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La lengua en disputa

Los textos periodísticos de Fogwill en la posdictadura

María José Sabo (Universidad Nacional de Córdoba, CONICET)

El período comprendido entre los años 1983-1986 en Argentina, referido como “la primavera alfonsinista” o la “primavera democrática”, estuvo signado en el campo intelectual por un intenso trabajo crítico y discursivo que procuró pensar las formas idóneas de reconstrucción de una cultura que había sido profundamente lacerada por el reciente terrorismo de Estado. El primer desafío a enfrentar por parte de los sectores intelectuales versaba en proveer a la sociedad de un lenguaje crítico eficaz para una ajustada representación del pasado reciente. En los años inmediatamente próximos al arribo de la democracia estas búsquedas adquieren la forma particular de lo que podemos llamar “micro-batallas lingüísticas” las cuales tomaron asiduamente la modalidad de un escrutinio detallista ejercido en torno al significado, al valor y al uso de determinados vocablos claves que habían quedaron en el fuego cruzado de dos momentos culturales y políticos ya distantes entre sí: entre el tiempo eufórico de la revolución en los 70 y el tiempo correspondiente a la referida “derrota”. En este sentido, no es extraño encontrar en los textos de estos años una insistencia reflexiva en torno a los significantes, los cuales convocan la práctica de una vigilancia celosa de sus alcances y de su pertinencia en determinados actos de habla, asimismo encontrar el empleo frecuente de circunloquios que tienden un velo de reparos sobre ciertos vocablos devenidos “incómodos” para el uso de la lengua pública. En esa instancia la práctica crítica intelectual se vuelve metadiscursiva, problematizando las formas de acceso al pasado mediante un detenimiento en la materialidad de las palabras.

Un recorrido por los múltiples discursos artísticos, políticos, intelectuales de las décadas del 60 y del 70 producidos en Argentina pone de relieve en primer lugar, la centralidad que en ellos tuvo la “cuestión revolucionaria” que, como sostiene Claudia Gilman (2003), rigió el pensamiento de los sesenta/setenta. Asimismo, dicha cuestión está construida a partir del uso de una lengua específica que Nicolás Casullo (2007) refiere como “la lengua de los 70”: una retórica radical, politizada y vuelta ella misma un campo de batalla. : [en los 70] “hablar de la revolución era abrirse paso hacia un presente preñado desde el futuro como paraje imaginario que contenía la respuesta” (Casullo 16: 2007). Una vez reestablecida la democracia en 1983, ésta quedará, por un lado, inoculada bajo la constatación de la derrota, pero por el otro, en permanente tensión con respecto a los nuevos actos de habla que emergen en la democracia. La lengua de los 70 será entonces una “lengua en ruinas” (Casullo 2007: 3), vuelta ahora estéril, pretérita. Cada uno de sus vocablos más preciados será puesto en tela de juicio: “revolución”, “utopía”, “ideología”, “futuro”, “lucha”, “patria”, “compromiso”, “alienación”, “vida”, “muerte”. Muchos de ellos serán resemantizados en pos de licuar su compromiso sígnico con la coyuntura histórica de los 70, volviéndolos maleables al devenir de la historia y reintegrándolos así a la discursividad política “actual”.

Puede observarse, por ejemplo, la resemantización que opera Beatriz Sarlo sobre el concepto de “utopía” en uno de sus ensayos más elocuentes, “Una alucinación dispersa en agonía” del año 1984, publicado en la revista Punto de vista, espacio clave para la época por donde transitaron varias de las voces más importantes de la intelectualidad preocupada por la reconstrucción de la cultura y de la lengua. El texto tomará la tonalidad que se hace extensiva a un sector más amplio de la discursividad intelectual de estos años, y que es la del mea culpa en tanto intento de sincerar las “responsabilidades” que cupieran en relación a los acontecimientos del pasado como mecanismo necesario para la construcción de una nueva intelectualidad no alienada ideológicamente, tal como al criterio de Punto de vista, demandaba la naciente democracia. Desde el comienzo del ensayo, la escritora evalúa como una “alucinación” y “delirio colectivo” las que en los 70 constituían las utopías políticas centrales. Un nuevo lenguaje crítico, que evite aquellos excesos, será el garante, el guía virgiliano, que le permita adentrarse en el pasado para interrogar sus restos. En este marco de reflexiones, Sarlo propone reapropiarse del preciado concepto de “utopía” para adosarlo al programa político de una democracia y postula la necesidad de resemantizarlo desligándolo de los significados setentistas que éste portaba: “pensé en una Argentina posible donde un texto equivalente [refiere a Exilios de Gelman y Bayer] no fuera proscripto, quizá un país que nos hiciera ‘sentir como en casa’. Una nueva utopía: la de una sociedad reflexiva y tolerante” (4). Los componentes inherentemente eufóricos de esta matriz discursiva primordial para el relato de la política que es la utopía, deberán ser refrenados para dar lugar a “lo razonable”, lo criterioso, y si bien lo utópico se reactiva porque la democracia se instala como temporalidad augural, cambia el objeto de deseo de esa utopía: ya no será la liberación social sino la participación ciudadana con tolerancia y raciocinio político.

