Gabriela Mera y Carolina Rosas
Desde la década de 1970, la informalidad como categoría analítica en particular, relacionada con el mundo laboral o urbano, fue cobrando protagonismo tanto en el ámbito académico como en el discurso de organismos estatales e internacionales. Y así como los estudios inaugurales se enfocaron en escenarios de movilidad poblacional, la informalidad ha permanecido como una categoría que atraviesa recurrentemente el campo de las migraciones. En este proceso devino un concepto clave para medir y caracterizar a la población migrante excluida de las posibilidades de integrar el conjunto formal, a raíz de lo cual le son negados derechos fundamentales. En este sentido, constituye una herramienta necesaria para denunciar esas situaciones y visibilizar las condiciones en las que se encuentran sus protagonistas. Sin embargo, se trata de una categoría compleja, atravesada por debates históricos que llegan hasta el presente y que han dado lugar a la construcción de sentidos que pocas veces se problematizan.
La emergencia de un interés en el campo académico latinoamericano por las modalidades de actividad económica y los procesos de urbanización que luego se definirían como de tipo informal se remonta a mediados del siglo XX. En el marco de los enfoques sobre el desarrollo impulsados por los trabajos de Arthur Lewis, ambos procesos fueron comprendidos como problemáticas propias de la antinomia entre el mundo “tradicional” (agrario/rural) y “moderno” (capitalista/urbano), y de los problemas/desajustes vinculados con los movimientos y pasajes entre ambos mundos. Desde sus comienzos se trató, así, de una preocupación ligada a las migraciones de tipo rural-urbano y asociada con la noción de marginalidad en un doble sentido: con la idea de población “en los márgenes”, antes que integrada a la ciudad y al mercado de trabajo, y como un fenómeno marginal/residual, tanto por su magnitud como por su carácter presumiblemente temporal (Neffa, 2008; Arqueros, 2013). Sin embargo, estas perspectivas comenzaron a ser cuestionadas hacia la década de 1960 a partir de la consolidación de enfoques de raigambre marxista, como el de Aníbal Quijano, que, partiendo de considerar la existencia de un orden capitalista hegemónico, entendieron que los denominados marginales no se hallaban al margen de la ciudad y la sociedad, sino que la integraban dentro de ciertas relaciones de dominación.
Mientras en América Latina tenían lugar esas discusiones, la noción propiamente dicha de informalidad se impuso a partir de una serie de estudios laborales en países africanos a comienzos de la década de 1970. El antropólogo Keith Hart utilizó originalmente la expresión “sector informal” en un estudio sobre Ghana, entendiendo que estaba compuesto por el trabajo por cuenta propia que no era susceptible de cuantificación mediante encuestas dentro del sector moderno de la economía. No obstante, dicho término se generalizaría luego de que la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 1972) lo utilizara en su estudio sobre las actividades económicas y de empleo en Kenia, para denominar las actividades económicas a pequeña escala y no registradas. A diferencia de los postulados latinoamericanos sobre el denominado sector tradicional, ambos estudios africanos demostrarían que el informal no era un sector minoritario ni temporal, sino que incluso se había expandido para abarcar a empresas rentables y eficientes. En resumen, observaron eficiencia, creatividad y resiliencia en él. Y ambos estudios se centraron en contextos caracterizados por importantes migraciones rural-urbanas. En el pionero estudio de la OIT, por ejemplo, tanto las migraciones como la conformación del sector informal fueron comprendidas como expresión de las desigualdades de ingresos y oportunidades que afectaban a las poblaciones.
Si bien el concepto se acuñó en el campo económico, rápidamente se utilizó también para caracterizar la relación establecida con el mercado de tierra y vivienda y el sistema de propiedad (Herzer et al., 2008 ). Los primeros estudios que vincularon la informalidad a territorios urbanos, como los de Bryan Roberts (1973) en Guatemala o Larissa de Lomnitz (1975) en México −también centrados en contextos migratorios− se focalizaron en la organización social del sector informal de la economía, pero al tomar como unidad de análisis a la población que habitaba en las barriadas o rancheríos, comenzaron a asociar la informalidad económico-ocupacional con espacios urbanos específicos. Poco después, los conceptos de formalidad e informalidad comenzaron a utilizarse en los análisis referidos a la urbanización popular (Arqueros, 2013).
Desde la década de 1970 el debate latinoamericano ha estado configurado por distintas escuelas de pensamiento. No obstante, el elemento crucial que lo atraviesa es la dimensión jurídico-estatal, es decir que la informalidad se asocia con la presencia de determinadas condiciones que no se ajustan al orden jurídico formalmente vigente en una sociedad.
