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Marcelo Peyret, escritor de pecados inconfesables

Cecilia Corona Martínez (Universidad Nacional de Córdoba)

En el marco de una investigación mayor que –desde hace varios años– se propone el estudio de la heterodoxia[1] en las literaturas de la Argentina, he seleccionado un corpus de novelas escritas por Marcelo Peyret en la década de 1920.

Marcelo Peyret (1896-1925) fue un escritor de novelas semanales y de ediciones económicas. Muy leído en su momento, cayó luego en el olvido, hasta que en 1948, su novela Los pulpos fue llevada al cine por el director argentino Carlos Hugo Christensen. Después de esa película, no volvió a ser recordado.

Propongo una lectura de tres de sus novelas más conocidas: Alta Gracia (1922), Padre nuestro (192…)[2] y la ya mencionada Los pulpos (1924). Todas tratan temas urticantes para la época: la hipocresía social, la falacia del celibato sacerdotal y la pasión sexual. La crónica cuenta que la publicación de Alta Gracia le valió la expulsión de dicha ciudad cordobesa (Salas 2003).

Precisamente la transgresión recorre los textos: personajes, situaciones y lenguaje corren los límites de lo decible para los bienpensantes. Descripciones de escenas amorosas, de los síntomas mortales de la tuberculosis, del deseo reprimido de un sacerdote, explican la popularidad contemporánea y el olvido póstumo. Estas rupturas permiten postular a Peyret como un escritor heterodoxo, en tanto su escritura escapa de los temas y los modelos vigentes: se aleja a la vez del estereotipo de la novela popular[3] y de las preocupaciones estéticas y sociales de la narrativa letrada o culta[4].

Con un discurso de reminiscencias naturalistas y un marcado cientificismo, las novelas proponen una mirada disidente, en tanto colocan en primer plano la descripción de cuerpos erotizados y erotizantes, de deseos prohibidos, de mentiras privadas y públicas. En los textos, los protagonistas caen vencidos por fuerzas –internas o externas– que los corrompen y determinan su destino.

Considero que, con sus particularidades, este autor podría formar parte de una serie integrada también por Raúl Barón Biza (1899-1964) y Omar Viñole (1904-1967), escritores que por diversos motivos nunca entraron en el canon. Transgresores, escandalosos y ferozmente criticados, forman parte de una comunidad oculta de textos y autores argentinos caracterizados por su “rareza”[5] y marginalidad.

Modos del determinismo

Con variantes que luego desarrollaré, es posible señalar en las tres novelas seleccionadas, la presencia constante de una fuerza que termina conduciendo a los personajes a la soledad y la frustración. La metáfora del “pulpo” –en realidad, una alegoría que se explicita en algunos momentos–, para designar una fuerza irracional y salvaje que atrapa y finalmente ahoga a su víctima, puede aplicarse también a la tuberculosis (Alta Gracia) y a la Iglesia (Padre Nuestro). Fuerza o poder contra el que no se puede luchar, y ante el cual toda voluntad flaquea.

En Los pulpos, una fuerza maligna reside en la mujer erotizada, sexuada, como fatalidad que envuelve no solo al protagonista sino a otros personajes masculinos. La historia narra la relación entre Horacio –periodista y escritor– y una lectora suya, Myrtha –empleada de tienda–. El final de esta relación va siendo anticipado por lo que les sucede a sus compañeros de trabajo: Gaspar Funes, débil y enfermo, casado con Lirita, comparada con una “Walkyria morena que reclamaba un bosque, para encuadrar dignamente la selvática belleza de su desnudo.”(33); y Galván, quien se casó con Maruja Iturbe, y “desde entonces comenzó su decadencia” (13). El primero muere, víctima de una relación que ha acabado con sus pocas fuerzas vitales; en una clara construcción de la mujer como vampiro que absorbe la energía de su víctima. Galván termina preso por haber caído en actividades delictivas para satisfacer la necesidad de lujo de su esposa, quien lo abandona por un hombre más adinerado.