La díada vida y muerte también es resemantizada en los años posteriores a la dictadura militar. Lo que dentro del pensamiento revolucionario de los 70 se profería como “vida”, era entendido como “vida verdadera” en tanto vida no burguesa, comprometida y entregada a la lucha por la liberación. Por otro lado, el significante “muerte” correspondía a la idea-consigna, de la “muerte heroica”, donde el acto de fenecer en la lucha la cargaba de sentido. Ambos vocablos atravesarán una operación de inversión por parte del discurso intelectual. El concepto de vida setentista se vuelve ilegible entrados los 80, sostiene Silvia Schwarzböck: “la incapacidad de imaginar una vida de izquierda […] es tan consustancial a la posdictadura que hasta podría definir su lengua específica: para poder condenar al Estado por la desaparición sistemática de personas, antes que por la política económica a la que esas desaparición sirvieron, la sociedad argentina, a partir de 1984, santifica la vida de derecha” (41), es decir, la vida no militarizada y definida desde el paradigma de los Derechos Humanos (64). Esta operación de resemantización de la díada vida/muerte a partir de la perspectiva de los Derechos Humanos queda plasmada en el artículo de 1983 del filósofo Osvaldo Guariglia titulado “¿Qué Democracia?” en el que se reflexiona sobre este régimen como aquel basado en la pertenencia de la vida a la persona bajo la figura ética y política de la “persona autónoma” y la vida como “bien a ser conservado”.

Sarlo, por su parte, se vale de la “Carta a Vicky” para establecer los nuevos criterios de valoración de ambos términos vida/muerte, leyéndola como la forma estética “derivada” de la cultura de la izquierda setentista, para la cual “el asesinato es una de las formas de la política, la ideología de la guerrilla” (Sarlo 1984: 3). La operación de Sarlo es reconducir la muerte hacia adentro de los límites de la “razón” (3), sacándole todo el “romanticismo” con que los 70 la habría enfundado para legitimarla en la intervención política. Esto tiene como consecuencia remitir la “Carta a Vicky” a los textos de ficción política argentina, porque, sostiene, “un capítulo más de la violencia argentina, desde el Matadero a Facundo, está escrito en esa carta” (3). Se vuelve necesario entonces para este proyecto intelectual volver a pensar la muerte por fuera del velo de la ideología (tal como los 80 entienden que es la “ideología” en los 70), expulsándola del horizonte de lo imaginable (y de lo proferible) para la política “real” por medio de una lectura desviada de sus significados que la remite al corpus de las ficciones nacionales, domesticando así sus posibles fugas de sentido. La idea de que se está leyendo una ficción cuando se vuelven sobre los 60 y 70 está en relación a la categorización que hiciera Sarlo de lo ocurrido, refiriéndola como “alucinación” y “delirio colectivo”. La operación culmina por remitir las producciones escriturales de aquel pasado, incluso las más emblemáticas como es “Carta a Vicky”, a otra zona distinta de la discursividad social, no contemplada en el momento original de su escritura, que claramente inocula su potencia para intervenir desde el lenguaje en el presente. Ante el pasado, vuelto ahora libro de ficción, se abre una escena de lectura que habilita colocarlo a cierta distancia lingüística. Ese “libro” en que devienen los 70 requerirá la elaboración de una ajustada lengua crítica y técnica que lo haga hablar, construyendo así un imaginario sobre el lenguaje que apela a la objetividad de metodologías y procedimientos hermenéuticos. La emergencia de la nueva lengua pública en la democracia muestra la voluntad de una experticia crítica: será una lengua a caballo entre la crítica sociológica y la crítica literaria, que asume la tarea de construcción de un saber por fuera de las coordenadas ideológicas del 70.

