Evangelina Pérez y Mariana Ferreiro
El punto inicial para definir la noción de territorialidades es explicitar la idea de territorio de la que partimos. El supuesto principal es que existe una diferenciación entre espacio y territorio y que el territorio es el espacio representado, fruto de procesos de apropiación (Raffestin, 1993). A su vez, varios autores coinciden en conceptualizar al territorio como un espacio de disputas y de poder (Altschhuler, 2013; Valiente y Schweitzer, 2016; Sack, 1986).
La escuela brasilera de geografía crítica realizó numerosos aportes a la discusión sobre territorio. Para Porto-Gonçalvez (2002) el territorio es una categoría que presupone un espacio geográfico que es apropiado y ese proceso de apropiación ‒la territorialización‒ conlleva identidades ‒territorialidades‒ que están inscritas en procesos dinámicos y mutables, y que se materializan en una determinada configuración territorial. Para este autor, el territorio implica una tríada relacional: territorio-territorialidad-territorialización. Esto supone entender que la sociedad se territorializa a través de procesos de apropiación y de disputas territoriales, siendo el territorio su condición de existencia material. Entender de este modo los procesos de territorialización implica también concebir los procesos de desterritorialización y de reterritorialización en términos de des-apropiación/re-apropiación (concreta o abstracta) de un territorio (Schneider y Peyré Tartaruga, 2006; Altschuler, 2013). Otro de los exponentes de la escuela brasilera es Mançano Fernandes (2007), quien sostiene que la esencia del concepto de territorio está en sus principales atributos: totalidad, soberanía, multidimensionalidad y multiescalariedad. Para dicho autor es imposible comprender el concepto de territorio sin concebir las relaciones de poder que determinan la soberanía. En esta línea, también Porto Gonçalvez (2017) plantea que el concepto de territorio tiene como eje epistémico las relaciones de poder.
Por otro lado, Sack (1986), geógrafo estadounidense, hace hincapié en la dimensión política del territorio y asume la territorialidad como otra de las dimensiones importantes. Dicho autor entiende la territorialidad como el intento por parte de un individuo o grupo de influenciar, afectar o controlar personas, relaciones y fenómenos, por medio de la delimitación y el establecimiento de un control sobre un área geográfica (Sack, 1986). De igual modo, Trivi (2013) plantea que la territorialidad se constituye en la socialización propia de la disputa de espacios que serán convertidos en territorio. En este sentido, Hadad y Gómez (2007) plantean que las relaciones de dominación asumen una configuración en un contexto determinado donde se expresan a través de una territorialidad que le es inherente.
Para Porto-Gonçalves (2017), la territorialidad es definida como el sentido que un grupo social específico otorga a sus prácticas en un espacio definido, las cuales están inscriptas en procesos dinámicos y cambiantes. Haesbaerth (2007) advierte que esto no implica reducir la territorialidad a una dimensión puramente simbólico-cultural del territorio, y aclara que la territorialidad si bien es “algo abstracto”, al decir de Lopes de Souza (2001), no lo es en el sentido reducido de la abstracción analítica, sino en el sentido ontológico. En suma, toda territorialidad tiene que ver con la imagen o símbolo que determinado grupo posee de un territorio que efectivamente existe de acuerdo con su proyecto. Por lo tanto, en un mismo territorio caben múltiples territorialidades, las que si bien son abstractas y ontológicas, están referenciadas en un territorio existente, y se vinculan a procesos de apropiación que encierran identidades (Valiente y Schweitzer, 2016).
Estas nociones sobre territorio y territorialidad, como toda la red de conceptos asociados (territorialización, desterritorialización, etc.), se originaron aproximadamente a partir de los debates de 1980 del “giro espacial en las ciencias sociales” y el “giro cultural en la geografía”, que produjeron una resignificación de la idea de territorio (Valiente y Schweitzer, 2016), hasta entonces asociada con la idea de Estado-nación y con los límites geográficos, entendidos como naturales y fijos. Para el brasileño Lopes de Souza (2001), la fijación de la geografía política en el Estado nacional supuso la idea de territorios continuos, que se yuxtaponen pero no se superponen, ya que para cada territorio nacional sólo existía un Estado-nacional, lo que implicó una simplificación de la realidad.
Haesbaerth (2020), en su búsqueda por una singularidad del pensamiento latinoamericano sobre el territorio, diferencia la categoría de territorio por su abordaje práctico, normativo y de análisis, y plantea que la principal contribución de dicho pensamiento es la perspectiva práctica, desplegada por sujetos subalternos a partir de los complejos procesos de territorialización a través de prácticas, luchas y de resistencias territoriales en espacios/tiempos concretos.
En los estudios migratorios, la categoría de territorio, desde la perspectiva aquí abordada, permite abandonar las concepciones de las escalas local, nacional y global como niveles espaciales diferenciados, y apoyarse en cambio en la noción de transversalidad o transescalaridad, siendo una de las principales implicaciones de esta idea la posibilidad de concebir territorialidades (identidades) desvinculadas del medio físico (Hadad y Gómez, 2007 y Ortiz, 2005). Entender esta “transversalidad” o “superposición” del territorio implica, además, romper con la idea de que a cada lugar le corresponde una cultura (Ortiz citado en Altschuler, 2013). De acuerdo con esta noción del territorio es que podemos desnaturalizar la idea de fronteras y límites estatales como una demarcación fija y estanca, es decir, como plantea Porto-Gonçalvez (2002), como si fueran una envoltura externa que delimita la soberanía entre Estados y como si esos límites externos no contuvieran las marcas de los protagonistas internos que los instituyeron.
Por otro lado, tal como plantean Trpin y Pizarro (2017), desde este enfoque el territorio comienza a ser analizado a partir de la construcción de los grupos migrantes en el marco de sus procesos de movilidad, y no como definiciones provenientes exclusivamente de los Estados nacionales. En esta dirección, abordar las migraciones desde la noción de territorialidad nos permite captar los recursos, las estrategias y las motivaciones, como así también las limitaciones de los distintos actores a la hora de territorializarse (Trivi, 2013). En este sentido, Tarrius (2000) y Cortes (2009) se enfocaron en las prácticas de circulación de los movimientos migratorios y en las construcciones transnacionales, a partir de concebir las territorialidades como una articulación de lazos, lugares, sentidos y temporalidades, cuestionando la direccionalidad de los flujos, exclusivamente focalizados en el lugar de llegada o de origen.
Bibliografía
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