En lo que se refiere a la llamada informalidad laboral, los debates han sido sintetizados en distintas revisiones y análisis (Charmes, 1992; Rakowski [ed.], 1994; Cortés, 2000; Salas, 2006; Neffa [coord.], 2008; Busso y Pérez [coords.], 2010; entre otros). Algunas corrientes la entendieron como un rasgo de las economías precapitalistas, otras consideraron que este sector estaba integrado por microempresarios que buscaban evitar los costos y obligaciones del registro formal, mientras que la línea estructuralista la concebía como una característica necesaria del modo de producción capitalista y una estrategia política para reducir el desempleo y favorecer el control social. Esta línea se constituyó como una de las más influyentes, en el marco de la cual autores como Manuel Castells, Alejandro Portes y Lauren Benton defendieron una definición amplia de informalidad, postulando que esta comprendía todas las actividades generadoras de ingreso que no están reguladas por el Estado, en un contexto donde actividades similares lo están.
El devenir de esta categoría ha estado atravesado por las discusiones promovidas por la OIT. En la década de 1990 cobró importancia una discusión que daría lugar a la Resolución de la Conferencia Internacional del Trabajo del año 2002 sobre trabajo decente y economía informal, que brindó el marco para reconocer la diversidad de actores y actividades que componen dicha economía. Esta nueva definición, que no está exenta de críticas, amplía los parámetros de la informalidad para vincularla con toda la economía y no solamente con un “sector”. Cabe señalar que, desde sus primeros trabajos, la OIT ha otorgado especial atención a la vinculación entre informalidad y migración. En la actualidad, este organismo reconoce que gran parte de la población de trabajadores migrantes se concentra en la economía informal, con frecuencia en condiciones de vulnerabilidad, inseguridad y exclusión. Entre otros factores, la OIT responsabiliza a los marcos de políticas inadecuados implementados por los Estados.
En el caso de la informalidad urbana, diversos autores han realizado revisiones críticas de los debates que atraviesan esta categoría (Massidda, 2018; Cantestraro, 2013; Cravino, 2008; Azuela, 1993; entre otros), concluyendo que las principales definiciones que circulan en el campo académico latinoamericano actual la vinculan con una situación de transgresión o conflicto con el orden jurídico vigente. No obstante, se entiende que la informalidad abarca múltiples dimensiones, que incluyen desde una relación de conflicto con la normativa urbana, hasta aspectos edilicios y morfológicos deficitarios, trazas irregulares y falta de infraestructura y servicios básicos (Massida, 2018). En esta línea, autores como Nora Clichevsky (2003) proponen una definición ampliada, entendiendo que las modalidades de hábitat informal implican una doble transgresión: respecto a cuestiones dominiales −que se expresa en la falta de títulos de propiedad o contratos de alquiler− y respecto al proceso de urbanización y las normas constructivas −que engloba ocupaciones de tierras inundables, déficits de infraestructura, densidades extremas, entre otras situaciones−.
A lo largo del tiempo, la noción de informalidad se extendió como una de las categorías por antonomasia para denominar este universo de situaciones laborales y urbanas cuyas dinámicas escapan de los parámetros (y de la legitimación) estatal. En lo que respecta al campo migratorio argentino, su presencia asume diferentes formas. En numerosos estudios de carácter cuantitativo −especializados en cuestiones laborales y habitacionales, o dentro de una caracterización sociodemográfica general− se presentan aproximaciones a la magnitud de la informalidad que afecta a la población migrante a partir de indicadores relacionados con la deducción de aportes jubilatorios o la tenencia de títulos de propiedad, entre otros. Asimismo, está presente en los estudios interesados en caracterizar cualitativamente las trayectorias laborales y habitacionales por fuera de los mercados formales, así como en las consecuencias de este acceso “informal” a los mercados de trabajo y del suelo. Este último interés es, sin dudas, el más nutrido y variado, con estudios que analizan las condiciones de labores (como la construcción, la producción forestal, la horticultura, el cuidado comunitario, el empleo en casas particulares, el ambulantaje, entre otros) y de situaciones habitacionales específicas (villas, asentamientos y barrios populares en ciudades de todo el país) en las que se involucra la población migrante. También abordan las consecuencias de la informalidad aquellos estudios interesados en la acción colectiva migrante, y su lucha por derechos laborales y viviendas dignas.
