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De “monstruos” y “monstruosidades”: formas del terror en la narrativa argentina actual

Gloria Carmen Quispe (Universidad Nacional de Jujuy,
Universidad Nacional de Salta)

Preliminares

La narrativa argentina actual ofrece una muestra interesante de textos que exploran el terror, el fantástico y sus derivas en lo siniestro. Las literaturas de la Argentina tienen una tradición fantástica en la que son referentes indiscutibles Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Silvina Ocampo, entre otros. El lugar del terror, en tanto, es más complejo. Si lo entendemos como una manifestación literaria emparentada con el gótico, la muestra literaria es escasa. Podemos encontrar mínimos ejemplos en las narrativas de Eduardo Holmberg (fines del S. XIX) y de Horacio Quiroga (principios del S. XX). En cambio, si entendemos el terror como un modo específico de concebir y ejercer la política (Ansolabehere 2018), la muestra crece significativamente, pues en la Argentina la cultura y especialmente la literatura está, de manera singular, entramada con la política desde sus mismos orígenes (si los situamos, desde luego, en el período romántico).

En el nuevo milenio, la obra de escritoras y escritores contemporáneos se vincula de una manera u otra al terror, al fantástico o a lo siniestro; en ocasiones, incluso en sus narrativas los límites entre estas manifestaciones literarias se tornan ambiguas y hasta se mixturan.

En este trabajo, nos acercaremos a cuentos de Mariana Enriquez (Buenos Aires), Diana Beláustegui (Santiago del Estero), Bruno Petroni (Buenos Aires) y Pablo Donzelli (Tucumán). A partir de ellos, problematizaremos la noción de “monstruo” y “monstruosidad(es)”. Nos interesa indagar las representaciones “monstruosas” que se configuran de las mujeres (niñas y madres) y cómo irrumpe lo fantasmal como manifestación textual del trauma político de la última dictadura cívico-militar.

La variada composición del corpus responde a la pretensión de visibilizar las producciones de autores apenas conocidos[1] y dar cuenta de que en una suerte de sintonía literaria (¿y política?) en distintos puntos del país, los escritores apuestan a transitar por el terror, el fantástico, lo siniestro e incluso la ciencia ficción. Aunque, como es sabido, por las formas de la circulación y por una evidente concentración del protagonismo cultural, los escritores metropolitanos tienen mayor notoriedad.

De monstruos y monstruosidades

Cuando hablamos de monstruos, por lo general, hablamos de seres que presentan algún desorden físico como la carencia de un miembro o por el contrario, la desmesura de algunas de sus partes, pero también de seres que poseen una fealdad extrema que despierta miedo o rechazo. Pocas veces asociamos la monstruosidad a manifestaciones que den cuenta de un desorden moral que se cristalice en la carencia de sentimientos humanos.

Al respecto dice Dorra (2000):

Como todo producto de la fantasía, el monstruo resulta de un juego entre la Semejanza y la Diferencia puesto que la semejanza es lo que hace reconocibles a las figuras, y la diferencia es lo que le da su capacidad de significar lo desconocido. (…) Así, un monstruo, para serlo, debe tener un parecido y a la vez una diferencia que lo vuelve temible. (48)

Entonces todo aquello que en contraste con el ser humano se distancie o se acerque a él será considerado monstruoso; un Otro que por sus características físicas, sus formas de actuar y de relacionarse altere o transgreda el modelo construido por el mismo hombre y su entorno social. Pues, como señala Ema León (2011) “la aparición del Monstruo no es mera respuesta a un estímulo físicamente aversivo, sino elaboración, diseño o confección de la Otredad, paridos en un taller complejo que ejerce sus dominios, precisamente, dentro de nuestras relaciones de interdependencia social y sensible”. (137)

Cada uno de nosotros posee esquemas sensibles –formas de percibir, conocer y sentir– que inciden en la determinación de la semejanza y la diferencia, en el establecimiento de una jerarquía entre valores positivos y negativos. Entonces, “el hombre es el constructor del monstruo” (Accame 2000:13). Él es quien hace patente la diferencia, la muestra, tal vez con la intención (o por el temor) de no poner en evidencia la esencia de lo monstruoso que anida en él y puntualmente, en su mirada.

