Daniel Quinteros, Roberto Dufraix y Romina Ramos
La asociación entre movilidad humana y criminalidad nada tiene de novedoso. De hecho, ella nace conjuntamente con la conformación del Estado-nación, particularmente cuando los nuevos gobiernos locales de Europa tuvieron que gestionar la llegada masiva de campesinos empobrecidos que se produjo como consecuencia de la expropiación de sus tierras durante los siglos XV y XVI. En este contexto, explican Melossi y Pavarini (1980), como no todos los campesinos encontrarían su espacio en la naciente manufactura ni se adaptarían a la nueva disciplina del trabajo, era necesario crear un dispositivo de control auxiliar al desarrollo de la fábrica. Surgen así el ‘proletariado industrial de las ciudades’ y la cárcel como instrumento de modelamiento del ‘nuevo sujeto’ que requería la fábrica en el proceso de consolidación del sistema capitalista de producción (Melossi y Pavarini, 1980).
A partir de ahí se aplicaron una serie de restricciones de ingreso para las y los extranjeros, considerados como sujetos desviados (Melossi, 2013), tras lo cual eran dejados fuera de los límites urbanos donde abundaba el vagabundeo, la mendicidad y la delincuencia (Rusche y Kircheimmer, 1939). Para ello, prácticamente en toda Europa Occidental se desplegó una ‘legislación sanguinaria’ contra la vagancia, que distinguía entre quienes ‘no podían’ trabajar y quienes ‘no querían’ aceptar las condiciones que ofrecía la fábrica. Así, mientras la imposibilidad para trabajar fue objeto de asistencia y beneficencia, la negativa fue castigada con azotes y otras formas de doblegar la resistencia al trabajo (Melossi y Pavarini, 1980).
Hacia fines del siglo XIX, el criminólogo positivista italiano, Cessare Lombroso, describía las altas tasas de delitos en Estados Unidos, particularmente en aquellos estados con gran cantidad de migrantes. Más aún, Lombroso (1897) entendía que la migración en sí misma es un factor de la criminalidad, debido a la mayor facilidad e incentivo que tendrían estos grupos para el delito. Sin embargo, este paradigma, basado en la predisposición biológica de ciertos sujetos al delito, sería luego superado durante las primeras décadas del siglo XX, particularmente a través de las investigaciones producidas por la Escuela de Chicago y otros desarrollos posteriores.
En este marco, la ‘teoría ecológica’ dejaría de entender el delito como una manifestación de características biológicas o psicológicas. El crimen, entonces, sería el resultado del significativo debilitamiento de los controles sociales primarios, producto de la ‘desorganización social’, del proceso migratorio vivido y de las características ambientales de la ciudad (Downes y Rock, 2011). Cabe tener presente que Chicago recibió importantes flujos migratorios provenientes de Alemania e Irlanda (1860-1900), Escandinavia (1870-1910), Europa del Este e Italia (1880-1914), así como también de los Estados del sur, particularmente de la población afrodescendiente que escapaba de la segregación racial (Monclús, 2008). Estos grupos configuraron buena parte de la mano de obra estadounidense, con una fuerte incidencia en las huelgas ocurridas a principios del siglo XX, a partir de lo cual serían identificados como la gran ‘amenaza roja’ que debía ser controlada, excluida y deportada.
Todo lo anterior deja en evidencia que la consideración de las personas extranjeras como un peligro o una amenaza ha sido una situación recurrente en diversos lugares y épocas. Cada cierto tiempo, las sociedades enfrentan determinadas condiciones en las cuales una persona o un grupo es definido como una amenaza a los valores sociales o un ‘pánico moral’ (Cohen, 2015). Así, la desviación es la consecuencia de la aplicación de reglas y sanciones sobre el sujeto infractor, proceso que permite definir como desviado a quienes se les atribuye tal etiqueta (Becker, 2009). Luego, esta construcción es amplificada por algunos políticos o medios de comunicación que, a través de la vinculación discursiva entre inmigración, ilegalidad y criminalidad, buscan explotar los sentimientos colectivos de hostilidad y rechazo que terminan por convertir a las personas extranjeras en el símbolo que concentra las ansiedades sociales de una época (Wacquant, 1999).
De este modo, como señala Aliverti (2015), la criminalización de la migración debe ser comprendida como una medida desproporcionada para conseguir un sistema eficiente de control migratorio, donde el derecho penal no debiera tener cabida. En este sentido, es necesario entender que el vínculo entre las políticas criminal, migratoria y fronteriza es parte de una estrategia más amplia de control social, que tiende a aumentar los dispositivos de vigilancia a la vez que privatizar los servicios públicos, precarizar las condiciones laborales y pauperizar a segmentos importantes de la población. Es la tensión entre seguridad y derechos, finalmente, la que termina por convertir a la inmigración en el ‘pánico moral’ de la época y al sujeto extranjero en el ‘enemigo adecuado’ del control estatal (Wacquant, 1999). En suma, medidas como restringir el acceso a la regularidad, intensificar el control fronterizo o implementar procesos amplios de deportación debieran entenderse como parte de una estrategia de criminalización, que permite y promueve procesos de inclusión diferencial o subordinada no sólo en el mercado laboral, sino también en la arena política y en la vida social.
