Laura C. Yufra y Corina Courtis
La noción de ciudadanía ha sido central en el desarrollo del pensamiento y las prácticas políticas desde la antigüedad griega hasta la constitución de los Estados-nación. En su sentido estricto, esta noción remite a la pertenencia a una comunidad política y a la condición que vincula a Estado y sujeto en torno a derechos y obligaciones civiles y políticas. La teoría clásica de la ciudadanía presupone, por un lado, una correspondencia unívoca entre Estado, territorio y pueblo (nación) y, por el otro, la relativa homogeneidad de este último, al postular la igualdad abstracta de sus miembros ante la ley. Las pugnas por el voto no censitario, el voto no calificado y el voto femenino iniciaron el camino de cuestionamiento de estos supuestos. Y, hacia fines del siglo XX, de la mano de procesos como la retracción de los Estados de bienestar, la creciente reivindicación de las diversidades, la mundialización de las migraciones y el afianzamiento de los sistemas internacionales de protección de los derechos humanos, el concepto de ciudadanía cobró relevancia en el marco de las luchas por la extensión de derechos, sea para adosar a los derechos cívico-políticos la garantía de derechos económicos, sociales y culturales, sea para lograr una mayor ampliación de los contornos de su base democrática o para desarticular su nexo con la nación y el territorio. Enunciado en el marco de diferentes discursos, su sentido se fragmentó, de modo que hoy tenemos el sentido de ciudadanía del discurso político liberal, vinculado a la protección jurídica, legal, formal; del régimen neoliberal bajo las coordenadas del individualismo emprendedor autónomo, consumidor y autosustentable; el sentido concedido por los organismos internacionales, que la entienden como corresponsabilidad y competencia; el discurso académico que la comprende como expresión de las prácticas sociales; la ciudadanía de los “ilegales” y excluidos que sostiene el reclamo de inclusión y pertenencia; la ciudadanía cívica de los sectores medios y su relación con la convivencia, la civilidad y tolerancia; entre otros muchos sentidos atribuidos al concepto (Álvarez Enríquez, 2019). El concepto irrumpió con fuerza en el debate teórico de las ciencias sociales (Suárez Navas, 2006; Faist, 2015), que han sido activas en el señalamiento de los déficits de ciudadanía para diferentes grupos sociales, acuñando alternativas tales como “ciudadanía global” (Falk, 1994), “ciudadanía multicultural” (Kymlicka, 1995), “ciudadanía feminista” (Lister, 1997), “ciudadanía de género” (Seidman, 1999), “ciudadanía multinivel” (Yuval-Davis, 1999), entre otras.
Las migraciones han contribuido fuertemente a cuestionar la noción clásica de ciudadanía en tanto han impulsado reflexiones sobre sus alcances y límites como medio de inclusión política y social. Ello se debe a la ligazón entre ciudadanía y nacionalidad como par indisociable, y a la naturalización de dicho vínculo, que se constituye en un obstáculo epistemológico para distinguirlas (Gil y Rosas, 2019). Así pues, desde el campo de los estudios migratorios, la noción de ciudadanía marca la distinción entre miembros y outsiders a partir de la relación que los sujetos migrantes entablan con los Estados particulares y los derechos que estos últimos deciden o no asignarles (Bauböck, 2006).
En ese sentido, se ha insistido en que la presencia de extranjerxs, es decir, no-nacionales, en el territorio nacional genera situaciones de desigualdad debido a su acceso diferencial −directamente negado, parcializado y fragmentado según el estatus migratorio de las personas− a los derechos garantizados por la condición ciudadana, tanto en lo que atañe a los derechos sociales como a los derechos civiles, culturales y políticos. En el caso europeo se ha acuñado el concepto de “estratificación cívica” (Kofman, 2002; Morris, 2003; Peláez Paz y Sanz Abad, 2018) para señalar los diferentes estatus posibles para lxs residentes de los diferentes países y el conjunto disímil de derechos que cada uno concede. En línea con este señalamiento de la existencia de estatus jerarquizados, Hammar (1989) estableció la categoría denizens para identificar a residentes permanentes con acceso a derechos sociales, económicos y civiles, pero sin poder ejercer el derecho al voto. Dicho de otro modo, la ciudadanía sirve para justificar el privilegio de lxs nacionales en el acceso al más amplio espectro de derechos que un Estado otorga (Varela Huertas, 2009).