En paralelo a las estrategias de resemantización, también hacen su aparición en la caja de herramientas lingüísticas de los 80 nuevos vocablos que conformarán una sólida red de términos, cuya proximidad semántica hará que mutuamente convaliden su necesariedad dentro de un proyecto intelectual que se reconoce a sí mismo por militar “lo razonable” en todo orden (estético, político y lingüístico) como vía regia hacia el análisis crítico del pasado. Estos nuevos vocablos se tornan legibles en los discursos y en prácticas sociales: “tolerancia”, “responsabilidad”, “humano”, “razón”, “democratización”, “garantías”, “derechos humanos”, son algunas de las más presentes.

A contrapelo de estos acuerdos terminológicos, en su texto “Revisiones” para la revista El Porteño de julio de 1983, Fogwill se detiene justamente en la centralidad de la palabra “tolerancia” para desarmar el valor social del concepto mediante la contradicción semántica, dejando en evidencia el peligroso relativismo que ésta esconde, y más profundamente, dejando expuesto el uso sin mayores conflictos que ésta permite para sostenimiento de poses intelectuales “[…] puedo asegurar que si se quita el concepto de ‘sinarquía’ y algunas ideas conexas, podría endosar la mayoría de las afirmaciones de Castrogé. No digo ‘tolerar’, tolero todo incluyendo la intolerancia, a la que siempre es fácil de desarmar y desconcertar mediante la táctica de tolerarla” (Fogwill 2010: 46).

El breve espacio destinado a una ponencia no permite detenerse en el detalle de cada una de estas intervenciones sobre la lengua, pero será pertinente dejar señaladas el empleo de la sustitución semántica a través de la cual algunas palabras que en los 70 funcionaron como verdaderas consignas políticas serán sustituidas por nuevas. José Luis de Diego señala varios de estos desplazamientos terminológicos; en primer lugar, si los 70 hablaban de una “primacía de lo político”, durante la democracia ésta será sustituida por el concepto clave de “ética” que se entrelaza a la idea de la tolerancia, la pluralidad de voces, y centralmente con los Derechos Humanos. De Diego sostiene “la palabra ética se había transformado en el instrumento más idóneo de las ideologías de derecha y de la izquierda reformista para anular la política; como si la ética fuera un antes de la política, una suerte de refugio de las conciencias tranquilas” (De Diego 2007: 219). De Diego señala asimismo un desplazamiento desde el sintagma clave “liberación nacional” hacia el significante de “democracia” en tanto axioma de indiscutible valor sobre el que se genera un férreo consenso. La palabra “democracia” expulsa de “lo decible” a la palabra “revolución”. Ésta, entonces, se percibirá auditivamente como un arcaísmo lingüístico. La revolución se muestra como lo cancelado.

Este conjunto de operaciones que intervienen sobre la forma del lenguaje público pueden ser leídas, siguiendo a Paul Kroskrity como la construcción de una “ideología lingüística” (2008: 8-21). Kroskrity la caracterizada como una percepción particular del lenguaje y una valorización del rol de éste en lo social, productos de los intereses del grupo que elabora y vive dicha “ideología lingüística”. Ésta produce distintas formas de pertenencia al grupo en la medida en que funcionan como mediadoras entre las estructuras sociales y los usos del lenguaje. De esta manera, se plantea como un sistema de ideas sobre el lenguaje, su uso, su valor, su norma, y éstas, argumenta José Del Valle se articulan con “formaciones culturales, políticas y/o sociales específicas” (Del Valle, 2007: 9). La ideología lingüística tiene un claro poder normalizador del orden extralingüístico, construye “sentido común”, o para emplear un vocablo caro a los años 80, “razonabilidad”.

