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Interseccionalidad

Carlos Barria Oyarzo

El denominado giro interseccional en las teorías feministas surge como propuesta con implicancias teóricas, metodológicas y políticas, con algunas particularidades en los estudios migratorios. La perspectiva interseccional nace de la necesidad de dar cuenta de las imbricaciones de diferentes relaciones de poder vinculadas principalmente al género, la clase social y la raza, reconociendo allí un fenómeno social con características específicas en cada contexto. Se presenta como una perspectiva transdisciplinaria dirigida a comprender la complejidad de las identidades y desigualdades desde un enfoque integrado (Bilge, 2009).

Algunas autoras trazan una genealogía previa a la nominación de esta perspectiva como tal. Viveros Vigoya (2016) destaca la “Declaración de los derechos de la mujer”, donde Olympia de Gouges (1791) expone algunas analogías entre el racismo y el sexismo, así como incipientes alianzas entre las luchas abolicionistas y feministas del siglo XIX en Estados Unidos. Una de las precursoras abolicionistas de la esclavitud, Sojourner Truth, realiza una crítica al sexismo y al movimiento de mujeres en el que las reivindicaciones de las mujeres negras nacidas como esclavas no tenían lugar, en su discurso “Ain’t I a Woman?” en la Convención de los Derechos de la Mujer de 1851 (Brah y Phoenix, 2004). Precisamente en el contexto latinoamericano en este mismo periodo surgen algunas producciones en el campo de la literatura y artes plásticas con una clara perspectiva crítica a las opresiones de género, raza y clase de mujeres negras e indígenas (Viveros Vigoya, 2016).

Ya en el siglo XX se producen una serie de críticas por parte de académicas y movimientos sociales a la hegemonía del feminismo “blanco” liderado en su mayoría por mujeres de clase media. Curiel (2007) expone que las décadas de los sesenta y setenta estuvieron caracterizadas por nuevas producciones teóricas y políticas de los feminismos con un cuestionamiento central a la categoría “mujeres” y su pretensión universal, lo que abrió el análisis a nuevas perspectivas vinculadas a la subordinación de las mujeres, donde el “feminismo negro” estadounidense ha sido de referencia para otras experiencias. Particularmente, desde 1974 la Colectiva del Rio Combahee en Estados Unidos se define como un grupo de feministas negras para combatir las opresiones simultáneas y múltiples a las que se enfrentan todas las mujeres de color a partir de la crítica a los movimientos de liberación y de las experiencias situadas (Combahee River Collective Statement, 1977). Por su parte, en Gran Bretaña desde los años setenta se conforman organizaciones de mujeres negras articuladas en la lucha antiimperialista, anticolonialista y antirracista en muchos casos tras los efectos de las migraciones y las desigualdades materiales, sociales y culturales aparejadas a los procesos de las diásporas (Curiel, 2007; Brah y Phoenix, 2004).

Para la región latinoamericana, Viveros Vigoya (2016) da cuenta de los debates de mujeres negras en el partido comunista de Brasil desde 1960 y el desarrollo de la teoría de la tríada de opresiones “raza-clase-género”. Especialmente a partir de la década del setenta y ochenta, Curiel (2007) expone que comienzan a instalarse las críticas sobre el elitismo, el racismo y el clasismo en los activismos políticos y las producciones académicas, con clara conciencia de la historia colonial de la región. Para esta autora, el Segundo Encuentro Feminista de América Latina y El Caribe de 1983 marca un hito en la inclusión de estos debates, particularmente por parte de mujeres afrodescendientes y posteriormente indígenas que comienzan a organizar espacios de discusión en estos encuentros.

Desde las experiencias de mujeres en movimientos sindicales se esbozan críticas a los modelos neoliberales productores de desigualdad con particularidades para la posición de las mujeres en contextos poscoloniales. En su participación en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer en México (ONU, 1975), Domitila Barrios de Chungara, activista del Comité de Amas de Casa de la mina de Bolivia Siglo XX, realiza una crítica a los feminismos de clase media, poniendo en evidencia los problemas diferentes que las atraviesan, denunciando la explotación y el reparto desigual de las riquezas como problema central para las mujeres en Latinoamérica (Viezzer, 1977). Este podría ser un hecho regional a través del cual comienza a diversificarse el sujeto universal “mujer” y comprender múltiples fuerzas de opresión, lo cual tuvo efecto positivo en las alianzas entre mujeres activistas de diferentes países.

