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Racismo

Sergio Caggiano

El racismo no es un error. Muchas de las críticas a la noción de raza y al racismo que crecieron desde inicios del siglo XX y se intensificaron durante su segunda mitad apuntaron en esta dirección, pero resultaron insuficientes precisamente porque, como señalara Guillaumin (2002), partían de la certeza de que el racismo se acabaría una vez demostrado lo erróneo de su creencia en que la dotación biológica explicaba conductas, habilidades y disposiciones sociales. La clave está en que no se trata de develar un error, sino de entender críticamente un fenómeno sociocultural y político. El dato biológico es producto del fenómeno social y no a la inversa. Son relaciones de poder las que determinan la historia de las divisiones raciales.

El racismo no es un error, entonces, sino una operación ideológica que legitima desigualdades y opresiones. Las prácticas de racialización sostienen una forma de clasificación social y construyen la existencia de razas como un dato sobre el cual se sustenta el racismo (como también prácticas de resistencia). El racismo, como operación ideológica, sostiene relaciones de desigualdad, tratando en clave natural ‒muchas veces biológica‒ las diferencias sociales.

Las variaciones del racismo son múltiples. Ha mutado a lo largo de la historia, aunque hay quienes identifican el racismo stricto sensu en el racismo científico de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. En distintos contextos geográficos, nacionales o regionales puede presentarse con lógicas específicas, como los racismos de selección y de elección identificados por Balibar (2007; para Argentina, Caggiano, 2007). Varían también los grupos que pueden ser víctimas del racismo. Y existe una miríada de singularidades según el racismo resulte de prácticas estatales institucionalizadas, interacciones cotidianas, doctrinas o formas de la conciencia práctica.

¿Qué continuidades o rasgos comunes pueden reconocerse en estas variaciones del racismo?, ¿qué características permiten circunscribirlo y diferenciarlo de otros mecanismos de clasificación social que legitiman desigualdades? Se enuncian tres elementos: 1) una referencia inmanentista al cuerpo y a los trazos físicos de un otro social, 2) que funciona como explicación de sus valores y capacidades socioculturales, intelectuales y morales, 3) los cuales resultan de imposible o muy lenta transformación (Briones, 2005). El racismo parte de la oposición binaria entre una entidad física o material y otra espiritual o mental y de la creencia en que la primera determina o explica la segunda. El modo en que esa entidad física es considerada un elemento de la naturaleza presenta alternativas. La noción misma de naturaleza ha cambiado históricamente (si bien las leyes biológicas son centrales en el racismo científico, formas primigenias de racialización son anteriores a la configuración de la biología moderna). También presentan alternativas la inquietud por cuán inmediata o mediada sería la lectura racista del cuerpo, yendo de un simple golpe de vista a complejos dispositivos de registro visual y medición del cuerpo, o aquella por cuán superficiales o profundos son los rasgos considerados determinantes, que pueden ir del color de piel a la dotación genética. Porque no se trata, claro está, de trazos corporales con significados intrínsecos, sino de interpretaciones contextuales que activan la codificación racista. La raza se lee en el cuerpo por efecto de esa codificación.

Quisiera proponer que en el contexto argentino y latinoamericano tiene vital importancia lo que llamo racismo por apariencia, aludiendo con apariencia no solo al color de piel y el fenotipo, sino a una cantidad de rasgos visibles que van desde los gestos ‒mirada, sonrisa‒ y los movimientos corporales hasta la vestimenta y los accesorios, pasando por los cuidados y afeites en el rostro, el cabello, etc., que actúan de manera articulada y que aprendemos a ver y valorar como indicadores de posiciones en la jerarquía social y como marcadores en el cuerpo del valor social de las personas. En estas sociedades el racismo se configura en las coordenadas de la apariencia, no en las de la sangre y la descendencia biológica, más determinantes en otros contextos sociales, como el estadounidense (Gomes da Cunha, 2002).

Intrínsecamente inestable, el racismo por apariencia ha podido echar raíces en múltiples suelos epistemológicos. Fue impactado en el siglo XIX por el criterio filosófico europeo que asocia la raza con el color de piel y por el racismo científico (De la Cadena, 2008). Pero también perviven en él hasta nuestros días hábitos instaurados en la época colonial, cuando era la calidad (que articulaba fenotipo, origen, vestimenta, educación, religión, pureza de sangre, honor, posición económica y situación judicial) lo que definía el estatus de una persona (Guzmán, 2013). Se caracteriza, entonces, como otros sistemas de clasificación racial de la región, por la “incertidumbre fenotípica” (Losonczy, 2008, p. 266) y “la relatividad de los rasgos somáticos” (De la Cadena, 2008, p. 23).