Ahora bien, la mayor parte de los estudios del campo migratorio argentino no explicita cómo entiende la noción de informalidad, y la utiliza como si su significado fuera transparente y estuviera exento de tensiones. Algunas producciones tienden a reemplazarla por otras nociones que se asumen como más neutras, lo cual permite interpretar que el uso de esta categoría produce una incomodidad y una resistencia que tampoco han sido problematizadas. En el campo urbano, por ejemplo, muchos actores académicos y políticos reemplazan este concepto por denominaciones como barrios precarios, carenciados o de emergencia, tejidos marginales, etc.; es decir, hay una proliferación de términos que, como señala Cravino (2008), también acarrea una carga de sentidos diversos y escasamente cuestionados.
En efecto, si bien la noción de informalidad constituye una herramienta que permite denunciar condiciones que atentan contra los derechos de las personas, sus usos acarrean sentidos que es importante poner en cuestión. En primer lugar, como señala Massidda (2018), “informalidad” es un concepto que se construye por la negativa y por oposición −como algo que se aleja o no se ajusta− a cierto orden o proceso de carácter “formal”. Así, al clasificar a determinadas actividades laborales o espacios urbanos como in-formales, la categoría opera en función de lo que éstos no tienen o no son. Ello se sustenta en (y reproduce) la idea de que habría una forma unívoca de desarrollo urbano o un modelo único de empresa moderna, lo que contribuye a invisibilizar que esos procesos llamados formales no son más que tipos ideales construidos a partir de una experiencia histórica concreta ligada al desarrollo del capitalismo y el Estado, en el que otras formas de organización laboral, habitabilidad y ordenamiento territorial fueron deslegitimadas o declaradas fuera de regla.
La antinomia formal-informal aún trae aparejada la imagen de un mundo dual, lo que tiende a simplificar procesos que no son unívocos ni monolíticos. Diversas investigaciones han demostrado que las articulaciones entre “formalidad” e “informalidad” son múltiples y responden a procesos interdependientes, donde las diferentes formas de acceso al trabajo y al hábitat están estrechamente vinculadas entre sí, de modo que conforman realidades co-constitutivas y heterónomas, que tienden a retroalimentarse (Arqueros y Canestraro, 2017). Por otro lado, en la idea de informalidad −como excepción a la formalidad o como estadio a superar en el tránsito a la formalidad− persiste el sentido de que se trata de un fenómeno marginal o residual en su magnitud y temporalidad. Sin embargo, el volumen de población que se inserta en el mundo laboral o accede al hábitat bajo modalidades “informales” continúa acrecentándose, conforme el acceso al mundo formal es cada vez más limitado y complejo.
Asimismo, esta concepción de lo informal con frecuencia conlleva un pensamiento evolucionista, según el cual lo deseable es el tránsito hacia la formalidad. Esta perspectiva atraviesa diversas políticas estatales y programas de organismos internacionales ligados al mundo del trabajo y las migraciones, cuyos objetivos ponderan una formalización “desde arriba”, bajo una mirada empresarial-modernizante, en palabras de Coraggio (2018); así como proyectos de (re)urbanización e integración socio-urbana de asentamientos informales diseñados a partir de concepciones “desde afuera” sobre el hábitat. Estas perspectivas dejan poco espacio a (y hasta pueden invisibilizar) estrategias desarrolladas “desde abajo y adentro”, muchas de ellas protagonizadas por migrantes, que (re)valorizan relaciones basadas en la reciprocidad o la solidaridad, desde lo local y comunitario, como son las perspectivas solidaristas y la denominada economía popular en el contexto laboral, o la capacidad de autoproducción de los sectores populares respecto de las viviendas y porciones de ciudad que habitan.
Finalmente, en su oposición a la modalidad formal de acceso al trabajo o al suelo urbano, otra cuestión que atraviesa los usos de la informalidad es que se trata de una categoría con connotaciones negativas y estigmatizantes. Dentro de los mismos debates académicos hubo posiciones −como la denominada línea ilegalista, vinculada con la economía neoclásica y el neoliberalismo− que la entendían como una elección, depositando la responsabilidad en el sujeto, y minimizando el papel del Estado y el mercado. Ello se popularizó en discursos que hasta la actualidad estigmatizan a las y los migrantes que trabajan o acceden a sus viviendas de manera “informal” −en el primer caso, como personas que libre y deliberadamente se niegan a pagar impuestos, y se constituyen en una competencia desleal; en el segundo, como usurpadores/intrusos/delincuentes, que se niegan unilateralmente a solventar sus viviendas y buscan depender del Estado−.
En los usos del concepto de informalidad −en particular cuando se la concibe como un atributo intrínseco de una actividad laboral o un área geográfica−, como señala Azuela (1993) hay que recordar que lo que se está haciendo, en definitiva, es adoptar una definición estatal de las relaciones sociales como categoría válida para el análisis social, reproduciendo con ello una serie de sentidos que con frecuencia se naturalizan y es fundamental poner en cuestión.
Bibliografía
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