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De gritos y pendorchos[1]

Julio Schvartzman (Universidad de Buenos Aires)

Cuando pensé en el asunto de esta charla, imaginaba los desconciertos provocados en la lengua, en la literatura, en la lengua de la literatura, por el sesgo sorpresivo de una voz, de un giro, de un tono, de una referencia, de un desorden gramatical. En la textura vocal o en la musicalidad de la escritura, tras esos sobresaltos puede sobrevenir un trabajo de escucha o de lectura que, emparentado en cierto modo con el llamado trabajo del sueño, no pertenecería al orden de lo laboral sino de lo productivo.

Eso se daría tanto en la poética social de la propia lengua como en las realizaciones individuales: desde el fulgor de una ocurrencia en circunstancias de conversación (directa o diferida) hasta la elaboración de grafitis, poemas, ensayos, relatos, canciones, consignas. Para una perspectiva de intercambios sin fronteras ni aduanas –internacionalismo o globalización–, las literaturas nacionales podrían considerarse estrechas en sus límites, que serían meras limitaciones. Pero desde una visión fluida y no esencialista de las identidades, aquellos desconciertos –aun si condujeran al principio a desencuentros y aun a malentendidos– dejarían vislumbrar un temperamento nacional, o regional, o local, recuperable para lo (verdaderamente, como quería Étiemble) general, pensado como proliferación, no como centralización.

A diferencia de las verdades o verosimilitudes estadísticas, esos lugares textuales no serían necesariamente voces o giros emblemáticos, consagrados por la paremia o el hábito, sino también locus escondidos y agazapados, o frecuentados sin explorar, o incluso de una frecuencia de aparición tenue y mínima, casi secreta, y que contendrían, precisamente, en esa cuasi invisibilidad, una revelación. En la inadvertencia, en el descuido de la atención o el reconocimiento de los hablantes y los lectores, residiría una potencia apenas sospechable o, a lo sumo, verificable, si acaso, en un futuro incierto.

Por otro lado, la palabra palabra (si se tratara solo de ella) se dispara en muchas direcciones: se superpone con voz en tanto vocablo (y naturalmente, con vocablo), pero además afecta a una unidad mayor –sentencia o discurso–, como cuando se dice “palabra de Dios” o cuando el Zaratustra de Nietzsche cuenta que una voz sin voz le indica Sprich dein Wort und zerbrich!: “Di tu palabra y hazte pedazos”, en la traducción de Andrés Sánchez Pascual para Alianza (1983), o “Di tu palabra y rómpete”, en la más contundente de Carlos Vergara para Edaf (1998).

Quiero referirme a una cuestión engañosamente ínfima, focalizada en lo tipográfico.

Citaré un artículo de Rubén Fontana, “De signos y siglos”:

Originalmente la escritura era un flujo continuo, las palabras se sucedían sin pausas, imitando los gestos del habla. Por ese entonces, el lector debía ser culto y entrenado, la lectura sólo se concebía en voz alta. Hasta ese momento el responsable de la puntuación del texto era el lector. El concepto de palabra tal como se lo conoce hoy nació en el siglo V en Irlanda, pueblo que utilizaba el latín como segundo idioma, por lo cual no le resultaba del todo familiar; el latín era para ellos un lenguaje simbólico-gráfico.
[…]
Al detenerse en el análisis de la morfología de cada letra, en la previsión de la forma de su contraforma, en el transcurrir del blanco y negro de su ritmo, en los recorridos de sus trazos, en el espacio que habrá de contenerla, de unirla y separarla, el tipógrafo no está prefigurando la belleza de una forma; está planificando el futuro de una palabra que aún no conoce.

Esta idea es extraordinaria. Me recuerda un capítulo de La escritura de Étiemble en el que se ocupa, “solamente”, del estudio de un carácter ideográfico de la escritura china, el que se pronuncia kiun, en sus grafías sucesivas a lo largo de los siglos. La ironía es que esta limitación es desbordante: ese carácter se multiplicará exponencialmente en todos los textos. Ocurre con el diseñador de tipografía: no está trabajando sobre un texto sino posibilitando, en cierto sentido, todos los textos futuros; o con el inventor de un instrumento, que no crea una partitura genial, sino toda la música que puede llegar a salir de él. ¡Gloria eterna a Adolphe Sax y a toda la estirpe de artesanos, fabricantes e inventores de dispositivos de felicidad!

Pero podemos retroceder, o avanzar, hacia unidades más pequeñas que el carácter, la letra, el tipo, y que promueven sus propios flujos y continuidades. Veamos cómo lo explica el colectivo de diseño gráfico Unos Tipos Duros:

Mucho más importante que las formas de los caracteres es el ritmo que muestran cuando se componen en palabras y en líneas. Una fuente con unos caracteres hermosamente dibujados pero mal espaciados se hará difícil de leer; una fuente con formas no tan bien diseñadas pero con buen espaciado permitirá una lectura más cómoda. Definir el ritmo es más importante que definir las formas. Los espacios en blanco, situados dentro y alrededor de las letras, son los que definen el ritmo mucho más que las propias formas negras de los caracteres; es un balance entre la forma y la contraforma. Así a la hora de dar forma al carácter debemos tener en cuenta estos espacios en blanco y entender su relación con la figura negra de las letras: ambos están relacionadas, por lo que si cambiamos la forma blanca este cambio afectará también a la forma negra […].