Por los cuentos que elegimos se mueven seres monstruosos y acontecen hechos que nos movilizan y nos interpelan. Uno de esos casos es “El aljibe” de Mariana Enriquez; el texto forma parte del libro Los peligros de fumar en la cama (2009). A diferencia de otros escritores contemporáneos que se acercan al terror ocasionalmente, en Enriquez el terror es la columna vertebral de su obra. Gran parte de sus historias se sitúan en el conurbano bonaerense. Ésta en particular vincula dos espacios: una casa que presumimos está en la ciudad de Buenos aires y una casita con aljibe en Corrientes. El cuento narra la historia de una niña que viaja con su familia a Corrientes. Tras ese viaje acontecen cambios en las mujeres de la familia. Los temores característicos de la abuela, la madre y la hermana han desaparecido por completo y otros igualmente asfixiantes se apoderaron de la vida de Josefina, al punto tal de impedirle poder salir de la casa y provocarle el deterioro corporal. La infancia vital que se recupera difusamente ha quedado en el pasado y el presente de la adolescencia por el contrario es opresivo, claustrofóbico y dañino:

Ella [Josefina] también podría ser linda sin no se le cayera el pelo, sino tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podría tener esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabría cómo maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serían bellas si no se comiera las unas hasta la cutícula; su piel sería dorada como la de Mariela [la hermana] si el sol la tocara más seguido. Y no tendría los ojos siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la televisión o Internet. (2009: 69)

Desde el inicio del cuento un halo de misterio envuelve a esta familia. Hay algo que no se nombra pero angustia, inquieta y pone en tensión constante a sus integrantes. La construcción del narrador contribuye con esta singular atmósfera; dice apenas lo necesario, elide y omite información. Sabemos solamente que el miedo está instalado, desconocemos su origen. Incluso el epígrafe anticipa sobre ese sentimiento y la extraña presencia que lo causa (“Estoy aterrorizado por esta cosa oscura/que duerme en mí…”). Otros elementos contribuyen a la creación de ese ambiente oscuro e inquietante: un viaje inesperado, una visita a una mujer misteriosa en Corrientes y sobre todo, las transformaciones repentinas en los personajes femeninos. El miedo una vez instalado en el cuerpo de la protagonista, Josefina, comienza a nombrarse. Está íntimamente ligado a voces que vuelven a ella con advertencias o como extraños saberes (“Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero sentía que las sabía… 59), al conocimiento de la mitología correntina (“Anahí y la flor del ceibo”, urutaú) y a seres o espectros de la tradición oral como el Alma Mula o la monja suicida. Dos cosas nos parecen importantes resaltar: la primera, la mención de la relatoría oral circulante y segunda, la presencia de un pasado que no es el propio y que se presentifica a través de esas voces. Como sabemos, en las regiones del norte grande (Noroeste y Noreste) de la Argentina los relatos de la tradición oral están arraigados en la memoria individual y colectiva de sus habitantes y son, de alguna manera, antecedentes o formas incipientes del terror. Gran parte de estos relatos están habitados por personajes sobrenaturales que generan cierta inquietud, aunque la finalidad no es provocar el miedo, pues los relatos tienen una función moralizante. En cuanto a la presencia del pasado, podemos decir que se establece una suerte de continuidad del miedo, se teje una cadena de temores ligada a la memoria, al parentesco y al género. Los miedos operan como una pesada herencia femenina, de la abuela y de la madre. Elsa Drucaroff, recuperando Ana María Shua, señala que la presencia del gótico y el terror en la literatura de las generaciones de Posdictadura es “un modo de hablar del pasado político [de la dictadura]” (2011: 355). En el cuento, Josefina menciona, por ejemplo, que “No podía ir a La Boca porque le parecía que debajo de las superficie del riachuelo negro había cuerpos sumergidos que seguro intentarían salir cuando ella estuviera cerca de la orilla” (2017: 60). Pero esta cadena de transmisión femenina según Drucaroff también se puede leer como “la cara siniestra que adquiere el orden simbólico de la madre cuando se lo silencia, se lo condena a las sombras: el poder resentido y vengativo de las oprimidas que transformaron su luminosidad benefactora en odio” (2011: 355).

Entonces, la monstruosidad en tanto deformación, deterioro físico, anormalidad que presenta Josefina (y se aprecia en la cita), se diluye con el accionar de la madre y la abuela, que a través de un ritual macabro la entregan como víctima sacrificial y “los males”, “lo podrido” se apropian de su cuerpo. Ese potencial filicidio puede leerse como monstruoso, transgrede lo hegemónicamente instituido al poner en crisis las representaciones sociales de la mujer y la maternidad[2].