Una de las primeras en acuñar el concepto de interseccionalidad fue la abogada Kimberle Crenshaw (1989, 1991), quien recuperando el bagaje del feminismo negro propone una perspectiva analítica para dar cuenta de la subordinación de las mujeres a través de las experiencias particulares en lo que denomina como el cruce entre sexismo, racismo y clase. En este sentido, Crenshaw analiza el modo en que los tribunales de justicia responden ante los reclamos de mujeres negras y su dificultad en comprender la discriminación específica de la que son objeto, que presenta particularidades más allá de las pertenencias al colectivo de mujeres, grupos racializados o de clase. De este modo, tuvieron un lugar importante las críticas de Angela Davis (1981), Audre Lorde (1984), entre otras, sobre los sistemas de dominación que ignoraban sistemáticamente la experiencia de los grupos subalternizados en Estados Unidos.

La interseccionalidad se propuso como un enfoque alternativo a las nociones esencializadoras presentes en la política de identidad, que asumían implícitamente a las mujeres blancas, de clase media y a los hombres negros como las víctimas ejemplares de los sistemas del sexismo y el racismo respectivamente (Prins, 2006). En este sentido, otra de las referencias importantes en esta genealogía fueron las contribuciones que compilan Moraga y Anzaldúa (1981) en el libro antológico de narraciones, poemas y ensayos, This Bridge Called my Back: Writings By Radical Women of Colour. Allí las autoras dan cuenta de las exclusiones del mismo feminismo y el feminismo lésbico sobre los fenómenos raciales a través de las experiencias situadas de mujeres chicanas, latinas, negras y de la disidencia sexual en Estados Unidos (Brah, 2013). Particularmente, la deconstrucción de la categoría mujer como entidad universal a la que se le asignan una serie de atributos será cuestionada desde diferentes perspectivas feministas (Butler, 2007; Anthias, 2006). Como expone Davis (2009), el feminismo blanco occidental centrado en la defensa de la identidad femenina, desconocía categorías de clase, origen, preferencia sexual, entre otras.

Ya a fines del siglo XX, comienza a pensarse en la interseccionalidad como un paradigma, en tanto marco interpretativo (Hill Collins, 2000; Bilge, 2009; Viveros Vigoya, 2016). En este sentido Hill Collins (2000) propone el término “matriz de dominación” (matrix of domination) para dar cuenta del modo en que se intersectan los diferentes tipos de opresión, que se organizan independientemente de aquellas particulares y dan forma a un sistema especial de dominación social. La autora afirma que los sistemas de raza, clase social, género, sexualidad, etnicidad, nación y edad forman rasgos mutuamente construidos que moldean la organización social y las experiencias de sujetos situados.

Varias autoras dan cuenta de las críticas sobre la falta de consenso del denominado giro interseccional (paradigma o perspectiva), en relación con sus metodologías y propuestas teóricas. Esto es comprendido como una fortaleza de la propuesta, más que como una limitación, en tanto espacio donde diferentes posiciones feministas se encuentran en diálogo y conflicto productivo (Davis, 2009; Bastia 2014; Magliano, 2015). Bilge (2009) propone comprender la interseccionalidad como un metaprincipio que debe ajustarse y complementarse de acuerdo con los campos y objetivos de estudio, aceptando las implementaciones diversas. En este sentido Brah y Phoenix (2004) proponen una concepción amplia de interseccionalidad, vinculada a aquellos fenómenos complejos e irreductibles con variados y variables efectos que resultan cuando múltiples ejes de diferencia —económica, política, cultural, psíquica, subjetiva y experiencial— se intersectan en contextos históricos específicos. Es así que esta propuesta ha tenido desarrollos en diferentes perspectivas teóricas y campos de conocimiento en busca de alternativas a las concepciones estáticas de la identidad.

Desde América Latina, diferentes pensadorxs han venido desarrollando una propuesta teórica con perspectiva descolonial, donde la interseccionalidad emerge en el estudio de la dinámica histórica constituida por relaciones de dominación/subordinación que tienen efectos duraderos. Quijano (2000) en sus postulados sobre la “colonialidad de poder” hace referencia a la imposición de una clasificación racial/étnica, de género y del trabajo sobre la población del mundo que estructura un patrón de poder, operando en diferentes dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social. En esta misma línea, Lugones (2008) argumenta que el “sistema de género moderno/colonial” (con sus características: el dimorfismo biológico, la organización patriarcal y heterosexual de las relaciones sociales) y la colonialidad del poder siguen una lógica de constitución mutua en el capitalismo eurocéntrico global. De este modo, se busca comprender las conexiones entre el género, la heterosexualidad y la clase siempre racializadas con las particularidades de la historia regional (Segato, 2014).