Claramente, la mujer aparece en su aspecto de “sirena, lamia o ser monstruoso que encanta, divierte y aleja de la evolución” (Cirlot 1978: 312), ni doncella ni madre sino devoradora de la fuerza vital masculina. Es importante destacar que ninguno de los personajes femeninos tiene hijos, siempre se trata de mujeres solas, sin familiares directos.

En Alta Gracia la enfermedad, específicamente la tuberculosis, constituye también una fuerza prácticamente irrefrenable e invencible[6]. La localidad cordobesa situada a 35 kilómetros de la capital es uno de los lugares recomendados por los médicos de la época por su clima favorable para la recuperación de los enfermos. Sin embargo, el texto muestra cómo, lejos de propiciar la cura, las condiciones higiénicas solo logran la propagación de la enfermedad entre la mayoría de los habitantes del pueblo. Esta revelación originó la expulsión del escritor, quien debió dejar la ciudad para radicarse en La Calera, otra población cordobesa.

Padre nuestro muestra un poder de muy distinta índole, pero a la vez emparentado con la compulsión del protagonista de Los pulpos. La religión católica, con sus principios, imposiciones y prohibiciones se erige como una entidad contra la que los protagonistas no pueden luchar. Es más fuerte que el amor filial, el amor de pareja y aun el amor a la vida. Precisamente, el carácter revulsivo de la novela se sustenta en esta presentación del catolicismo convertido en una suerte de energía mortífera.

Los pulpos y el peligro de la mujer erotizada

El protagonista, Horacio Pizarro, es un literato que hace periodismo para vivir. A partir de la correspondencia que su obra genera, conoce a quien será su verdugo, la mujer que se hace llamar Myrtha.

El amor que se genera a partir del intercambio epistolar, prosigue en el encuentro posterior y en un romance que avanza hasta absorber por completo a Horacio. En su enamoramiento, espiritualiza a la mujer:

Ha sido menester que te conociera para poder concebir a Dios. Tu existencia es para mí fe un argumento irrebatible. Ante él, cae despedazada toda la filosofía positivista en que se basaba mi escepticismo. (42)

Esta idealización de Myrtha irá resquebrajándose cuando el enamorado conozca la verdadera interioridad de su amada, que va develándose progresivamente a lo largo de la novela.

En efecto, la joven va mostrando una personalidad muy alejada del inicial halo virginal, con “alma de rica” y una voluptuosidad “ávida siempre de nuevas sensaciones” (50). Precisamente en la relación carnal se presenta el miedo del varón a la hembra concebida como un monstruo:

… estaba a merced de un pulpo, que lo envolvía, en sus tentáculos, que paralizaba su voluntad, que lo hacía su víctima, que iba a transformarlo en un guiñapo, en un pobre desperdicio, en una cosa despreciable e inútil. (61)

En forma paralela, Horacio abandona progresivamente su trabajo y ve disminuida su vitalidad. La analogía con mujer/ pulpo se profundiza desde este momento, y la descripción de las costumbres sexuales del cefalópodo (citas de fuentes aparentemente “científicas”) produce en la mujer una “excitación enfermiza” (64); ya que el apareamiento animal se presenta como una especie de lucha donde el coito está indisolublemente unido a la violencia. Myrtha admira ese amor “brutal, apocalíptico…infinito espasmo” (64).

Afirma Cirlot que la simbología de la mujer cuyo paradigma es Elena, instintiva y sentimental, la pone por debajo del hombre, “tentadora que arrastra hacia abajo” (1978: 313). Este relato –más allá de un fuerte contenido erótico, que probablemente escandalizara y atrajera al mismo tiempo–, postula a la mujer como engendro que une lo humano y lo animal (en la mitología aparecen mujeres con patas de cabra o con cuerpo de león).