Jorge Monteleone hablaba ayer del ritmo visual de la poesía de Olga Orozco. Otro es el que instauran los versos de Juanele Ortiz, a menudo identificables de un vistazo antes de la lectura, y buena parte de la obra de los concretistas. Porque la antigua relación de la poesía con la oralidad no se olvida, mientras suele subestimarse el campo de la escansión óptica, si se permite la extrapolación.

Pensemos qué conciencia suplementaria producen los saberes tipográficos y de arquitectura de la página sobre la escritura misma y sobre la textualidad. Darío Canton, poeta, amigo –dato nada secundario– de Rubén Fontana, me sorprendió cuando, al entrevistarlo en 1978, época en que sacaba su periódico postal Asemal, contó que antes de publicar un poemario o un número de ese “Tentempié de poesía”, extendía en el suelo el pliego completo, de modo de ver no solo el verso, el poema o la página, sino el armado del todo. Gracias a la panorámica descubría, por ejemplo, la vibración que iba de un verso de la línea 7 de una página par al de la misma línea de la impar confrontada. Una lectura que atravesaba, en hiper/intra/hipotextualidad, distintas unidades poemáticas. Me hace pensar en una manera distinta de escribir y de leer de (y a) los escritores tipógrafos, cuya conciencia arquitectónica del libro tiene que manifestarse inevitablemente en la composición: así, William Morris, más atrás William Blake, entre nosotros Elías Castelnuovo y Vicente Rossi, y el gran imprentero Juan Andralis, de cuyo taller, El Archibrazo, salían joyas, y que como poeta había integrado, en los años 50, el grupo surrealista de Breton. Seguimos con una red nada aleatoria: Andralis fue amigo de Fontana y de Canton.

Y aquí nomás, muy cerca en el espacio y no tan lejos en el tiempo, Juan Carlos Bustriazo Ortiz, corrector y linotipista de La Arena. Anteayer, Edgar Morisoli recordaba los saberes de cielo y suelo de la pampa árida en Bustriazo, que se había desempeñado, entre otros oficios, como ayudante de topógrafo. Y Dora Battiston, coordinadora del panel, trajo a colación las “Andanzas de un topógrafo” del propio Morisoli (en Hasta aquí la canción, 1999). Algún camino habrá de llevar, tal vez, de la agrimensura y la topografía a la tipografía. “Estilo, pampa del alma”, define Bustriazo (Canto quetral, II), y antes o después de hacerse voz, su estilo se reconoce forma en la disposición espacial de las cinco coplas seguidas, cada una, de su dístico: un paisaje impreso.

En el trayecto que sigue, me demoraré en algunas estaciones en las que escucha y lectura han reclamado mi atención, y que tal vez merezcan la de ustedes, comprensiblemente erosionada al cabo de tres extenuantes jornadas de intercambios verbales.

Grito

Una excursión a los indios ranqueles, capítulo XXV; cito por la primera edición (Buenos Aires, 1870):

Mariano Rosas me alargó la mano derecha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo; lo cargué y suspendí, dando un grito igual.
Los concurrentes á cada una de estas operaciones golpeándose la boca abierta con la mano y poniendo á prueba sus pulmones, gritaban: aaaaaaaaaaaaaaaa!!!

El relato de este primer encuentro protocolar entre la excursión de Mansilla y el jefe de la confederación ranquel, Mariano Rosas, sus capitanejos y plebe de los toldos abunda en acciones recíprocas, y cada frase insiste en marcarlo, sin ahorrar la repetición del verbo. En cambio, en procedimiento de síntesis, las cinco exclamaciones que siguen a sendas acciones se simplifican, gracias a la locución distributiva “a cada una”, en una sola. Se trata de la secuencia “aaaaaaaaaaaaaaaa!!!”.

Instalada una vez con Mariano Rosas (a quien deberíamos llamar, más bien, Panquitruz Guor), la serie de aes vociferadas está en condiciones de reutilizarse en cada fase del saludo con un nuevo miembro del grupo: estrechar la mano – abrazar – levantar y cargar al otro. Reaparece, entonces, al final de los saludos con Epumer, Relmo, Cayupán, Melideo. Y en dos ocasiones más, para destacar el cansancio acumulado, ya que la ceremonia continúa con indios de rangos inferiores hasta llegar a la “chusma” (genérico para los no guerreros). Con Melideo, teniendo en cuenta su talla y su peso (nueve arrobas, equivalentes a poco más de cien kilos), el esfuerzo se multiplica, y da lugar a una maniobra muy propia de la crónica de tierra adentro en la práctica de Mansilla: los símiles con personajes y situaciones de este lado de la frontera, como auxilio para el lector; de paso, en busca de comparaciones, se ejercita la chanza a costa de amigos y conocidos. Melideo es comparable al edecán de Sarmiento y a José Hernández. Por eso, los alaridos se dan “con más ganas y [más] prolongados”. Las series vocálicas se dirían estampadas sin mayor medición o control que una cantidad que diera idea de duración prolongada. Ocupan entre once y dieciséis letras, que en sucesivas ediciones (incluso en vida de Mansilla) han ido variando ligeramente, sin criterio: la mayor duración del grito apuntada después de haber cargado el corpachón de Melideo no se traduce en un número de letras más elevado.