Las apariencias no se adecuan mejor o peor a la realidad, sino que participan activamente de su producción. En esta capacidad productiva reside su carácter político. Las apariencias y su valoración juegan un papel vital en la creación y recreación de comunidades y grupos, en la definición de parámetros de inclusión y exclusión, en el establecimiento de jerarquías.

El racismo por apariencia opera fundamentalmente por debajo del lenguaje institucionalizado. Con la abolición de la esclavitud y la servidumbre en Argentina, y más tarde con el triunfo del proyecto de homogeneización cultural que fue correlato de la construcción del Estado-nación moderno entre 1880 y 1930, la dimensión racial perdió fuerza como criterio explícito de clasificación social. El silenciamiento de la dimensión racial la sustrajo del campo de la política institucional, y así dejó operativa su capacidad de negar (aquí “no hay negros”, “no hay indios”) y la convirtió en un criterio informal de las interacciones cotidianas. La racialización y el racismo se instalaron en Argentina “por debajo de la esfera de la normatividad” (Briones, 1998, p. 70) y permanecieron activos en la cultura popular y masiva.

La genealogía del racismo debería atender a sus múltiples variantes y condiciones de emergencia y despliegue. En los países centrales o que han atravesado períodos de racismo institucionalizado, la intrincada relación entre raza y cultura constituye un hito. Las discusiones contemporáneas en Europa en torno a la exclusión de los llamados migrantes extracomunitarios arrastran el debate que se generó a finales de la década de 1980, precisamente mientras se suprimían las fronteras interiores y se reforzaban las exteriores del espacio de Schengen, y que enfrentó a autores que interpretaban el rechazo a los inmigrantes como nuevo racismo, racismo sin razas o cultural (Taguieff, 1991) con quienes abogaban por un uso más restringido de racismo y proponían interpretar dicho rechazo como etnonacionalismo o como fundamentalismo cultural (Stolcke, 1995).

En América Latina, Quijano (2000) señaló que la idea de raza sostuvo un patrón de clasificación social inaugurado en el reordenamiento histórico del poder mundial que trajo la conquista de América. Con dicha conquista se inició la configuración recíproca de América y Europa bajo un patrón nuevo de poder, vigente hasta nuestros días, que se caracteriza por la clasificación básica de la población mundial sobre la idea de raza. Sus críticos han apuntado principalmente a cuán atrás en la historia podría llevarse la noción sin caer en anacronismos.

Ahora bien, si ponemos el foco en el racismo por apariencia, la tarea que se abre es la de una genealogía de las apariencias más que una de la sangre o la biología. En esa búsqueda, los enfrentamientos por profanación de galas en el contexto colonial dan cuenta de la ligazón entre apariencias, posición social y pureza de sangre (Goldberg, 2000). Y sobre el papel que las ropas en la época rosista tuvieron para los paisanos como instrumento en la lucha por diferenciarse, cabe preguntarse de qué manera un régimen visual que producía “clases según la apariencia” (Salvatore, 2003) intersectó la posición económica con la filiación política, la pertenencia urbana o rural y la dimensión racial, abandonadas apenas unos años antes las taxonomías coloniales de raza y estatus. Para finales del siglo XIX cabe reparar en que la intensidad con que en Buenos Aires la respetabilidad de las personas se expresaba por intermediación del cuerpo (indumentaria, gestos, pose y modos de mirar) llevó a Gayol (2000) a hablar de “tiranía de la apariencia”, y en que para comienzos del siglo XX Geler (2014) registró la importancia de las maneras y el vestido como indicadores de civilización en los juegos de apariencia e imitación que marcaban y desmarcaban a la población afroporteña. Por último, en este encuadre cobra renovada importancia la relación entre el concepto moderno de raza y tecnologías visuales como las cartes de visite o las fotografías de tipo racial de fines del siglo XIX y comienzos del XX (Poole, 2000; Caggiano, 2013).