La verdad sobre la mujer, la desilusión del engaño, desgastan la salud física y psíquica del protagonista, quien como consecuencia del fracaso amoroso escribe una obra teatral donde relata su historia, titulada “La derrota”. Su representación –paradójicamente– lo conduce al triunfo profesional y económico, en momentos en que ya no puede disfrutarlos. Si bien la novela termina con la ruptura entre los amantes, propiciada por Horacio, este se reconoce un hombre “débil”, “vencido”, similar a un perro abandonado (157) y, de alguna manera, muerto, ya que reconoce en sí mismo un “frío que le venía de adentro” (158). Finalmente, el pulpo le ha arrebatado toda energía vital, en un proceso que puede ser definitivo (157).

Alta Gracia, “la novela de los tísicos”

La novela se centra en Néstor Medrano, escritor, rico, cínico –como buen idealista arrepentido (había pasado de un primer seudónimo “Mirasol” a “Juan Pérez”)–, puesto a “pintar las más crudas verdades, para desenmascarar a una sociedad que se le antojaba hipócrita y corrompida” (14), y ya desde el primer capítulo, se lo presenta enfermo. De ahí en más, y ya con el fin de curar su tuberculosis, inicia un periplo por las sierras de Córdoba. Desde la partida misma del tren que conduce a la provincia mediterránea, se plantea la ambigua posición de los enfermos de tisis que viajan por razones de salud, pero que pretenden hacerlo solo para vacacionar. La mayoría de ellos intenta ocultar su mal, actitud que se explica por el “temor supersticioso que despiertan en Buenos Aires los tísicos, al miedo al contagio, a la manera como se les huye” (43). El mismo protagonista se siente parte de esa multitud que resulta eyectada de la capital, “se diría que iba viajando por una cloaca, donde la sociedad arroja sus detritus” (46) y Córdoba resulta entonces “un inmenso sanatorio, cuajado de apestados, que iban paseando por doquier sus lacras y miserias” (47).

Alta Gracia, festejada por su belleza natural, se describe como un pueblo dominado por la tuberculosis, donde “los tísicos se hallaban en todas partes, en todas las esferas sociales” (79). Es posible descubrir la denuncia por la falta de cuidados para los pobres (“en el pueblo, contaminado, falto de alimentos y sin asistencia médica, el mal cundía como un reguero de pólvora”, 79); a la vez, los hijos de los enfermos llevan “en su sangre empobrecida el germen del terrible mal” (80).

La enfermedad es una fuerza todopoderosa que no solo ataca a Medrano, sino a multitudes, ya que su poder es omnímodo: “El bacilo está en todas partes. Es el señor, el rey, el soberano absoluto. (…) buitre voraz que necesita carne humana para alimentarse…” (80).

La novela deriva luego hacia una relación amorosa, que finalmente tampoco se concreta a causa de la enfermedad, que impide la unión entre una mujer sana y un hombre afectado por la tuberculosis. Por ese motivo, Néstor renuncia al amor de su vida: Malala parte y él no puede seguirla, ya que su destino está marcado: “Alta Gracia, que se abría ante él, ofreciéndole el refugio de sus entrañas heladas” (234).

Pero la enfermedad es abordada también desde perspectivas más sutiles: en primer lugar, siempre es consecuencia –o castigo– de algún desarreglo (para la RAE, a la vez desorden y alteración de la salud) ya sea individual –en el protagonista y en su amigo Tomás Contreras– como social. Este último factor es relevante en algunos momentos del texto, donde destaca la descripción de Buenos Aires como “un enorme laboratorio donde se cultivan bacilos” (229).

La enfermedad divide los mundos o la visión del mundo: una realidad de los sanos, luminosa y feliz; y otra lúgubre y sombría, de los enfermos y solo percibida por ellos (228). De este modo hay dos Alta Gracia, la agradable villa veraniega, y la ya mencionada de entrañas heladas.