La “ideología lingüística” de los 80 queda inaugurada y modelizada por el Nunca más, presentado en el formato de un programa de televisión abierta y publicado con un prólogo de Ernesto Sábato. Elsa Drucaroff analiza las operaciones discursivas que realiza el Nunca Más y señala como estrategia mayor del texto la utilización de una terminología que constantemente despolitiza el pasado colocándolo en el plano de los significantes abstractos: “seres humanos” o “criaturas humanas” (en vez de “militantes políticos” o “guerrilleros”), “ángeles” y “demonios”, como así también borrando la categoría “lucha de clases” y reemplazándola por otro par oposicional más general; lucha entre “vida” y “muerte”. De esta manera, para Drucaroff el Nunca más “se hace discurso impreso y legítimo, un discurso entonces articulable, “decible”, alrededor del pasado reciente argentino en el Orden de Clases de 1984” (1997: 69). En su ensayo Beatriz Sarlo hace una crítica celebratoria de la transmisión del Nunca más por televisión, y encuentra en ella un modelo representacional válido transmitido en una lengua precisa y necesaria que se nuclea entorno a dos elementos clave para Sarlo: un “medio tono” y el “pudor” expresivo, alejado de todo énfasis o crispación en el uso del lenguaje. Ésta también celebra el nuevo registro lexical del libro recientemente publicado del periodista Pablo Giussani Montoneros, la soberbia armada (1987).

Desde otra zona discursiva, más anclada en el registro contracultural, Fogwill no cesa de repetir en sus intervenciones periodísticas la necesidad de agrietar el cristal de consenso que va conformándose gracias a una nueva sintaxis cultural articulada sobre los signos de tolerancia, razonabilidad, responsabilidad y humanidad. En estos primeros años de la década del 80 es una de las pocas voces que a la manera de un lenguaraz maneja las dos lenguas, y apropiándose de ese lugar de conciencia lingüística, que es también el de una conciencia sobre el borramiento de la historia llevado a cabo por la buena voluntad política del progresismo democrático, construye una política de la lengua crítica que se distancia de los proyectos intelectuales más legitimados de la época, esgrimiendo otras estrategias. Se vale de la ironía[1], del uso de expresiones coloquiales[2], de la humorada, del equívoco, del insulto, de la diatriba y la polemización, elementos ausentes, por ejemplo, en los textos recorridos de Punto de vista. Desde esas estrategias buscar hablar otra lengua que ya no es la de los 70, aunque de ella tome ciertas tonalidades como la de la confrontación y el carácter denuncialista, y a la misma vez tampoco es la lengua consensuada de la democracia que establece el habla del sentido común. En ese “entrelugar” lingüístico y, en consecuencia, también un entrelugar de pensamiento, su escritura se singulariza porque deviene forma de resistencia y provocación desde el cual librar una micro-batalla constante frente a cada término, cada discurso o texto que, como el de Giussani, reafirme “los mismos esquemas y los mismos fantasmas que el pensamiento oficial argentino contemporáneo” (Fogwill 2010: 87).

Hacia 1984 publica dos artículos claves para comprender su posicionamiento. Estos son “La herencia semántica del proceso”, publicado en Primera Plana en abril de ese año, y “La herencia cultural del proceso” publicado en El Porteño un mes después. Entre ambos se construye una lectura del presente y de la democracia que resultaba inasimilable para el discurso oficial. La idea de que esa celebrada democracia que se estaba viviendo y construyendo como proyecto renovador no era sino un escenario político dispuesto por la dictadura, y que en ella, a pesar de todos los discursos que decretaban el final con un saldo de vencedores y de vencidos (la idea de que hubo un “proceso”, del “Nunca más”, etc.) la Dictadura continuaba vigente. Esta vigencia se hace patente para Fogwill en especial a partir de sus dos herencias: por un lado la semántica, herencia de una lengua naturalizada que conminaba a hablar según los propios signos lingüísticos dispuestos por la Dictadura para hablar de la política, de la realidad, del pasado y de ella misma. Allí denuncia que, por ejemplo, “hablan de democracia” para en realidad referirse a una “cosmética”. De igual modo, repasa uno a uno los núcleos lexicales del nuevo lenguaje, para traducirlos al que sería, desde su óptica, el verdadero significado que se encubre. “hablan de desaparecidos”, “hablan de represión cultural”, “hablan de dictadura militar” y en realidad, “habría que decir” dictadura banquero, oligárquica y multinacional (69). Y es que, como señala Fogwill, hablar de la dictadura del 76 como “dictadura militar” es restringir su sentido al accionar de las fuerzas armadas, invisibilizando a los otros poderes que dieron el Golpe de Estado, esencialmente el poder económico. Por otro lado, “la herencia cultural” que instaló la idea de lo transgresor en prácticas culturales de disenso perimido y celosamente vigilado, prácticas conformistas donde se vuelven impensables/indecibles la violencia, la intolerancia, el exceso. Esas formas de escape fueron moldeadas al detalle por la dictadura. Una tesis en la que resuena la propuesta de Sarlo de sumarse al “medio tono” y al “pudor”.

