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Creencias, territorialidades y migrantes

Ana Inés Barelli

En las últimas décadas, las referencias a las prácticas religiosas en los estudios sobre migración internacional han crecido notoriamente. En el ámbito de las ciencias sociales, y con mayor énfasis en la sociología de la religión, se sostiene con más frecuencia la importancia de pensar los fenómenos religiosos (creencias, rituales e instituciones) desde la movilidad en general y desde los flujos migratorios en particular. De esta manera acordamos con Levitt y Glick Schiller (2004) en que los migrantes frecuentemente se valen de la religión para construir nuevos escenarios y geografías alternativas, que trascienden las fronteras nacionales, creando nuevos espacios que inspiran y construyen otras formas de vincularse; con Odgers Ortiz (2008), en que las religiones constituyen sistemas de sentidos a partir de los cuales los sujetos desarrollan su visión del mundo, le confieren sentido a la vida misma y las transforman activamente; y, finalmente, con los geógrafos de la religión, en que las creencias religiosas y sus prácticas cultuales necesitan el espacio para su reproducción y crecimiento, desde donde desdibujan fronteras y se comparten múltiples territorialidades (Rosendhal, 1996, 2009; Carballo, 2009; Flores, 2016). Sin embargo, a pesar de estos importantes aportes, en la actualidad los trabajos que analizan explícitamente la relación entre movilidades/migración y religión/creencias siguen siendo relativamente escasos y en constante construcción. En función de ello, en esta oportunidad nos proponemos revisar algunas categorías y conceptos que venimos reflexionando y utilizando en nuestras investigaciones debido a que constituyen insumos teóricos para pensar las creencias en contextos de movilidad.

Durante gran parte del siglo XX, el abordaje de las expresiones religiosas por parte de las ciencias sociales estuvo dominado por el paradigma de la secularización, el cual postulaba la pérdida progresiva del espacio que las religiones y particularmente las instituciones ocupaban en las sociedades modernas. Sin embargo, esta perspectiva en las últimas décadas del siglo XX se ha visto modificada por la irrupción de las diferentes expresiones religiosas en la esfera global vinculadas fuertemente con los nuevos sentidos o dinámicas que adoptan las movilidades humanas. En función de ello, a grandes rasgos, podemos decir que la concepción posmoderna sobre los fenómenos religiosos se ve atravesada por las nuevas formas que adopta lo “sagrado”, desde donde se piensa en la fragmentación del sentido de la modernidad y se plantean las “teorías funcionales/inclusivas” que apuntan a la desregularización del campo religioso y a la “desinstitucionalización” y la “individuación del sujeto”. Esta nueva concepción les otorga a las expresiones religiosas cierta flexibilidad y movimiento, centrado en la idea de que las Iglesias han perdido el monopolio de las cosmovisiones y que se da paso a otras formas de advertir el fenómeno religioso (Hervieu-Léger, 1993). Así, siguiendo a Mallimaci y Giménez Beliveau (2007), podemos decir que a principios del siglo XXI las creencias en las sociedades latinoamericanas están marcadas por la doble dinámica de la ruptura del monopolio católico y de la pluralización del campo religioso, donde “la creencia y la increencia se combinan en configuraciones originales”. Es decir, la Iglesia católica, que históricamente marcó los límites de lo creíble, fue perdiendo ese lugar central para dar paso “a un paisaje en el que otros actores religiosos reclaman sus espacios de poder y de definición de lo legítimo y de lo creíble” (Mallimaci y Giménez Beliveau, 2007, p. 48). Es así que, en este nuevo contexto, se advierten nuevas formas de vivir la religiosidad que coexisten con las anteriores y que pueden o no articular o dialogar entre sí. Abruzzese (1999), por ejemplo, habla sobre la transformación de la estructura territorial producida por la desestabilización del sistema parroquial católico a partir de los efectos de la movilidad, la urbanización y la industrialización, y menciona que la lógica de “cercado” propia de la estructura parroquial es sustituida por “un paisaje reticular, en donde la población, móvil, teje sus itinerarios espirituales siguiendo los ‘faros’ que constituyen los lugares sagrados nuevos o renovados” (Odgers Ortiz, 2008, p. 12).