Para los estudios migratorios esta perspectiva se hace necesaria ya que, como expone Bastia (2014), las personas cruzan múltiples fronteras geográficas y categoriales. En los procesos migratorios, los diferentes tipos de clasificación social pueden determinar el acceso a derechos y oportunidades, así como en las situaciones de privilegio o de exclusión que de ellos se derivan (Anthias, 1998; Magliano, 2015). En este sentido, a partir de los ochenta, una serie de trabajos europeos comenzaron a presentar una crítica a los estudios de migración desde una perspectiva feminista, destacando el papel de las mujeres invisibilizadas en estos procesos (Anthias, 1983; Morokvasic, 1984; Phizacklea, 1983; Bastia, 2014). En palabras de Herrera (2013), si bien desde los ochenta se introduce una perspectiva de género en el campo de estudio, es reciente la incorporación de una perspectiva interseccional que da cuenta de los sistemas de opresión entrelazados y co-constitutivos con los sistemas migratorios. Sin embargo, como expone Magliano (2015), se hace necesario superar una etapa de enunciación de esta perspectiva para explicar en profundidad los modos particulares de intersección que (re)producen formas de explotación, estrategias de agenciamiento y resistencia.

La perspectiva de estudios transnacionales y su propuesta de superación del “nacionalismo metodológico” (Wimmer y Glick Schiller, 2002) son un paso a la desnaturalización de algunas categorizaciones, como las nacionales, donde es posible observar diferentes relaciones de poder entre grupos migrantes y no migrantes en campos transnacionales (Herrera, 2013). En este sentido Herrera (2013) afirma que el paso de la perspectiva de género a la interseccionalidad ha habilitado una fertilización cruzada con otros subcampos del análisis social, como la globalización económica, el trabajo, las configuraciones familiares, las políticas migratorias, entre otros.

Como expone Pessar y Malher (2003), para el análisis de las migraciones transnacionales es necesario entender el género operando en diferentes escalas sociales y espaciales que afectan la posición de una persona o grupo en diferentes momentos, interactuando con otras categorías de clasificación dentro de jerarquías de poder que determinan la capacidad de agencia de las personas. Los tipos de relaciones de poder no se viven de manera segmentada ni aditiva, sino que ubican a sujetos en situaciones particulares (Anthias, 2006). En este sentido, Anthias (2012) desarrolla la noción de “posicionalidad translocacional” (translocational positionality) como una herramienta para dar sentido a las posiciones y resultados producidos a través de intersecciones entre un número de diferentes estructuras y procesos sociales, incluidos los transnacionales, dando lugar al contexto social más amplio y a la temporalidad.

Cubillos Almendra (2015) argumenta que los discursos hegemónicos y las prácticas sociales legitimados en Occidente están configurados para (y por) un sujeto masculino, perteneciente a la etnia, la clase, la cultura y la lógica epistémica dominante. Es así que se han dado contribuciones para desestabilizar al sujeto moderno y repensar cómo interpretamos la realidad social. Si el feminismo implicó descentrar el sujeto masculino como universal, las críticas que dieron lugar a las perspectivas interseccionales posibilitaron poner en tensión la esencialización del sujeto “mujer” y su consecuente descentramiento de clase, raza, entre otras variables. Esto posibilitó situar en perspectiva una propuesta política, teórica y metodológica, que particularmente en las producciones académicas pone en discusión los modos de producir conocimientos. De este modo, Bastia (2014) expone que el desafío de la interseccionalidad radica en evitar la simplificación y despolitización de las realidades complejas que dieron lugar a esta perspectiva, buscando siempre enraizar los análisis en los contextos históricos específicos. Así, la perspectiva interseccional nos permite conocer el modo en que se produce la posicionalidad de diferentes sujetos en el orden social, particularmente en las migraciones internacionales, donde las identificaciones, categorías y clasificaciones nacionales se imbrican con otras que re-producen diferentes formas de desigualdad.

Bibliografía

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