Mientras la condición del fonema es tan ideal como la del grafema, hay materialidad en lo fónico y en lo gráfico, pero de distinta naturaleza. ¿Qué tenemos aquí? Por cierto, de las aes no surge denotación alguna. Las aes no significan el grito, no lo representan. Como las onomatopeyas, constituyen un acontecer que sortea la doble articulación del lenguaje. Las aes gritan, a su manera, en la página, como las exclamaciones ranquelinas lo hacen en Leuvucó. Antes que leerse, se ven: se diferencian de los demás caracteres que, combinados, forman palabras, unidades discretas separadas por espacios en blanco. Los espacios antes y después de la cadena vocálica uniforme son límites relativos, que podrían estar antes o después; los caracteres no se combinan: solo se agregan de manera repetida y en número variable, sin que el más o el menos permita un análisis morfosemántico. De un vistazo, se advierten los gritos de la página. Es una captación distinta de la que ocurre en la lectura, así como la audición del grito, en Leuvucó, no habrá decodificado frases ni palabras ni fonemas. Enseguida, el narrador Mansilla puede escribir, después de contar la hazaña de alzar a Melideo: “redoblé el esfuerzo y mi tentativa fué coronada por el éxito mas completo, como lo probaron los ¡aaaaaaaaaaa!!!”. Poco antes, ante la prueba con Epumer, había registrado: “Nos hicimos lo mismo que con su hermano, en medio de incesantes y atronadores aaaaaaaaaaaa!!”.

El artículo, los adjetivos (en una palabra, los modificadores directos) transforman los aaaaaaaaaaaaa en un sustantivo que puede integrarse mansamente a la frase, ateniéndose a reglas gramaticales y sometiéndose al orden del sintagma. El texto domestica el grito, recuperándolo para el sistema de la gramática. Eso se había insinuado, moderadamente, en su primera aparición tras los dos puntos que seguían a “gritaban”, pero esa cápsula, resultado de la referencia en estilo directo, aunque integraba las aes al conjunto como objeto del verbo que la precedía, nada informaba sobre su estatuto verbal.

Cuando Theodor Adorno se ocupa del grito expresionista, lo halla afín a algunas tesituras del joven Arnold Schönberg: no solo “algo que rehúye la comunicación mediante la anulación de las pulidas articulaciones lingüísticas del sentido, sino objetivamente también el intento desesperado de llegar a aquellos que ya no escuchan”.

En ese duelo entre lo visceral preverbal y la palabra domesticada se juegan, en el relato de los saludos y las ceremonias de contacto, los conflictos que fundan la Excursión y la complejidad de su progreso. Hay en Mansilla una apertura insólita hacia el otro y una escritura deslumbrante, pero el mundo del que venía, y cuyos valores portaba, había dejado de escuchar.

Perfluyue

En un poema correlativo a una de sus visiones místicas, que adquieren consistencia sobre todo en su pintura, Xul Solar describe “un Hades fluido, casi vapor, sin cielo, sin suelo, rufo”, en versículo neocriollo:

En sus grumos i espumas dismultitú omes flotan pasivue, disdestellan, hai también solos, mayores, péjoides, y perluzen suavue.

Publicado en París en 1931 y reproducido en el número 3 de Signo (Buenos Aires, 1933), Patricia Artundo lo recopila en 2017, agregando una traducción al español de Daniel E. Nelson. Me concentro en unas pocas palabras, cuya construcción comento, con la ayuda de la versión del traductor. Dismultitú: “distintas multitudes” (el neocriollo tiende a fusionar y amalgamar sustantivo y adjetivo); pasivue: “pasivamente” (el sufijo -ue adverbializa); disdestellan: “destellan de distintas maneras, diversamente” (ahora es lo adverbial circunstancial lo que se funde, apocopado y como prefijoide, con su núcleo verbal); solos se completa en la traducción con su núcleo elidido (“seres”); péjoides: “en forma de peces” (recuperando un sufijo español que aporta idéntico morfema en “androide”, “ovoide”, “asteroide”); perluzen suavue: “emiten luz continua y suavemente” (en perluzen, “permanentemente”, reducido a su primera sílaba, ha venido a engancharse con un verbo fruto a la vez de una fusión verbo-objeto, por lo que la antigua forma transitiva “emiten luz” se hace intransitiva, por deglución interna del objeto: perluzen, flexión del neoverbo perlucir, “emitir luz permanentemente”).