En el caso latinoamericano, la desconfianza de las élites sobre quienes huían de la persecución y la pobreza en Europa hacia fines del siglo XIX alimentó un imaginario que los concebía como bandoleros o delincuentes (Melossi, 2018). Si bien en un primer momento diferentes países de la región buscaron promover la inmigración europea como un factor clave para el poblamiento y desarrollo de cada nación, la constante asociación entre inmigración y delito dio paso a una imagen criminalizada del sujeto extranjero. Esto fue, además, ampliamente reforzado por el positivismo criminológico en América Latina como forma de interpretar la cuestión criminal (Sozzo, 2011), lo cual resultó particularmente relevante en Brasil o Argentina, que, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, recibieron grandes contingentes de migración europea.
De esta forma, la idea de la inmigración europea como fuerza de trabajo y agente civilizatorio dio paso a una desconfianza hacia los extranjeros bajo la idea de que la ‘raza blanca’ también podía ser delincuente (Del Olmo, 1981). Además, debido a su conexión con los movimientos obreros y las ideas del socialismo y el anarquismo, fueron catalogados como peligrosos y etiquetados luego como la ‘amenaza roja’. En este sentido, a partir de la Ley de Residencia de 1902, Argentina fue incorporando la posibilidad de excluir a los ‘elementos indeseables’, categoría que se refería a quienes representaran una amenaza política, económica o moral para los intereses de la nación (Domenech, 2015). Para ello se incorporaron nuevos mecanismos, como la deportación y las prohibiciones de ingreso, que buscaban excluir justamente a los europeos que propagaran las ideas del anarquismo y el socialismo, lo que se vio fortalecido por la Ley de Defensa Social de 1910 (Del Olmo, 1981). En Brasil, por su parte, si bien la expulsión de extranjeros ya estaba contemplada para la vagancia desde 1890, a partir de las greves gerais de 1907 que se desarrollaron en São Paulo, Rio de Janeiro y el interior, la estrategia de control migratorio se intensificó, particularmente contra los trabajadores extranjeros que comprometieran la seguridad nacional o el orden público (Pardi, 2015).
Otros países de la región fueron también incorporando medidas restrictivas hacia la inmigración, tanto por motivos de vagancia como por alterar el orden político y social de la nación. En Colombia, por ejemplo, a pesar de que la inmigración representaba menos del 1% de la población y no era, por tanto, una preocupación central (Pita, 2017; Mejía, 2012), la legislación de 1920 contempló restricciones por motivos de salud, sublevación política, ataques contra la propiedad y vagancia o mendicidad (Migración Colombia, 2017). Ecuador, por otro lado, comienza a utilizar la expulsión en 1837 contra quienes hubieren cometido delitos políticos, criterios que se fueron ampliando con la Constitución de 1869, la Ley de Extranjería de 1886 y un decreto que, en 1889, disponía la prohibición de ingreso y la posibilidad de expulsión a migrantes de China (Domenech, 2015). Chile, tras el final del boom salitrero que lanzó a miles de trabajadores a la cesantía (Pinto, 2007), experimentó un cambio en la lógica normativa, pasando de la selección de la migración a su condicionamiento (Durán y Thayer, 2017). En este contexto, la Ley de Residencia de 1918 representó el hito final de un largo giro que incluso estableció la obligación de inscribirse en registros policiales (Lara, 2014) y que, en la práctica, terminó siendo aplicada hacia extranjeros socialistas y anarquistas (Plaza y Muñoz, 2013).
Todo lo anterior apunta a comprender la actual criminalización de la migración en América Latina como el resultado histórico de una política migratoria construida a partir de diversos procesos de securitización y clasificación. Así, esta creciente incorporación de las lógicas y fundamentos del sistema penal hacia la gestión y control de la migración ha sido abordada en profundidad por la criminología de la movilidad (Bhui, 2013) y los estudios en torno a la idea de crimmigration, la cual describe la hibridación entre el derecho penal y el derecho migratorio (Stumpf, 2006). Si bien su origen se restringe al contexto estadounidense reciente, las sucesivas investigaciones han permitido seguir la huella expansiva de estas racionalidades y dinámicas de control, no sólo en otros contextos del Norte, sino también en países del Sur como Australia (Welch, 2012), Brasil (De Moraes, 2015), Argentina (Penchaszadeh y García, 2018; Monclús y Brandariz, 2015) o Chile (Brandariz, Dufraix, y Quinteros, 2018; Quinteros, 2016).
En esta línea, Bosworth, Aas y Pickering (2018) describen la progresiva desestabilización de la ciudadanía y la creciente precarización del estatus legal migratorio que ha resultado de este verdadero giro punitivo. El hecho de que las detenciones y deportaciones de personas extranjeras sean experimentadas y aplicadas como un castigo permite comprender que su rol no es meramente auxiliar al proceso penal, sino más bien parte constitutiva de una penalidad en transformación. En esta línea, señala Wacquant (1999), la convergencia entre prácticas policiales, judiciales y penales ha dado lugar a un verdadero proceso de criminalización de los inmigrantes, frente a lo cual se hace necesario extender el análisis de la penalidad hacia un marco más amplio de prácticas punitivas y no punitivas de control que tienen por objeto disciplinar al ‘nuevo proletariado global’ (De Giorgi, 2015), donde las instituciones de control migratorio pueden ser entendidas como auxiliares al régimen post-fordista de producción y la ideología neoliberal que domina el campo político (De Giorgi, 2010). Esta perspectiva abre la posibilidad de observar las diversas formas de gobernar la migración, no tanto como esfuerzos por ordenar y regular los flujos, sino como estrategias orientadas “a producir autogobierno y, por tanto, sujetos ‘libres’, capaces de autogobernarse” (Melossi, 2018: 45).
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