Estas nuevas formas que adopta lo “sagrado”, como ya hemos mencionado, se encuentran también atravesadas, transformadas y configuradas por la intensificación de los flujos migratorios y por la movilidad espacial en un sentido amplio. En función de ello, recuperaremos algunas perspectivas teóricas sobre los desplazamientos humanos que nos han permitido reflexionar sobre las prácticas religiosas de los sujetos/creyentes en contextos de movilidad.

Una de las primeras herramientas para abordar las expresiones religiosas nos la ofreció la perspectiva del transnacionalismo, debido a que nos permitió pensar la migración ya no como un acto de mudanza ni como un flujo migratorio en un único sentido, sino como un estado y una forma de vida en la que los desplazamientos son recurrentes y presentan un continuo intercambio de personas, bienes, símbolos, creencias e información, donde se “crean y mantienen relaciones sociales multidimensionales que vinculan las sociedades de origen con las de destino” y se “construyen campos sociales que cruzan fronteras geográficas, culturales y políticas” (Basch, Glick Schiller & Szanton Blanc, 1994, p. 7). Por otro lado, este enfoque también nos proporcionó la posibilidad de pensar la migración y las prácticas religiosas desde las redes sociales que se construyen en torno a dichas experiencias de movilidad (Herrera Lima, 2000) y ver cómo el desarrollo de nuevas tecnologías en transporte y comunicaciones agilizan y complejizan la comunicación más allá de las fronteras nacionales (Portes, 2004). Dentro de esta perspectiva, también pudimos avanzar en la idea de campo social que expone Levitt (2010), como un conjunto de múltiples redes y vínculos entrelazados, a través de las cuales ideas, prácticas, objetos y recursos se intercambian de manera desigual y revelan información sobre las “formas de estar” y las “formas de pertenecer” en diferentes escalas espaciales. De esta manera, esta mirada nos posibilitó abordar cómo los sujetos/migrantes, en determinados contextos, trasladan devociones, objetos y prácticas cultuales que se resignifican en el lugar de destino y que, a partir de ellas, construyen nuevas territorialidades estrechamente vinculadas con sus lugares de origen (Barelli, 2015, 2018). Sin embargo, este enfoque no estuvo libre de críticas, y si bien no las desconocemos, como las que apuntan a su novedad (Portes, 2005), la durabilidad de las prácticas transnacionales, así como el carácter generalizado que aquellos primeros estudios otorgaban a la migración transnacional (Moraes Mena, 2006), creemos que dicha perspectiva, para abordar los fenómenos religiosos de los migrantes/creyentes, sigue siendo relevante y les aporta otra dimensión de análisis a las prácticas religiosas. Es decir, teniendo en cuenta las limitaciones, nos siguen brindando herramientas para reflexionar sobre la forma en que los sujetos proyectan su religiosidad, trasladan objetos de devoción y prácticas en los espacios de destino, y sobre cómo dichas prácticas y rituales se conectan tanto desde lo material como desde lo simbólico con sus lugares de origen.

Otra perspectiva, más actual y que nos proporciona otra dimensión de análisis para pensar los fenómenos religiosos en contextos de movilidad es la que proviene desde la geografía y la antropología francesa de la mano de Tarrius (2000). El autor menciona la formación de “territorios circulatorios” como aquellos espacios que son producto de las prácticas de movilidad donde quienes circulan son “de aquí y de allá a la vez”. Es decir, es el sujeto/migrante el que circula y el que produce sus construcciones territoriales desde redes sociales propicias para circular, donde los criterios de reconocimiento del “otro” están en ruptura con las fronteras producidas por las sociedades locales (Tairrus, 2000). Esta propuesta, de alguna manera, le confiere no sólo al territorio una cierta profundidad y plasticidad, sino que también él mismo se desprende de sus anclajes materiales fijos y adquiere movilidad. En otras palabras, y teniendo en cuenta las prácticas religiosas, son las imágenes religiosas que los sujetos/creyentes transportan “las que van a emblematizar al sujeto colectivo que allí se encuentra; es el paisaje humano móvil y en expansión el que va a demarcar la existencia de un territorio”, ya no es el espacio únicamente demarcado por sus monumentos lo que constituye territorialidad, sino los propios desplazamientos de los colectivos de creyentes (Segato, 2009, p. 47).

