Silvina Merenson y Menara Guizardi
Las primeras definiciones del vocablo frontera en la lengua española se sitúan hacia fines del siglo XVIII y expresan, en buena media, lo que es una de las imágenes más extendidas en el sentido común permeado por la geopolítica; aquella que lo asocian al límite territorial entre dos o más Estados-nación, independientemente de cómo resulte adjetivado o caracterizado. En los idiomas latinos, el término tiene mayor polisemia que en lengua inglesa. La palabra “frontera” (y su par lusófono, fronteira) aluden tanto a la línea divisoria entre países (frontier, en inglés), a los territorios o regiones donde convergen dos o más Estados-nación (borders) y también a la construcción de los límites culturales, simbólicos e identitarios que establecen quienes pertenecen o no a una comunidad (boundaries). A diario escuchamos hablar sobre “fronteras calientes” o “imperceptibles”, signadas por las formas más crudas y deshumanizadoras de las desigualdades sociales, o por la hermandad y la integración de hecho antepuesta al registro de diferencias y conflictos. Sin embargo, la conceptualización de las fronteras en las ciencias sociales y humanas desborda ampliamente estas lecturas.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta los años 1980, las fronteras internacionales fueron abordadas casi exclusivamente desde la historia, la geografía y la ciencia política. En estos debates, primaban los estudios descriptivos, de concepción materialista: las fronteras eran concebidas tácitamente como líneas divisorias que aislaban las soberanías de los países (Mezzadra y Neilson, 2013). Estos análisis se centraban mayormente en los intereses geopolíticos de cada Estado-nación, y tendían a naturalizar y homogenizar las diferencias económicas, políticas, simbólicas e identitarias de cada país. La globalización y el final de la Guerra Fría, especialmente desde 1989, cambiaron la perspectiva de la relación entre soberanías nacionales, economías y circulaciones entre y a través de los países. El reordenamiento geopolítico y económico (con la revolución de las tecnologías de comunicación simultánea y el abaratamiento del transporte) supuso un nuevo régimen de circulaciones. Este régimen, apoyado en la hegemonía del modelo económico neoliberal, utiliza la movilidad humana y de mercancías para potenciar circuitos transfronterizos tan explotadores como rentables, configurando así una nueva lógica territorialmente flexibilizada de acumulación del capital (Sassen, 2003).
Las migraciones desde los países periféricos (el Sur global) a los países centrales del capitalismo (el Norte global) aumentaron exponencialmente. En la década de 1990, este fenómeno fue concebido por algunos analistas como el signo de una nueva era de contactos multiculturales y de celebración de la diversidad. Pero para fines de los 1990, la presencia de migrantes de los países pobres ya había reavivado expresiones contundentes de rechazo en los países receptores del Norte global, reencendiendo perspectivas en contra de la heterogeneidad sociocultural que la economía global implicaba. Esto incentivó la emergencia de discursos críticos sobre la globalización que se acentuaron fuertemente a partir de 2001 (con los atentados de Nueva York). De imaginarios globales de “mundo sin fronteras”, se pasó a una geopolítica re-fronterizadora que criminaliza las migraciones, aplica tecnologías bélicas para la vigilancia de territorios fronterizos y deshumaniza a quienes protagonizan las movilidades transnacionales y/o transfronterizas. Desde 2015, esta retórica re-fronterizadora se convirtió en uno de los principales ejes políticos de las derechas y extremas-derechas tanto en el Norte como en el Sur globales, adaptadas estratégicamente a las configuraciones políticas de cada región y país.
Al calor de estos procesos históricos, desde fines del siglo anterior, las fronteras ingresaron decididamente a la agenda de estudios de las ciencias sociales en América Latina y el Cono Sur. El protagonismo latinoamericano en este campo se debe, en gran medida, a la importancia de la frontera México-Estados Unidos como uno de los epicentros de los procesos de globalización (en los 1990) y de refronterización (desde los 2000). Los debates de las ciencias sociales latinoamericanas significaron al menos tres giros analíticos para pensar las fronteras y su relación con las movilidades humanas.
Primero, impregnadas por el carácter relacional de las identificaciones sociales, como zona de contacto y fricción, tal como lo indicaron en los años 1960 y 1970 Barth (1976) y Cardoso de Oliveira (1963), las investigaciones cuestionaron las visiones estáticas y materialistas, indagando sobre la construcción de los límites fronterizos. Estas perspectivas implicaron concebir las fronteras como procesos históricos, como formas culturales y, a la vez, como experiencias políticas protagonizadas por las personas. Las fronteras serían, según esta perspectiva, construcciones multiescalares y multifacéticas. En ellas intervienen tanto instituciones como procesos: las primeras marcan, delimitan y refuerzan cuestiones vinculadas a la soberanía, el Estado y los derechos de la ciudadanía, mientras que los segundos suponen “marcas”, pero también desmarcaciones (por ejemplo, en la construcción de culturas nacionales) (Wilson y Donnan, 1998). Aunque con resultados y efectos diversos, si consideramos su poder clasificador y filtrador (Kearney, 2006), ambos casos condensan la configuración de alteridades. Esto es la distinción entre un “nosotros” y “los otros”.