A partir de este sucinto análisis, podemos comprender el ingreso de Xul a la monumental y minuciosa construcción de Tlön. Borges no es un creador de grandes sistemas y lenguas artificiales, como el idioma universal de John Wilkins, el volapük de Johann Martin Schleyer, la azarosa máquina de pensar de Ramón Llull, el neocriollo y la panlingua de Xul Solar. Un toque socarrón asoma en su abordaje de estos intentos, que no desmiente la fascinación por su originalidad y desmesura. El genio demiúrgico de Xul, que interrogó el ajedrez, la notación musical, los teclados, no podía no atraerlo. De modo que para dar idea, en la ficción de un planeta inventado por una sociedad secreta, del funcionamiento de la lengua original de ese mundo, decide darnos una mínima muestra, en la que restos de sajón antiguo se articulan con el título de un volumen de “La biblioteca de Babel”: Axaxaxas Mlö. Ambos cuentos coexisten en El jardín de senderos que se bifurcan (1941), que en 1944 sería el primer bloque de los dos de la colección de Ficciones –“Tlön Uqbar…” había sido adelantado en el número 68 de Sur, de mayo de 1940–, y se iluminan en intratextualidad. Desde otro punto de vista, quedan confrontadas dos poéticas: Xul erige el monumento lingüístico del neocriollo; Borges lo usa como caja de herramientas y articula una sola frase, muy valiosa a la hora de mediar entre nuestras lenguas y las del planeta desconocido, “con sus arquitecturas y sus barajas”; también le será de utilidad el inglés, que propicia amalgamas y neologismos.

Las naciones de ese planeta son –congénitamente– idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje –la religión, las letras, la metafísica– presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned).

Concluyo: un idioma artificial, pero generado a partir de la fusión y los procesos de creación de palabras propios de los naturales, funciona como lengua de traducción del idioma hipotético de un planeta donde lo que consideramos realidad es una mera petición de principio. Pensar que esta apoteosis lingüística del idealismo absoluto pudo concebirse a orillas del Río de la Plata informa más, tal vez, sobre qué pueda ser la argentinidad que cualquiera de los símbolos nacionales consagrados por la historia y la constitución.

Escoba

“El juego de cartas”, último cuento de El budín esponjoso de Hebe Uhart (1977), despliega una escena didáctica.

Cuando era chica aprendí a jugar a las cartas a un juego que se llama escoba de quince.
Mi papá me enseñó. Me mostró un hombre con el pelo largo, con medias coloradas que cubrían unas piernas más bien gordas y que llevaba zapatos negros con hebillas.
–Esta es la sota –me dijo.

Todos son obstáculos para el ingreso a ese sistema de símbolos. Se llama “escoba” pero no hay escobas. Es un hombre y se llama “sota”. La carta dice 10 pero vale 8. La formas de aparición de la sota difieren: con un oro, con un palo, con una espada. Asistemática, la narradora no dice basto ni condesciende a la exhaustividad, omitiendo la copa. La expectativa de la aprendiz se orienta hacia el transformismo en la emergencia de la sota, imputándole intenciones, hasta que termina por cansarse del ejercicio.

El paso de las reglas al juego efectivo depara nuevas sorpresas. “Ahora vamos a jugar por porotos”. Su descripción de los porotos no es tranquilizadora: “Eran muy pocos, parecían […] viejos y me producían una mezcla de admiración y fastidio”. Acostumbrada por fin a esta nueva rareza, asistimos a sus vacilaciones y resistencias ante una noción constitutiva de la práctica del juego, ante una ley férrea dadora de sentido: el valor.

Un día en que no encuentran los porotos, el padre propone: “Vamos a jugar por maíces. Es lo mismo”.

–No –dije yo protestando–. Por maíz yo no juego.
Era el colmo, ese juego había perdido toda seriedad.

Al rechazar la equivalencia de una forma del valor (por el que se juega) por otra, la perspectiva infantil cuestiona todo el código, con la misma renuencia que antes le había vedado entender en términos relativos la función de la sota, en su diferencia (que no se confunda con el caballo ni con el rey) y en la magnitud asignada, es decir, en su arbitraria convencionalidad.

El arduo camino de la comprensión de ese orden se llama adaptación. Y con ella, se acaba el juego. O empieza de otro modo.

El extrañamiento, en el texto de Uhart, no surge ante un neologismo, un estallido semántico o el fragmento de una lengua proveniente de otra dimensión, sino ante un rito iniciático: la neófita penetra en un mundo nuevo que la espera –diría Baudelaire– con una mirada familiar. Y el oficiante es el padre.

Goma

Juan Carlos Gómez formaba parte del grupo de amigos que rodearon durante parte o toda su estadía en la Argentina (1939-1963) al polaco Witold Gombrowicz. Ahí estaba el comité de traducción de Ferdydurke, que se reunía en las confiterías La Fragata y Gran Rex: los cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu, Adolfo de Obieta y Luis Centurión (ver el prefacio de la edición de Argos, 1947, y la nota de los traductores), y muchos colaboradores, entre ellos Alejandro Rússovich, muy amigo del polaco. Con el tiempo, se acercarían Mariano Betelú, Jorge Di Paola (Dipi), Miguel Grinberg, a quienes se puede ver (con Russovich, Obieta, Jorge Calvetti y otros), en el film Gombrowicz o la seducción (1986), dirigido por Alberto Fischerman con la colaboración, en guión, de Rodolfo Rabanal. Reprimiré las asociaciones que me suscitan estos nombres para dejar apenas dos. La voz de Rússovich se oye, ya en medio del debate postdictadura, en el interesantísimo libro de Juan Carlos Marín, La silla en la cabeza (1987); pudimos volver a contar con la novela Minga, de Di Paola, desde su primera edición en De la Flor en 1987, cuando la reeditó Ricardo Piglia en su Serie del Recienvenido, FCE, en 2012.