La dictadura ha dejado establecido el marco de pensamiento con el que será incluso, criticada, juzgada. Silvia Schwarzböck sostiene que “la tesis de Fogwill es una tesis de izquierda que nadie de izquierda estaba en condiciones de pronunciar en plena post-dictadura” (2016: 60). Fogwill se pregunta: “¿cómo se zafa de esta herencia cultural? Creo que el mejor camino es pensar lo que ella y sus administradores decretaron como impensable, y pensarlo con los modelos intelectuales que exorcizaron como intolerables” (Fogwill, 2010: 75). Para reactivar entonces esos modelos intelectuales hay que volver al uso radicalizado de una lengua entendida como arma de guerra en los 70. En este sentido, el escritor arremete sistemáticamente contra conceptos que supongan entelequias disponibles indistintamente para cualquier posicionamiento político.

La estrategia de la polemización atraviesa todos sus artículos en mayor o menor medida; ya sea que contradiga los dichos de otros escritores o intelectuales, que se mofe de las pretensiones de seriedad y erudición de algunos periodistas “que escriben cumpliendo con la línea de la dirección […] por un sueldito” en los medios oficiales (Fogwill 2010: 47), que proponga una crítica demoledora de novelas recientemente publicadas, que “retruque” las críticas que otros le hacen a él o que le endilgue a un interlocutor como Cormillot, quien había integrado la CONADEP, el mote de “colaboracionista” de la Dictadura, en todos los casos Fogwill apela a una práctica discursiva donde la lengua se vuelve campo de batalla. Siempre hay una provocación que busca hacerse desde un acto de habla que pueda dar cuenta de un afuera con respecto a la uniformización de la lengua post-dictadura. A través de un trabajo incesante sobre la lengua consensuada de los años posteriores a la dictadura, Fogwill procura la creación de actos de hablas críticos que se sirvan de algunas tonalidades combativas devenidas de los años 70 y que funcionan auditivamente como perturbadores del discurso de la democracia.

Bibliografía

Casullo, N. “Los años ‘60 y ‘70 y la crítica histórica”. Confines nº 4. 1997, pp. 7-28.

De Diego. J. L. ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986). La Plata, Ediciones Al Margen, 2007.

Drucaroff, E. “Fue por algo. Análisis al prólogo del Nunca Más, de Ernesto Sábato”. AA.VV. Nuevos Territorios de la literatura latinoamericana. Buenos Aires, 1997, pp. 63-72.

Fogwill, R. Los libros de la guerra. Buenos Aires, Mansalva, 2010.

Giussani, P. Motoneros: la soberbia armada. Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.

Guariglia O. “¿Qué Democracia?”. Punto de vista, 17, 1983, pp. 15-22.

Kroskrity, P. Regimes of language: ideologies, polities and identities. Santa Fe, School of American Research Press, 2000.

Sarlo, B. “Una alucinación dispersa en agonía”. Punto de vista, n° 21, 1984, pp. 1-4.

Schwarzböck, S. Los espantos. Estética y posdictadura. Buenos Aires, Cuarenta Ríos, 2016.


  1. Por ejemplo en “Problemas de afasia, el lenguaje y el exterminio” escribe “Ahora que hay democracia y estamos todos unidos […] ahora que nunca más volveremos a tirarnos piedras entre argentinos […]” (1983: 44).
  2. Por ejemplo, en el artículo “Asís y los buenos servicios” de 1984 escribe: “[los críticos] se ocupan en copiar puntualmente lo que los editores colocaron sobre las contratapas de sus libros, cagándose olímpicamente en el tradicional saber de la retórica” (112).


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