Sandra Gil Araujo y Laura C. Yufra
En el contexto europeo, hasta los años setenta, la inmigración no era pensada como un área de políticas públicas que requería intervenciones específicas. Antes de la Segunda Guerra Mundial se esperaba que las poblaciones migrantes, inmigrantes o minorías, tanto nacionales como extranjeras, se asimilaran a la cultura dominante. La noción de asimilación había sido labrada durante la primera ola migratoria de la época industrial, a finales del siglo XIX, en medio de las rivalidades imperialistas entre los Estados, la guerra y un proceso de construcción nacional conflictivo. En el periodo de posguerra los Estados occidentales fueron abandonando estas prácticas de nacionalización agresiva. La idea de asimilación comenzó a perder legitimidad, en parte ante la evidencia de la tragedia organizada por el nazismo y también por el impacto de las guerras y procesos de descolonización y movimientos como el Black Power en Estados Unidos (Vermeulen, 1999).
Después de la Segunda Guerra Mundial, aunque con diferencias importantes, los Estados del centro y norte de Europa vivieron un periodo de crecimiento y expansión económica que, unido al descenso de la natalidad y los relativamente altos niveles de educación de la población local, generaron una carencia de mano de obra poco cualificada para el sector industrial. Para satisfacer esa demanda, los propios gobiernos promovieron políticas de contratación de trabajadores en países extranjeros, en algunos casos empezando por las colonias y ex colonias, o mediante acuerdos con los países de la ribera norte del Mediterráneo (España, Italia, Portugal, Grecia y Turquía) y de Europa del Este, que luego se extenderían a los países del Magreb (Marruecos, Argelia y Túnez). En todos los países el empleo de extranjeros fue considerado una solución provisional para responder a la carencia temporal de trabajadores. A pesar de visibles diferencias fenotípicas y culturales, la inmigración no fue tematizada como fuente de problemas políticos importantes. Las dificultades eran interpretadas bajo el prisma general de desigualdad y conflicto de clases y los inmigrantes eran vistos como nuevos integrantes de la clase obrera. La política de inmigración estaba gobernada por la política económica y otras cuestiones vinculadas al Estado de bienestar y no se consideraba que la inmigración fuese un desafío para el orden o la identidad nacional (Favell, 2000). La diferencia cultural no era el marco para pensar, discutir e intervenir sobre estos asuntos, que eran campo de intervención de “expertos en lo social” (Bommes, 1995, p. 128).
¿Cuándo y por qué el asentamiento de (cierta) población inmigrada comienza a ser objeto de debates y medidas concretas y su presencia pasa a ser problematizada en términos de integración? Hasta principios de los años setenta se suponía que los trabajadores extranjeros no se quedarían más allá de la duración de sus contratos de trabajo. Pero esta reducción y definición instrumental de la migración como mano de obra, tolerada como mal menor pero jamás deseada, se quebró cuando se pasó a una inmigración familiar, a una inmigración de poblamiento (Sayad, 2000). A partir de 1973 los países europeos importadores de mano de obra comenzaron a imponer medidas restrictivas a la inmigración e intentaron repatriar a los trabajadores extranjeros que se encontraban en sus territorios. Contrariamente a lo esperado, los inmigrantes no solo no retornaron a sus países de origen, sino que, amparados en el derecho de reunificación familiar, trajeron a sus familias. Esto, si bien era previsible de derecho, no lo fue de hecho y es para Sayad (2010) el punto del que parten los discursos actuales sobre los efectos culturales de la inmigración. La inmigración pasó a ser vista como un problema que exigía una regulación estricta y la libre circulación fue definida como el mayor obstáculo para el establecimiento de buenas relaciones entre las poblaciones inmigradas y la sociedad de instalación. Así pues, los debates políticos comenzaron a hablar de pérdida de la identidad nacional, de los dilemas del pluralismo cultural y de las sociedades multiculturales. La diversidad presente en las sociedades europeas se convirtió en un problema que como tal necesitaba ser gestionado, algo que hasta hoy defienden tanto la mayoría tolerante como la extrema derecha (Bloommaert y Verschueren, 1998).
De este modo, ante la transformación de los inmigrantes poscoloniales en parte de las sociedades de destino, la noción de integración fue apareciendo en escena (Joppke y Morawska, 2003). A lo largo de los años noventa, en diversos países de la Europa Comunitaria los debates sobre inmigración e integración se convirtieron en debates sobre ciudadanía entendida en términos de compromiso y lealtad con la nación (Gil Araujo, 2011). A pesar de las diferentes perspectivas sobre la inmigración, en todos los casos estos debates han terminado atrapados en el estrecho corset de la identidad nacional, y así han revelado la intrínseca relación entre orden migratorio y orden nacional.