Las Cartas a un amigo argentino son las que W.G. enviaba a Gómez desde Berlín, en los primeros sesenta, ya definitivamente alejado del Río de la Plata, y en las que compartía experiencias, expectativas, escepticismos, en la última etapa de su vida.

Esta correspondencia llena de sarcasmo, donde lo dicho por Gómez se lee en hueco por las réplicas de Witold, se desenvuelve en el estilo áspero que caracteriza algunas amistades. Así, en los encabezamientos, se lee siempre un chiste paronomástico: “Goma”. En circunstancias presenciales orales, recuperadas por testimonios, incluso el del propio Juan Carlos Gómez, el apelativo iba acompañado con mucha frecuencia de “mi fiel Goma”, como de caballero a escudero, de señor a vasallo. Y el propio Gómez, al despedir al amigo muerto, retoma ese imaginario de relación, para decir: “adiós, querido polaco, mi amigo, mi señor y mi maestro”.

Mi fiel goma / mi señor. Queda así asentado el código –veras y bromas– de un tipo de vínculo. Ahora bien: en el tono, insisto, de afecto y crispación, ¿a qué remite Goma, además de a la dura pronunciación de Witold del español rioplatense?

Creo que la causticidad y el espíritu juguetón forzaron una salida que la propia lengua ensayaría tiempo después.

En los vocabularios lunfardos, goma venía cubriendo un espectro de tetas, profilácticos y penes. Solo Conde admite, a fines del siglo XX y comienzos del XXI, la acepción “tonto”, “gil”. En estadísticas personales con amigos de distintas generaciones, he detectado otra: “pesado, cargoso”. Opto por consultar directamente a Oscar –la bibliografía impresa no agota, ni mucho menos, el campo de mis fuentes y mi bibliografía–. Me recuerda algo que, se ve, he preferido olvidar: quien llevó esta acepción de goma a la masificación fue el inefable Marcelo Tinelli en el programa Showmatch, en los noventa, en un bloque con la participación del animador Lionel Campoy, que hacía un personaje llamado Boby Goma –la misma cualidad despistada o lela se expresaba doblemente, en el apellido epónimo y en el nombre, donde el apodo Bob del Robert inglés (cuyo diminutivo original sería Bobby) se resignificaba con el bobo español–.

Gómez recuerda certeramente la conjunción de Forma e Inmadurez (ambas con mayúscula) en el universo de valores de Gombrowicz, como se leen en Ferdydurke y en el Diario argentino; su combate individual e individualista, frontal e irónico, por sustraerse de las tiranías de la generalización y de la abstracción. Cito: “Gombrowicz, en medio de esta soledad, se las arregla para provocar escándalos arriba y abajo, buscando su fracaso personal y mundano”. Con esta persecución beckettiana del fracaso, en la busca de la forma, de la inmadurez que Gombrowicz consideraba gran virtud argentina, en ese acercamiento que no condescendía a la ternura e insistía en la rispidez, no esperó los usos futuros de goma: desde una apropiación fuerte, mordaz, dura, del español de estas tierras, contribuyó a causarlos.

Y la sorna hacia Gómez se le revertía. Al evocar la comunión con su maestro, señor y amigo, Juan Carlos encuentra que GOMbrowicZ y GÓMeZ empiezan y terminan con iguales letras, y decide que allí se esconde una forma misteriosa del destino.

Así, Witold deviene aquello que carga en el otro: Gombrowicz: goma.

Pendorchos

Hacia fines de siglo pasado, los cuarentones argentinos memoriosos (y de ahí, generacionalmente, para arriba) podían quizá recordar un programa de Teleonce guionado y dirigido por el talentoso Aldo Cammarota: Telecómicos, que había comenzado con la década del sesenta y finalizó a mediados de la siguiente. Ahí, en un sketch repetido (en estos formatos, “repetido” es un epíteto infaltable), el actor Alfonso Pícaro –de impresionante semejanza con el después tristemente célebre Jorge Rafael Videla– hacía el papel de Volantieri, un chanta que ante el plano-esquema de una máquina trataba de convencer a su jefe, Cretinuchi (Carlos Serafino), de que, si incorporaba al aparato un par de pendorchos en puntos clave, mejoraría notablemente su rendimiento.

La palabra estaba lanzada a la consideración pública, y fue celebrada, adoptada, utilizada, y en ocasiones resemantizada.