De esta manera, tanto los espacios transnacionales como los territorios de circulación, a pesar de sus acentuadas diferencias, cada uno aporta elementos relevantes para la reflexión sobre la forma en que el espacio es vivido, articulado y transformado cotidianamente desde las prácticas y creencias religiosas de los sujetos/migrantes en torno a experiencias de movilidad. En otras palabras, dichas reflexiones nos permiten pensar en nuevas formas de habitar de los sujetos/migrantes donde la reestructuración espacial de los sistemas religiosos y las prácticas desarrolladas en los territorios generan o construyen diversas formas de participación e interacción social.

Estas nuevas perspectivas que nos permitieron pensar los fenómenos religiosos en contextos de movilidad también nos habilitaron a revisar la noción de “territorio” en torno a lo sagrado y a los sujetos/creyentes (Rosendhal, 1996, 2009; Carballo, 2009; Flores, 2016). En función de ello, recuperamos la definición de territorio de Carballo (2009) como el espacio apropiado y valorizado por los grupos sociales tanto desde su “carácter instrumental-funcional”, centrado en relaciones económicas, políticas y sociales, como desde una forma “simbólico-expresiva”, donde lo específico sería la sedimentación simbólico-cultural que se produce en dicho espacio. A partir de allí, pensamos el territorio siguiendo también los planteos de Benedetti (2011) como prácticas culturales y materiales de la sociedad, las cuales son pensadas como entidades geohistóricas que presentan procesos abiertos y contingentes, como categorías que no “son” sino que “están siendo”. Es decir, como experiencia vivida o sentida que tiene una fuerte vinculación e interacción entre el espacio vivido en el pasado y en el presente donde su plasticidad y su constante movimiento constituyen sus rasgos más relevantes , y en donde la devoción a los santos, como plantea Odgers Ortiz, permite construir “faros” o anclajes dentro de un territorio fluido que conecta lo de “aquí” y lo de “allá”. Un “territorio no homogéneo, donde la sacralización de espacios determinados hace posible identificar –construir– paisajes específicos, mapas mentales en donde la circulación adquiere un sentido” particular y comunitario (2007, p. 36). En esta misma línea, otro concepto que nos resulta interesante también incorporar para abordar los territorios de las prácticas devocionales de los migrantes/creyentes es el de “geosímbolos”, debido a que nos posibilita profundizar en las maneras en que lo religioso (en un sentido amplio) se hace presente en el espacio público cotidiano y nos permite la identificación de marcadores “religiosos” espaciales que operan en la ciudad, interactúan con los sujetos y “dan cuenta de relaciones de poder (siempre asimétricas) y de relaciones de alteridad que se vinculan con procesos políticos, ideológicos, culturales y por supuesto, territoriales” (Flores y Giop, 2017, p. 175).

Por otra parte, para seguir reflexionando sobre la relación que se genera o se articula a partir de las prácticas de los sujetos/migrantes en los espacios de destino, resulta también relevante mencionar los “hologramas espaciales” de Lindón (2007). Esta propuesta teórica permite visualizar las prácticas religiosas en el espacio local desde diferentes escalas espaciales, donde se propone pensar los territorios desde un escenario situado en un lugar y un tiempo determinados, con la particularidad de que en ellos están presentes otros lugares, otras personas “que traen consigo otros momentos o fragmentos temporales” (Lindón, 2007, p. 42). Esta propuesta nos permite observar diferentes niveles “o capas de significados” en la construcción de los territorios (sagrados/devocionales) desde donde se piensa un abordaje metodológico en dos planos de interpretación espacial: uno, el del lugar como realidad localizada y otro, el del lugar como realidad desplegada en una red de lugares interconectados a través de lo vivido y que puede integrar lugares distantes y temporalidades diferentes. En otras palabras, serían como aquellas imágenes que proyectan o diseñan los sujetos/creyentes sobre el territorio a partir de sus propias experiencias y valoraciones de la práctica religiosa; desde donde confluyen otros escenarios, lugares, experiencias, así como también fragmentos de memorias, temporalidades y experiencias que se condensan y dan sentido a nuevas territorialidades y sacralidades.

Bibliografía

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