Lo que acabamos de señalar también vale para el caso argentino. Nuestra actual Ley de Migraciones 25.871/2003, a pesar de estar inspirada en la defensa del derecho a migrar como un derecho humano, no escapa a la ligazón entre ciudadanía y nacionalidad. A menos que se “nacionalicen” o “naturalicen” −devengan ciudadanxs mediante la solicitud y obtención de la Carta de Ciudadanía− (y, en rigor, ni siquiera totalmente así), lxs migrantes encuentran, de una u otra manera, límites en el goce de los derechos propios de la condición ciudadana. Algunxs autorxs apuntan, incluso, que las diferentes categorías de residencia estipuladas en la Ley (precaria, temporaria, permanente) conllevan, junto con una fragmentación del estatus migratorio, una fragmentación de los derechos a los que cada categoría tiene acceso (Courtis y Pacceca 2007; Domenech, 2011).
Por otra parte, la discusión sobre ciudadanía se entronca con el proceso de conformación de formaciones supranacionales tales como la Unión Europea o el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y la posibilidad de promoción de nuevas configuraciones ciudadanas en estos marcos institucionales. Desde la perspectiva de la estratificación cívica (Kofman, 2002; Morris, 2003), se insiste en poner en evidencia la persistencia de la soberanía de los diferentes Estados nacionales miembros de la Unión Europea. Basta pensar en la diversidad de requisitos para que las personas extranjeras puedan devenir nacionales en los diferentes países. Por citar sólo algunos ejemplos: los lazos de consanguinidad para Italia, o la menor cantidad de años de residencia para latinoamericanos en comparación con otros orígenes en España, por no mencionar la denegación de la naturalización de lxs extranjerxs debido a la “falta de integración” en Francia. En relación con el MERCOSUR, no sólo no existe una ciudadanía común −con lo cual subsiste una gradualidad en la posibilidad de acceder a los diferentes derechos−, sino que, además, opera la distinción con lxs migrantes ciudadanos de países extrarregionales, quienes tienen mayores dificultades para obtener el permiso de residencia regular y el acceso a derechos.
Así pues, a pesar de la introducción de la noción del derecho humano a migrar en nuestra normativa migratoria, la ciudadanía aún es una condición esquiva para lxs migrantes. Si el avance en la forma de concebir la migración respecto del pasado más reciente en Argentina es innegable, también lo es la condicionalidad, parcialidad, paulatinidad y selectividad (entre colectivos de diferentes orígenes) con que las personas migrantes acceden a derechos. Evidencia de esto puede encontrarse en el ámbito de la salud, la vivienda, la educación, la seguridad social (Rosas y Gil, 2019; Karasik y Yufra, 2019; Gallinati 2015; Cerrutti, 2010, por citar sólo algunos estudios), la participación política (Penchaszadeh, 2012; Modolo, 2012). En este mismo proceso, se asientan también las sospechas por el supuesto uso indebido y/o abusivo de los recursos sociales por parte de lxs migrantes, la “falta originaria” (Sayad, 2010): la falta de ciudadanía.
Los rasgos excluyentes, segmentadores y jerarquizadores de la noción de ciudadanía se confrontan con uno de los supuestos de base de los Estados democrático-liberales, la mentada igualdad de los sujetos ante la ley autoinstituida. De ahí que resulte importante señalar que la ciudadanía parece ser menos un estatus garantizado que un terreno en disputa en el que se despliegan “prácticas ciudadanas” para el acceso a derechos (Suárez Ruiz, 2018, sintetizando la concepción de Balibar). Desde este enfoque, es posible pensar dichas prácticas independientemente de la nacionalidad. De hecho, la noción de “prácticas de ciudadanía” apunta a mostrar la ciudadanía como algo más que una concesión formal de un determinado Estado-nación o una entidad supranacional. Bajo esta noción pueden estudiarse las formas organizativas y las luchas de las personas migrantes por el acceso a recursos y derechos, que se desarrollan en contextos precisos y asumiendo formas particulares, y que develan la incompletitud de la noción moderna de ciudadanía, vindicando la “democratización de la democracia” (Balibar, 2013).
En suma, abordar la noción de ciudadanía desde el campo de las migraciones permite una inmensa productividad crítico-analítica. La tensión que se revela en la constatación de un ideal de igualdad sociopolítica no alcanzado ofrece la posibilidad de pensar de manera conjunta las pertenencias y las exclusiones basadas en la nacionalidad. El ejercicio ilumina la estrecha vinculación de la condición de ciudadanía con el acceso (o más bien la fragmentación cuando no la denegación) a recursos y bienes comunes. A la vez, orienta la comprensión de las pérdidas del acceso a derechos ciudadanos y abona la producción de nuevas demandas políticas y sociales más allá de los límites previamente conocidos.
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