El concepto de integración ha sido y sigue siendo utilizado para denominar ideas y medidas políticas muy heterogéneas: nacionalización, reagrupación familiar, leyes antidiscriminatorias y discriminación positiva, protección legal y social básica, la creación de estructuras asociativas para inmigrantes, la redistribución de fondos para la atención de grupos específicos, asociaciones de inmigrantes y organizaciones religiosas, las políticas de vivienda y las de ley y orden, los servicios de mediación, cursos de idioma o autoestima, educación multi/intercultural, formación profesional, inserción laboral, autoempleo, minicréditos, dispositivos de intervención social específica y un largo etcétera. Su utilización no se restringe al marco de los gobiernos, sino que ganó terreno también en el mundo de las ONG y en el campo de los organismos internacionales como la UNESCO, la Organización Internacional para las Migraciones, el Consejo o la Comisión Europea. Incluso los propios grupos de inmigrantes hablan en términos de integración y la reclaman.
Por supuesto, es imposible ignorar el lugar que la integración ocupa en las investigaciones sobre inmigración y el papel del mundo académico en la definición de la integración, y de su contenido, como objetivo ideal de las políticas dirigidas a (ciertas) poblaciones inmigrantes. Favell (2001, 2001a, 2003) ha criticado la falta de atención que prestan las y los investigadores a cómo las ideas sobre los modelos nacionales de integración han sido creados y sostenidos por los profesionales de la política, lo medios de comunicación y la academia. Considera que quien no reflexione sobre cómo el Estado-nación determina las herramientas que se utilizan para la investigación (incluyendo las cuantitativas) será incapaz de visualizar hasta qué punto las conexiones que puede descubrir han sido ya preestablecidas. Para evitar dicha consecuencia, recomienda más autonomía del campo académico en pos de lograr una mayor conciencia sobre la manera en que los factores contextuales y políticos determinan el contenido intelectual de la investigación. Advierte sobre la influencia de los fondos públicos y privados en el diseño y contenido de las agendas de investigación, mediante la cooptación de académicos en roles políticos o por medio del desarrollo del papel intelectual en los medios gubernamentales o en otras áreas, donde su trabajo se utiliza para articular posiciones políticas. En este sentido, considera que el deseo de hacerse un lugar respetable dentro del debate político, o de conseguir investigar para el gobierno o para los think tanks, puede convertirse en una experiencia disciplinadora.
La conversión de la integración de la población inmigrante en objeto específico de gobierno coincidió con transformaciones sociales y económicas sustanciales que supusieron la reformulación de las bases del Estado de bienestar y cambios importantes en las formas de gobernar la cuestión social (Castel, 1997). Es importante llamar la atención sobre esta aparente paradoja: los discursos y políticas sobre la integración de la población inmigrante surgen en el contexto del desmoronamiento de la sociedad salarial. De alguna manera, esta forma de problematizar la presencia inmigrante obstaculizó la reflexión sobre el tipo de inserción que habían tenido estos inmigrantes y sobre el impacto que la reconversión industrial y los cambios en las formas de organización del trabajo tuvieron en el acceso al empleo de estos trabajadores y, principalmente, de sus hijos.
En la actualidad, los “fallos” en la integración son a menudo definidos como el producto de atributos personales, principalmente relacionados con la diferencia cultural o étnica que se les adjudica a los inmigrantes. Una perspectiva que se asemeja a las nuevas formas de pensar los problemas sociales, cada vez más entendidos como falta de aptitudes, actitudes y habilidades individuales, para llegar a ser el ciudadano activo, autónomo, participativo y responsable que demanda la vida moderna. Desde principios del siglo XXI la lógica integracionista se ha radicalizado. Tanto el acceso a la nacionalidad como el derecho de reunificación familiar, entendidos en los años ochenta como instrumentos para facilitar la integración de los trabajadores inmigrantes, son ahora concebidos como premios a una integración exitosa. Los países europeos han modificado sus leyes de nacionalidad incluyendo exámenes obligatorios de lengua y cultura como requisitos para lograr la nacionalización. Estos cambios se han visto acompañados por la imposición de contratos de integración para los nuevos inmigrantes, que ingresan mayoritariamente por motivos familiares o de asilo, y por exámenes de integración para los solicitantes de un visado por reunificación o formación familiar. La integración ha dejado de ser concebida como el final de un proceso recorrido con la ayuda de las políticas del Estado y se ha convertido en un requisito que las poblaciones migrantes deben cumplir (y demostrar que cumplen) para acceder al derecho a tener derechos. Estas transformaciones expresan la articulación, antes que la oposición, entre las denominadas políticas de integración y el control migratorio (Gil Araujo, Santi y Jaramillo, 2017).