Segundo, con las escritoras chicanas, las ciencias sociales latinoamericanas empezaron a cuestionar el androcentrismo de los estudios sobre territorios fronterizos. Apelando a una narrativa transgresora, Anzaldúa (1987) abordó la frontera entre México y Estados Unidos como una metáfora de distintas formas de encrucijada: entre límites geopolíticos, transgresiones sexuales, dislocaciones sociales y contextos lingüístico-culturales múltiples. La autora indagó sobre la violencia contra las mujeres y los géneros no-masculinos en la composición de esta frontera, de sus relaciones parentales, así como de las zonas de enfrentamiento (militar, identitario, económico) entre las naciones. A partir de esta reflexión, definió a la frontera como un lugar geográfico encarnado (vivido por ella, una mujer transfronteriza, y las personas cuyos relatos retoma), que construye y es construida por la condición mestiza de quienes la habitan. La frontera sería, así, un área geopolítica más susceptible a la hibridez: un espacio entre culturas, entre sistemas sociales que desafía la estabilidad de las divisiones nacionales. Sus reflexiones fueron aplicadas al estudio de los límites del género, inspirando al feminismo, al movimiento queer y al postfeminismo en las ciencias sociales.
Tercero, los estudios críticos permitieron visibilizar que es la definición política de la frontera lo que crea la noción de migración internacional y de ciudadanía. Este debate contribuyó a situar a las fronteras como parte de mecanismos más amplios de gobernabilidad y de biopolítica en el orden global neoliberal. Esta perspectiva insta a trascender la distinción dentro/fuera, inclusión/exclusión propia de la comprensión lineal y territorial de la frontera. Así, en cuanto mecanismo biopolítico, la frontera utiliza de forma interseccional dispositivos raciales, etnicizadores, de género y generación que permiten convertir a ciertas poblaciones en sujetos prioritarios de los regímenes de explotación de la movilidad humana. Este giro significó pasar de los estudios sobre las fronteras a los estudios sobre los procesos de fronterización (Mezzadra y Neilson, 2013). Dichos procesos son herramientas con las que cuentan los Estados y los mercados para diferenciar y jerarquizar los movimientos de personas.
Podemos situar las primeras investigaciones sistemáticas en lo que hace a las articulaciones entre límite, frontera, Estado y nación en el espacio del Cono Sur hacia fines de la década de 1990, influenciadas por las indagaciones de García Canclini (1989) sobre la experiencia latinoamericana de la hibridación en la globalización. En un primer momento, estos trabajos impulsados por el diálogo con las expectativas y reparos que despertaba el Mercosur, se ocuparon de criticar la esencialización de los actores fronterizos y de demostrar cómo, en diferentes contextos, las fronteras están cargadas de diversos sentidos que las presentan como barreras (arancelarias, migratorias e identitarias) y/o como zonas de intercambio comercial, político, cultural (Grimson, 2003; Quadrelli, 2003; Rabossi, 2004; González, 2006). En sus propuestas, “frontera” resulta una categoría analítica que, en el registro de su porosidad y polisemia, se densifica para aludir a pasajes, articulaciones, flujos y delimitaciones tanto simbólicas como materiales que se referencian en territorios, sistemas legales y soberanías, identificaciones y significados.
En buena medida, esta perspectiva se prolongó en la interpelación a los efectos de la “globalización” como sinónimo de desaparición de las fronteras (Baeza, 2009) y de la oposición centro/periferia que a menudo implica una visión subalternizadora de las áreas limítrofes nacionales y de sus habitantes (Karasik, 2000; Merenson, 2016). Ahondando en las especificidades locales y cotidianas de la experiencia fronteriza, también se indagó en los “ilegalismos” que, en diversos territorios fronterizos del Cono Sur, contiene las formas en que las personas establecen sus actividades económicas, sus vínculos sociales y participaciones políticas y las variaciones de las determinaciones formales de la distinción entre legalidad e ilegalidad por parte de los Estados centrales (Cardin, 2012; Renoldi, 2015).
En lo reciente, tal vez como efecto de la consolidación de la perspectiva transnacional y las críticas al “nacionalismo metodológico”, los abordajes de los espacios transfronterizos colocaron la movilidad humana en el centro de su reflexión para ponderar las políticas regulatorias de los flujos migratorios y los procesos de securitización (Domenech, 2013; Jardim, 2017). Aun así, queda pendiente la puesta en común de los debates sobre migración de mediana y larga distancia y las lógicas circulatorias e interaccionales pendulares de quienes se desplazan entre territorios fronterizos (Tapia y Parella, 2015). Es posible que el énfasis puesto por los estudios de la migración transnacional en el habitar la “simultaneidad” como condición intrínseca de la definición de la figura de “transmigrante” haya transformado el “cruce fronterizo” en una metáfora, más que en una experiencia constitutiva de los desplazamientos migratorios (Guizardi et al., 2019).
Bibliografía
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