Padre Nuestro, religión o vida

En el texto se relata la vida de Juan José, desde la niñez, cuando es internado en un colegio católico, pasando por la adolescencia y su resolución de dedicarse al sacerdocio, y la primera juventud, momento de su amor por una joven que finalmente muere como consecuencia de este sentimiento mutuo.

En el texto, el “pulpo” que devora la vida de Juan José es la Iglesia Católica, a través de sus instituciones: primero el internado y luego el sacerdocio (“No oía hablar más que del cielo y del infierno (…) los tentáculos que lo envolvían fueron estrechando su círculo hasta aprisionarlo por completo”, 35). La educación transforma a un niño feliz, levemente solitario, mimado y juguetón, y lo convierte en una criatura pálida, tempranamente reflexiva y madura (“había envejecido veinte años en tres días”, 37), tanto o más solitario que antes. En esta etapa, el disciplinamiento se produce con la amenaza del infierno y la represión del deseo ante la promesa de la felicidad eterna (“Buscar el dolor, huir del placer… Ese era el camino seguro para llegar al Cielo”, 46). Se contraponen el amor de la familia y el bullicio de la calle al silencio de muerte del colegio (“Y franquearon una puerta de barrotes de hierro, como él había visto muchas veces en el cementerio…”, 13)[7].

La adolescencia es el momento de la decisión por la vida religiosa. Nuevamente se destaca la palidez, el aislamiento del joven así como la oposición entre un afuera sano y vital, y un adentro: la vida del creyente oscura y solitaria. Ya no es el miedo quien guía su conducta, sino la convicción de haber elegido una misión salvífica.

La tercera parte de la novela es la que plantea el nudo conflictivo: por un lado, un Juan José adulto que conoce las miserias de la vida sacerdotal, o al menos las debilidades de sus representantes, y por otro, su reencuentro con Leana y el amor recíproco que se profesan. El carácter transgresor de este sentimiento, la lucha interior que se desarrolla en el protagonista, quien finalmente parece optar por la vida junto a la amada, se ve truncado por la muerte de la joven –a todas luces un suicidio–. De tal modo, Juan José continúa encerrado en su vida sacerdotal, obturadas ya las posibilidades de felicidad:

Continuemos la comedia…
Momentos después resonaba en las bóvedas del templo la voz del sacerdote, que, vencido, sin fe y sin entusiasmo, repetía maquinalmente:
Padre nuestro, que estás en los cielos… (190)

¿Maldito o heterodoxo?

El naturalismo, estética decimonónica, adquiere en la literatura argentina del siglo XX nuevos ímpetus en ciertas escrituras marginales como las producidas por escritores anarquistas[8] y también, con variables diversas, en algunas producciones de Boedo. Su presencia es notoria en las novelas de Peyret, atravesadas por el pensamiento positivista, como se evidencia en estos pocos ejemplos:

Eran las fallas morales que seguían a las físicas, la decadencia espiritual que comenzaba, hija de la decadencia orgánica, de la falta de irrigación. Su sangre, empobrecida ya no podía alimentar su cerebro. (Los pulpos, 127).
Era este un personaje singular; retardado mentalmente, trayendo desde la cuna, como una maldición, las lacras de quien sabe que taras ancestrales… (Alta Gracia, 65).
… no existen ni pueden existir trabas tendientes a suprimir la naturaleza, y que Dios, lejos de prohibirlas, lejos de desear que se anulen, ordena a los hombres por medio del imperativo mandato de las necesidades a adoptarlas… (Padre Nuestro,138).

Es posible preguntase, a partir de esta perspectiva, sobre la posible presencia de una intencionalidad didáctica en los textos, que constituirían una suerte de advertencia sobre los “monstruos” o “pulpos” que acechan a los individuos y las sociedades: la mujer en su costado más erótico, la enfermedad y su tratamiento social, la religión como alienación.

