mismo o variable de indagación.
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