Hoy la memoria personal puede haber caído, acompañando la baja de muchos de sus sujetos, pero se conserva, en compensación, en los repositorios digitales, a disposición de distintas prácticas arqueológicas de la cultura.

En 1974, Mario E. Teruggi tomaba nota de la novedad, al dedicarle un párrafo en su Panorama del lunfardo (“designa una cosa cualquiera, preferentemente material pero muy indefinida”), presumiendo que “comenzó a circular hace cosa de cinco años”, y atribuyendo su lanzamiento a un programa cómico televisivo, sin especificar. Notablemente, agregaba que su apropiación por algunos jóvenes habría adquirido otro significado, equivalente “al huesquel araucano, adminículo usado por el hombre para aumentar el placer sexual de la mujer” (a la que, según crónicas chilenas que consulto, habría causado más daño que placer).

Al año siguiente, José Gobello lo incorpora a su Diccionario lunfardo de 1975 (Peña Lillo), caracterizándolo como “Término de creación artificial, difundido por la televisión, que se emplea sin significado preciso”, y menciona el programa de Cammarota, donde habría terminado aludiendo a una “imaginaria arandela”; y en el remate: “Ahora tiende cada vez más a significar pene o testículo.”

Casi un cuarto de siglo más tarde, en su Diccionario de voces lunfardas y rioplatenses, Teruggi asentaba, más escueto, para la misma palabra: “60s. Chirimbolo. Aparato indefinido en forma y accionar”, y en segunda acepción, como inusual, “Pene, falo”. En la imprecisión acusada por Gobello y la indefinición del chirimbolo de Teruggi, se revela un significado lábil, que vendría a socorrer la falta, en el hablante, de una opción más adecuada. Lo genital, se diría, ronda todo el tiempo la palabreja. Por eso, suele compartir contextos con otra voz emparentada, pituto, que Conde define: “Cosa cualquiera, cuyo nombre se ignora o cuya especie no puede revelarse. (Por ext. Del chilenismo pituto: tubo pequeño y sobresaliente de un objeto)”. Hace casi dos décadas, un sonado caso policial lo llevó al primer plano de la atención pública.

Hasta el registro de Teruggi en 1974, no hemos encontrado, por esos años, indicios de pendorcho; no está en los vocabularios de Gobello-Payet (1959) y Andrade-San Martín (1967), previos a Telecómicos. Más tarde se abrirá paso en el de Oscar Conde (1998), que explica: “cosa cualquiera” y en segunda acepción, “pene”, refinando luego la precisión sobre el origen mediático.

Así las cosas, leo, en el número 5 de Xul (abril de 1983):

pende del
cuello de la madre una ajorca de sangre, sangre púbica, de plomos
y pillastres: sangre pesada por esas facturas y esas cremas que
comimos de más en la mesita de luz en la penumbra de nuestras
muelles bodas: ese borlazgo: si tomabas mis bolas como frutas de un
elixir enhiesto y denodado: pendorchos de un glacé que te endulzaba:
pero era demasiado matarte: dulcemente: haciéndome comer de esos
pelillos tiesos que tiernos se agazapan en el enroque altivo de mis
muslos, y que se encaracolan cuando lames con tu boca de madre las
cavernas del orto, del ocaso: las cuevas;
y yo, te penetraba?

Es el poema “Mme. Schoklender”, de Néstor Perlongher, que al formar parte, cuatro años después, del libro Alambres (Último Reino), pasará a titularse “Mme. S.” Mi corte se atiene a los límites de esta exposición, porque el texto crece ininterrumpido, compulsivo y pulsional, sin límites, disparado hacia adelante por la tracción de los dos puntos: embragues de efecto, causa, manera. Fuerza erótica del deseo, del incesto, del matricidio; imantación del sexo, la muerte y del significante. Aliteraciones de pende, púbica, plomos, pillastres, pesada; bodas edípicas que ornan borlazgos que devienen bolas y boca en el lamer; pelillos que se encaracolan: cara, cola, “lames con tu boca [cara] de madre las cavernas del orto [cola], del ocaso” . El polisémico orto tributa al latín para el amanecer, confrontado con el ocaso, y al lunfardo como culo, emparejado con la cara, en amalgama caracoleante. En este contexto, el elixir y lo enhiesto conducen a los pendorchos, con lo que la humorada no necesariamente candorosa del chirimbolo que podía anexarse a la máquina para potenciar su rendimiento (en el sketch televisivo fundante) estalla, en el uso de Alambres, en todos los extremos de la pasión y la muerte. Perlongher se inscribe así en el tránsito, contemporáneo en la lengua, entre lo que los léxicos ordenan como primera y segunda acepciones. En Alambres, la crónica roja y los nombres y los hechos de las guerras civiles del siglo XIX (Rosas, López, el Pardejón Rivera y Bernardina, Pancho Ramírez y Delfina, Camila O’Gorman, el Moreira del folletín con el amigo Julián) funcionan como la atmósfera en que se desarrollan intercambios de cuerpos, de fluidos, de palabras. Y de géneros: en “Corto pero ligero”, el neologismo regresa en “Un general que agita los pendorchos / y se entrega al de enfrente, saltando los tapiales / es más mujer que hombre, es más mujer para ser hombre”.