Para algunos comentaristas, Marcelo Peyret fue un escritor “maldito” (Maldonado 2013, Salas 2003), por los temas de sus novelas más difundidas, que le valieron el repudio de los moralistas. Además de eso, fue un escritor de “mala literatura”[9], según los cánones académicos. Sin embargo, su posición personal como autor se alejaba de estos parámetros, con una fuerte conciencia de la influencia de la literatura en el común de los lectores.

El rescate de estas tres novelas implica una lectura renovada de su obra, considerándolo particularmente un escritor heterodoxo, en tanto puede leerse como otro autor marginado del canon y cuya producción se “aplana” bajo el rótulo común de escritor de novelitas sentimentales. Considero que las características de su producción literaria permiten ubicarlo en una posible serie, donde convive con Raúl Barón Biza –un maldito por antonomasia en esta perspectiva de la periferia– y con Omar Viñole, ni siquiera catalogado como escritor, sino como un excéntrico personaje de época. Lo que une a estos tres escritores es el rechazo y la crítica a la sociedad que los rodea, hipócrita y cínica, que oculta la suciedad bajo la alfombra de las buenas costumbres. Sus textos manifiestan esta oposición, más o menos violenta, y la búsqueda de la diferencia, la no identificación con los detentadores del poder, material y simbólico.

Volver a leerlos implica recoger el sentido de sus escritos, reconocer sus condiciones de producción y de recepción, en una mirada que atienda a valores inadvertidos o premeditadamente soslayados por sus contemporáneos.

Bibliografía

Cirlot, J. E. Diccionario de símbolos. Barcelona, Labor, 1978.

Corona Martínez, C. “Prólogo”. Mapas de la heterodoxia. Córdoba, Babel Editorial, 2013, pp. 7-16.

Maldonado, L. “Literatura erótica: Peyret, el escritor maldito de la Argentina de 1920”. 15 de septiembre de 2013. Bit.ly/2At2bIN.

Peyret, M. Alta Gracia. Buenos Aires, Editorial Self, 1922.

Los pulpos. Buenos Aires, s/d, 1931.

Padre Nuestro. Buenos Aires, Tor, 1943.

Darío, R. “Los colores del estandarte”. La Nación, 1896. Bit.ly/2YWSM5x.

Salas, S. “El escritor maldito del siglo veinte”, 2003. Bit.ly/38unjem.

Sarlo, B. El imperio de los sentimientos. Narraciones de circulación periódica en la Argentina (1917-1927). Buenos Aires, Catálogos, 1985.


  1. Entiendo que “la heterodoxia es la disparidad, el riesgo, la confrontación, pero siempre en el marco de una serie de relaciones dadas y asentadas” (2013:10).
  2. Existe una versión teatral de la obra, publicada en Bambalinas, 1923.
  3. Beatriz Sarlo, en El imperio de los sentimientos, denomina a los textos de la novela semanal “textos de la felicidad”, caracterizados por su conformismo social y donde el tema del amor constituye la materia narrativa primordial.
  4. Las dos líneas más destacadas de la literatura argentina del momento están representadas por la conocida oposición entre Boedo (aspectos sociales) y Florida (preocupaciones estéticas).
  5. Considero lo raro a partir de las palabras de Rubén Darío: “raro es lo contrario de lo normal” (En el artículo “Los colores del estandarte”, publicado en La Nación, año 1896).
  6. El libro fue escrito antes de la aplicación de las actuales estrategias de prevención y combate de la enfermedad.
  7. Es preciso señalar que la crítica contenida en la novela se refiere a la institución eclesiástica, en tanto se respeta la doctrina, pues “el filósofo de Judea” es respetado. Se rescata “el poema de bondad y de dulzura que constituía la vida del Señor” (28).
  8. La revista Martín Fierro, dirigida por Alberto Ghiraldo entre 1904 y 1905, es una buena muestra de esta dirección de la literatura argentina.
  9. Beatriz Sarlo considera a Marcelo Peyret un “príncipe” entre los profesionales de la novela popular (1985:51).


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