Para captar la importancia de la puesta en juego social, política e identitaria que esta noción de integración disimula, Sayad (2010) recomienda prestar atención a la historia de sus usos sociales pasados, especialmente los usos que se han hecho en el contexto de la colonización. Al igual que la noción de cultura, el término integración es esencialmente polisémico y ha heredado el sentido de otras nociones concomitantes, como adaptación y asimilación. Aunque pretendan nombrar cosas distintas, son la expresión de una misma realidad social, del mismo proceso sociológico, en momentos diferentes y para usos sociales diversos. En el campo sociológico, es difícil hablar de integración sin pensar en Durkheim, su atención al lazo social y su diferenciación entre solidaridad orgánica y solidaridad mecánica con relación al proceso de división internacional de trabajo. La noción de integración y sus sinónimos (inclusión, inserción, incorporación, acomodación) nombran esencialmente toda clase de mecanismos y estructuras dirigidas a reproducir una solidaridad unificada que supere las fracturas (clase, género, nacionalidad) que amenazan el orden social y nacional.
¿A qué responde la exitosa extensión del término integración como forma de nominar las relaciones armoniosas entre las poblaciones clasificadas como autóctonas e inmigrantes en los países europeos? Ciertamente, al fuerte vínculo entre la noción de integración y al paradigma de construcción nacional utilizado en el siglo XIX y XX para crear territorios nacionales unificados, fuera del patchwork de religiones y grupos de índole diversa que caracterizaron Europa (Favell, 2001a). La identidad de las naciones estuvo enlazada a la definición de quién permanecía afuera como extranjero y quién pertenecía y podía ser transformado en un miembro pleno de la comunidad nacional. En algunos casos, estos procesos incluyeron a trabajadores inmigrantes, pero estaban primordialmente dirigidos a la integración de todos los problemáticos o periféricos miembros de la nación, como las minorías nacionales, las clases trabajadoras y las mujeres.
En las narrativas públicas sobre la integración de inmigrantes en el contexto europeo subyace la conceptualización teórica que tiene como premisa una noción de sociedad territorialmente delimitada, históricamente enraizada y culturalmente homogénea. De ahí que la necesidad de una entidad coherente en cuyo marco los inmigrantes deben ser integrados se ha convertido en componente esencial de todas las políticas y discursos formulados en nombre de la integración. Utilizando el término integración, los intelectuales y policymakers re-crean la sociedad como un todo funcional cohesionado y estructurado por un aparato estatal que es capaz de crear políticas e instituciones para alcanzar ese objetivo. Integración hace referencia a lo que debe suceder después de la llegada de los inmigrantes (e incluso antes de esa llegada) y concibe y prescribe pasos prácticos en un largo proceso que invariablemente incluye la proyección de un profundo cambio social para la sociedad involucrada y una continuidad fundamental entre el pasado y algún punto de llegada idealizado en el futuro: sociedades híbridas, multiculturales, de mestizaje, interculturales. Hablar de integración supone imaginar las formas y estructuras que pueden unificar a poblaciones diversas, implica creer que el Estado puede activar la nacionalización de inmigrantes y reconstruir así la nación bajo una creciente diversidad social y cultural. Incluso los planteamientos multiculturales son concebidos dentro del marco de contención nacional, haciendo hincapié en la necesidad de poseer una identidad nacional común, que unifique y cohesione a las diversas comunidades culturales que lo conforman (Vertovec, 2003).
¿Y por qué el éxito del paradigma integracionista no se ha extendido a otros países tradicionales receptores de inmigración como Estados Unidos, Brasil o Argentina? Nos permitimos aventurar aquí una posible explicación a modo de hipótesis. En el caso de los países americanos, la promoción de la (in)migración fue una herramienta clave en los procesos de construcción nacional. Desde el inicio, esa migración fue pensada como migración de poblamiento y por eso estos países se han definido siempre como países producto de la (in)migración. Por el contrario, en los países europeos la migración fue imaginada como solución temporal y provisoria a la demanda de mano de obra, y por ello la migración está ausente en las narrativas europeas sobre construcción e identidad nacional.
Por lo dicho, como advierte Favell (2003), la preferencia por el término integración no debería ser interpretada como una muestra de mayor sensibilidad política, sino como la señal de una profunda preocupación por los cuestionamientos que la presencia inmigrante genera sobre las sustancias y fundamentos de la unidad nacional, en tiempos de fragilización del lazo social y de otras formas de vinculación y pertenencia. La preponderancia del término integración como idea central en los debates sobre la presencia inmigrante a lo largo de Europa representa el decantamiento por una retórica diseñada para rescatar la sociedad nacional en un contexto de disgregación social, de debilitamiento del estatuto asalariado y de metamorfosis de la cuestión social (Castel, 1997). En pocas palabras, la reflexión sobre la problematización de la presencia inmigrante en clave integracionista coloca en primer plano un tema crucial para el pensamiento socio-antropológico: los fundamentos del vínculo social.
Bibliografía
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