Los contingentes migratorios arribados a Argentina desde otros países latinoamericanos y, más recientemente, desde países de Asia y África son y han sido afectados por el racismo por apariencia, con sus formas de negación concomitantes. En particular la inmigración regional, que se presenta constante a lo largo de la historia nacional, más allá de un pequeño aumento registrado en el último censo (2010), fue descuidada por las primeras ciencias sociales en Argentina, concentradas, en materia inmigratoria, en los flujos procedentes de Europa. Los inmigrantes de la región no formaron parte del relato mítico del crisol de razas (blancas), sino que se combinó el descuido académico con la negación social más extendida. La inmigración regional no era tematizada, en tanto la presencia indígena y negra era negada.

Resulta esclarecedora al respecto la idea de Briones de dos crisoles funcionando de manera simultánea en la historia argentina: si el crisol explícito europeizó a los argentinos mientras argentinizaba a los inmigrantes europeos, produciendo argentinos tipo blancos, de aspecto europeo y pertenecientes o aspirantes a la clase media, un segundo crisol produjo “‘cabecitas negras’ (…) pobres en recursos y cultura” (Briones, 2005, p. 27). Los inmigrantes provenientes de Paraguay, Bolivia, Perú y Chile tuvieron que encontrar un lugar en este segundo crisol nunca oficializado.

Es por esta razón que al menos desde comienzos de siglo XXI se escucha en ocasiones boliviano como sinónimo de pobre o de negro, en el amplio sentido que esta palabra adquiere en Argentina. Los cánticos de cancha lo recuerdan periódicamente. Al mismo tiempo, es altamente probable que alguien de clase media vea y se refiera a cualquier boliviano como villero o negro. Es el oscurecimiento relativo de la condición subalterna activado por el segundo crisol lo que permite este juego de sinonimias y superposiciones. Y, vale subrayar, no es casualidad que la etiqueta extranjerizadora de la pobreza sea boliviano o bolita, que remite justamente al país con mayor población indígena de la región (Grimson, 2003).

El racismo por apariencia permite ordenamientos y segregaciones inmediatas. La extranjería vista en el cuerpo ‒que puede no tener verificación en los papeles‒ habilita modos de discriminación que, sin estar formalizados, son llevados a cabo por dependencias estatales, como las detenciones policiales por averiguación de identidad, que no son otra cosa que detenciones por portación de rostro, por ejemplo, o las negativas a brindar atención en instituciones públicas de salud ante la imposibilidad de una persona de presentar documento de identidad. Este racismo también interviene en la atribución de nacionalidad por descendencia, que hace que, aunque rija el ius soli, los hijos de bolivianos nacidos en el país puedan ser vistos como bolivianos (Karasik, 2005) o los hijos de chilenos como chilenos (Trpin, 2004). El racismo por apariencia también da lugar a prácticas de violencia física, como las derivadas de la creencia de profesionales de la salud en que los pacientes bolivianos tendrían mayor resistencia al dolor.

El racismo por apariencia demanda una mirada móvil porque los sistemas de clasificación racial son dinámicos. Los cambios no implican sustituciones tajantes y totales, sino composiciones y fusiones de sistemas y categorías, préstamos y funcionamientos simultáneos: negro, cabecita negra/cabeza, bolita. Diferentes actores sociales ponen a convivir estos sistemas en diálogos muchas veces cargados de tensiones.

Además, no son solo los sistemas de clasificación racial los que coexisten, se amalgaman o fusionan, sino los sistemas ‒abiertos y en proceso‒ de clasificación social general, donde las diversas categorías raciales se imbrican con categorías de clase, nacionales, étnicas, regionales, generacionales, políticas, de género y otras (Caggiano, 2012). Ello ayuda a entender que la racialización no necesariamente utilice un lenguaje racial y que la opresión de clase pueda perfectamente hacerlo. Las apariencias, que se apoyan en imágenes visuales, no exhiben categorías claras y distintas. No porque muestren poco o parcialmente, sino porque muestran mucho al mismo tiempo. Estamos entrenados para reconocer apariencias de clase racializadas, apariencias raciales enclasadas, con atributos generacionales, de género, territoriales… y así siguiendo. Siempre se entraman diferentes dimensiones de la diferencia y la desigualdad. ¿Por qué, por ejemplo, en los años noventa se instaló la figura de una mujer boliviana vendiendo ajos y limones como el epítome de la inmigración regional? El racismo tantas veces negado actúa en la ambigüedad de las apariencias y en la intersección de las desigualdades.

Bibliografía

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