Mi recorte de “Mme. Schoklender” comenzaba con “pende”. Los pendorchos del general, además, penden, y en mis primeras lecturas de Alambres no podía dejar de imaginar al oferente no solo en su genitalidad: culo al aire, sí, pero con la chaqueta salpicada de pendorchos condecorantes, farolería milica que se me superponía, sin negarlos, a los otros atributos.

Rosa

Sea por los logros de su escritura, sea porque la índole de algunos de sus movimientos modula énfasis e insistencias de la hora, Las aventuras de la China Iron ha pegado fuerte en el programa de este Congreso, como puede comprobarse en el índice de las ponencias, a solo dos años de la primera edición de la novela de Gabriela Cabezón Cámara. Sus eficaces operaciones a propósito de las cuestiones de género se dan en una construcción narrativa sólida que es a la vez una revisión ecocrítica de un vasto campo de lecturas pampeanas del siglo XIX. Fluye el deseo (o deseante perfluyue) y la morfología erosiona identidades y lugares.

Fragmento del capítulo “Sellamos animal por animal”:

En esos días, la pampa era toda cardos llenos de cogollos violetas más altos que un hombre alto: desde el pescante, la tierra era un suave oleaje violáceo. Los bueyes, que abrían el camino, terminaban tan llenos de espinas y flores como los mismos cardos, eran plantas de cuatro patas, cactus vaca, animales de esos de la ciencia, decía Rosa que los cepillaba porque se lo merecían y los bueyes lo querían por eso, creo; lo seguían un poco cuando los soltaba. Por lo demás, parecían indiferentes a casi todo. Sería el peso del yugo, tal vez, pobres bestias: el trabajo embrutece. Marchamos en silencio por la huella sutil que había dejado el paso de la indiada ya tapada por los cardos. Eran leves los indios como gatos, el sigilo y la sorpresa eran su sello, no dejaban casi nada atrás.

No resisto la tentación de relevar ese pescante, punto privilegiado de mira, pequeño mangrullo móvil que otea el entorno plano y que habilita un diálogo con los animales de tiro (lo que con cierta sordidez realista se denomina “tracción a sangre”), tal como lo ejercitan canciones y poemas que recuperan aquella perspectiva: me conformo con citar “El aguacero” de José González Castillo (1931), con música de su hijo, Cátulo. La cita obsequia unos endecasílabos agazapados en el diseño continuo de la prosa, y por eso más valiosos: “Marchamos en silencio por la huella”, “Eran leves los indios como gatos”; en ellos el verso discurre más fresco o pleno que en las sextillas en las que Las aventuras… quiere payar explícitamente con el Martín Fierro. Lugones veía, en el octosílabo, la realización estética del idioma (El payador, 1913-1916); pero el joven Borges de 1923 pensaba el endecasílabo como parte de nuestra tradición oral, y por eso sus versos libres, sin dejar de serlo, le daban cabida. Tan cierto y verificable, todavía hoy, que esa unidad métrica y rítmica informa la respiración de una novela entera, como La reja (2013) de Matías Alinovi.

Me detengo en la gran imagen de los bueyes como plantas de cuatro patas: “decía Rosa que los cepillaba porque se lo merecían y los bueyes lo querían por eso, creo; lo seguían un poco cuando los soltaba”. Evitaré la nota autobiográfica que explicaría mi emoción ante este apego, para centrarme en un aparente desajuste: Rosa los cepillaba y los bueyes lo querían y lo seguían. Quien viene leyendo la novela sabe que la no concordancia de género es una mera apariencia, porque Rosa apocopa el nombre del gaucho Rosario (de uso en sí mismo ambiguo), que se ha unido a Liz y Jose, tanto como Jose apocopa Josephine.

Cuento una tontísima anécdota personal. Estaba esperando a ser llamado, temprano, a la mañana –de esto hace dos décadas–, a la cabina donde me extraerían sangre para un análisis, cuando la voz del parlante urgió: “¡Nicolás, Rosa!” La pausa que indico con la coma fue tan leve que no dudé de que el azar y el Instituto del Diagnóstico nos habían puesto, a Nicolás y a mí, bajo el mismo techo y con el mismo ayuno. Desde luego, era el turno de Rosa Nicolás, inversión onomástica perfecta del llamado que habría correspondido al autor de Crítica y significación y La letra argentina.

Recordaba todo esto cuando leía el prefacio de Milita Molina a unas intervenciones dedicadas a presentar Relatos críticos, de Nicolás Rosa, o a evocarlo después de su muerte. En una de ellas, “De alguna manera”, rescata esta muletilla de las clases del titular de Teoría III de la UBA. En el prólogo del pequeño libro, Molina juega con una frase autorreferencial que –dice– pudo titular el conjunto: “La profesora rosa se volvió loca”. Sigue:

le encantó [a N.R.] la frase y no retrocedió ni la esquivó, y aun prolongó los alcances de su fallido y habló de su apellido y de la rosa y de la profesora vuelta loca que era él: esos fallidos que parecían en verdad un adrede. Yo creo que lo eran.

No hay aquí, no hubo allí, desajustes en el interior del sintagma: profesora, rosa, loca. Sí, en la relación enunciación/enunciado, lo que había provocado (anota Molina) “risa nerviosa y estupefacción de los alumnos”.

Retorno, desde esta crónica, a los bueyes que lo querían a Rosa. El juego del deseo (sugiero) ilumina lo que aparentaba falla de concordancia sin serlo, y otras cosas que parecen lo que no son (entre ellas, la mítica virilidad de Fierro), lo que va y viene (como La ida y La vuelta) de hombre a hembra, como una hebra, de pampa a pescante, de humano a buey, y lo que forma el plasma en que esas instituciones se suspenden, se extrañan, se licúan, se infiltran.

Coda

Las inquietudes que han llevado a este recorrido admiten condensarse en la sentencia del afiche de lanzamiento de Literal, hace casi medio siglo, aunque (supongo, pero quién sabe) ya no necesariamente con el tono de manifiesto disruptivo, sino con la convicción que nos ha dado, en el camino, la experiencia, dolorosa y feliz, de vivir y leer en Sudamérica: “Porque todo el mundo puede jugar con las palabras, porque los géneros y las formas cambian, cualquiera puede captar en el lenguaje algo del orden de la literatura”.

Lecturas

Adorno, T. W. Disonancias. Introducción a la sociología de la música. Madrid, Akal, 2009.

Alinovi, M. La Reja. Buenos Aires, Alfaguara, 2013.

Andrade, J. C. y H. San Martín. Del debute chamuyar canero. Buenos Aires, Peña Lillo, 1967.

Borges, J. L. Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires, 1923.

Ficciones. Obras completas, 1, 1923-1949. Buenos Aires, Emecé, 2005.

Bustriazo Ortiz, J. C. Canto quetral, II. Santa Rosa, Secretaría de Cultura. Gobierno de La Pampa, 2017.

Cabezón Cámara, G. Las aventuras de la China Iron. Buenos Aires, Random House, 2017.

Conde, O. Diccionario etimológico del lunfardo. Buenos Aires, Taurus, 1998.

Étiemble. La escritura. Barcelona, Labor, 1973.

Essais de littérature (vraiment) générale. Paris, NRF Gallimard, 1974.

Fontana, R. “De signos y siglos”. Revista tipográfica, n° 63. Buenos Aires, 2004, Bit.ly2XbhxcX

Gobello, J. Diccionario lunfardo. Buenos Aires, Peña Lillo, 1975.

Gobello, J. y L. Payet. Breve diccionario lunfardo. Buenos Aires, Peña Lillo, 1950.

Gombrowicz, W. Ferdydurke. Buenos Aires, Argos, 1947.

Cartas a un amigo argentino. Buenos Aires, Emecé, 1999.

Literal. Edición facsimilar. Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2011. bit.ly314us1o

Lugones, L. El payador y antología de poesía y prosa. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979.

Mansilla, L. V. Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires, Imprenta, Litografía y Fundición de Tipos, 1870.

Molina, M. Nicolás Rosa. Santa Fe, Ediciones UNL, 2018.

Perlongher, N. Alambres. Buenos Aires, Último Reino, 1987.

Solar, Xul. Entrevistas, artículos y textos inéditos. Buenos Aires, Corregidor, 2017.

Teruggi, M. Panorama del lunfardo. Buenos Aires, Cabargon, 1974.

Diccionario de voces lunfardas y rioplatenses. Buenos Aires, Alianza, 1998.

Uhart, H. El budín esponjoso. Buenos Aires, Cuarto Mundo, 1977.

UnosTiposDuros. “Conceptos básicos”. Taller de tipografía digital, 2005. Bit.ly39D4JB8


  1. Transcurridos diez meses entre la realización del Congreso de Santa Rosa –como abrevio para mí– y la entrega escrita de mi escrito a los editores de las Actas, muchas cosas han cambiado. El pasado 16 de junio murió Edgar Morisoli, que tuvo una iluminadora presencia en la mesa de homenaje a Juan Carlos Bustriazo Ortiz. Un virus temible nos ha puesto por primera vez ante una situación desdichada y global, en simultáneo. No somos los mismos –no lo seríamos de todos modos–. No por razones de ahorro, sino de economía general de este trabajo, fue eliminada casi la mitad –correspondiente en su mayor parte a una sección entonces inédita, hoy publicada–, y también ha habido reemplazos funcionales de ardua y tediosa explicación. He dejado algunos embragues presenciales, porque tienen que ver con lo ocurrido en tanto performance, y porque mientras daba la conferencia, iba incorporando comentarios sobre lo oído en distintas sesiones. Y si de lo que se trata, en una convocatoria de este tipo, es de reunirse y conversar, no está mal que en su forma última queden marcas de la escucha y el diálogo, sin los cuales no tendría mayor sentido. Me resta agradecer, en José Maristany, la invitación de las autoridades del Congreso y la hospitalidad y el afecto que recibí en todo momento durante mi estancia en Santa Rosa.


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