Mención aparte merece “la estructura de dos hermanas”. Marianela, hermana de la protagonista, aparece como la contraparte negativa de Josefina. Su belleza exterior adolescente, no coincide con el interior oscuro de su infancia. Dice la “curandera” que ella “Era chica pero era bicha, ya”. Su belleza, su salud y su vitalidad están directamente relacionadas con la fealdad y el aspecto enfermizo de Josefina. Aquí la dualidad si bien supone la anulación de una de las partes, al mismo tiempo da cuenta de una necesidad complementaria.

Mariana Enríquez apela a las formas y recursos de la narrativa del terror para trabajar los miedos de la sociedad argentina que están ligados al pasado reciente o a problemáticas sociales.

De igual modo, la escritora santiagueña Diana Belaústegui cultiva con una singular impronta el terror. Hasta la fecha cuenta con dos libros de cuentos publicados: Escorpiones en las tripas. Cuentos insanos (2014) y Cuentos inadaptados. La era de la destrucción (2018), además de diversas colaboraciones en blogs y revistas digitales. Algunos de sus cuentos también se publicaron en distintas antologías locales y nacionales. Su escritura “busca diferenciarse e incluso oponerse a la literatura local tradicional, canónica” (Pastor) a través del cultivo de un género de poca tradición en las letras santiagueñas y sobre todo a partir de las temáticas que aborda con una singular galería de personajes femeninos. En sus cuentos podemos encontrar espectros, muertos vivos, presencias que pueden generar miedo pero también otro tipo de monstruos y seres que generan mayor inquietud por resultarnos más próximos. Así en el cuento “Hambre” de su primer libro, el otro, el monstruo parecería ser una mujer sin nombre y con “andar mediocre”. Su decisión y su proceder pueden resultar moralmente cuestionables:

Tomó unas agujas de tejer deterioradas y en el baño, sentada en el piso, hizo un trabajo de cirujano experto. Buscó, encontró, trituró.
Los calambres tardaron media hora en aparecer.
Corrió a la cocina, buscó la olla y mientras les gritaba como de paso: “La comida estará en unos minutos”, regresó para terminar lo que empezó, porque en eso ella era experta. ¡Nunca nada a medias!

Y más adelante:

A los niños se les hacía agua la boca cuando sentían el olorcito a carne cocida. Por debajo de la pollera de la mamá goteaban sangre y coágulos, pero no les importó, no era la primera vez que la veían cocinar ensangrentada.

Si recuperamos la idea de Dorra de que un monstruo para ser tal tiene que tener un parecido y una diferencia respecto del ser humano, es decir, de quien mira y establece esos parámetros, en la protagonista del cuento podemos reconocer la semejanza: es una mujer sin ningún tipo de desorden físico y sobre todo, es madre. Sin embargo, eso que la hace cercana es lo que potencia el reconocimiento de la diferencia, del desvío de la norma. Provocarse un aborto es legalmente condenable[3] y fuertemente sancionado por la sociedad y la religión[4]. Pero si leemos en detalle, esa valoración puede cambiar. Ante una hambruna generalizada, ante la imposibilidad de la explotación sexual del propio cuerpo por el deterioro de los años y ante la desidia estatal, el aborto aparece como la decisión extrema que le permitirá saciar bocas hambrientas a las que no puede enfrentar porque “Le faltaba coraje para decirles que no comerían de nuevo”. Esa tensión que vivenciamos entre el terror y la piedad cuando enfrentamos al monstruo se hace presente. Sentimos, dice Accame, “Terror frente al peligro de que nos pudiera suceder lo mismo y piedad, porque está sucediéndole a otro”. (2000: 7)

En otro de los cuentos de Belaústegui, “Compañeros de juego”, que pertenece a su segundo libro, también nos encontramos con protagonistas mujeres. Esta vez, madre e hija (Lucía), en una relación que desde el inicio nos resulta poco convencional y hasta inquietante. El ambiente se torna más difuso con la aparición de otros enigmáticos personajes que entran en escena a través de una voz que hace de la elipsis y la sugerencia las mejores herramientas. Avanzado el relato (dentro de su brevedad) y a partir de algunas marcas, descubrimos la identidad de esos personajes. Se trata de las Lucías y los Brunos. Seres que desde su caracterización nos parecen monstruosos. A modo de ejemplo:

“Lucía tres” aparecía reptando desde atrás del ropero, masticando de vez en cuando alguna cucaracha, muchas veces cubierta la cara con telas de araña. Tenía un cuerpo prácticamente plano, con huesos diminutos y cristalizados, que sonaban y se quebraban produciendo miles de articulaciones cuando ella se movía. “Lucía tres” no tenía cabello, así que cada noche robaba uno y se lo pegaba con saliva en la cabeza amorfa. (2018: 32)

El resto del grupo, son cinco en total, tiene particularidades igualmente llamativas. Son muertos vivos que juegan y se esconden entre las cuatro paredes de la habitación de la Lucía viva. Ella los considera sus amigos. No encontramos ninguna marca de sobresalto, de miedo ante esas apariciones. Por el contrario, esa tensión se señala y se percibe cada vez que aparece la madre; incluso los amigos de Lucía “Le tenían un miedo absurdo a la mujer gorda y cuando sentían que se acercaba, prácticamente desaparecían en sus escondites” (33).

Cerca del final, entendemos el germen del miedo y porqué los peculiares habitantes de la casa comparten el nombre. La monstruosidad física que los caracterizaba es solapada por una monstruosidad mayor, la ejecutada por la madre que suma a la serie de hijos malqueridos a “Lucía cuatro”. Aquí la mirada de los monstruos (niños muertos), que “No salieron de sus escondites, pero sí hicieron rodar los ojos como pelotitas viejas y amorfas” para asistir a la matanza, devuelve como en espejo la naturaleza monstruosa de la mujer. Hay, entonces, un monstruo que mira y un monstruo que es mirado.

Sin duda, los personajes de Beláustegui transgreden, fracturan el modelo social y hegemónicamente atribuido a las mujeres. No nos encontramos con mujeres delicadas, pasivas y sentimentales. Por sus ficciones transitan mujeres asesinas, violentas pero también fuertes que buscan implícitamente alterar un orden que les fue impuesto, que las oprime o las cosifica. Sus cuentos espantan porque en definitiva ponen en cuestionamiento la naturaleza humana, sus excesos, sus carencias, sus ambiciones, sus egoísmos, sus miserias, la indiferencia y los abusos de poder.

Ese abuso de poder también lo encontramos en “Cambalache” de Bruno Petroni, que integra el libro Los chicos y las guerras (2011)[5]. Desde el inicio nos topamos con un narrador en primera persona, a través de sus ojos recorremos la urbanidad periférica porteña. No hay precisión de los espacios, tampoco marcas de un tiempo determinado; a medida que avanzamos descubrimos que se trata de un futuro distópico, donde se paga, pues está legalizado, la suma de cien pesos en concepto de “Ayuda comunitaria” por reportar y/o recoger cadáveres que “misteriosamente” aparecen tirados por las calles de la ciudad. Por medio de la mirada y de la voz del protagonista, asistimos a los hechos. El uso del presente determina que lo que se cuenta, acontezca. Así conocemos a las “Cambalache”, hijas del narrador que esperan ansiosas por la llegada del cadáver de una joven de 17 años:

Las nenas Cambalache quieren bajarse de los sillones y poner sus estetoscopios Ruibal sobre el corazón mudo, meter sus pinzas Toyco para realizar una extracción. Las reto y les prometo que una vez terminada la clase voy a dejarlas jugar todo lo que quieran. (2012: 15) (lo resaltado es nuestro)

El ambiente es extraño, y más llamativo aún que el padre y la madre de las niñas habiliten en el propio hogar un espacio para el análisis del cadáver y lo conciban como una instancia de aprendizaje y enseñanza. En ninguno de los personajes se puede apreciar ningún grado de afectación por la muerte ni por la violencia ejercida sobre el cuerpo de la adolescente.

Nos viene a la memoria entonces el tango “Cambalache” de Discépolo y su pintura del siglo veinte como el mundo al revés. De igual modo, en el cuento de Petroni todo está cambiado, trocado: el padre y la madre ya no ofician de protectores de las hijas, ellas como animalitos son premiados por sus aciertos deductivos y/o mecánicos, y el hogar familiar es el lugar de las prácticas forenses clandestinas.

La perversidad del narrador se instala definitivamente:

Según el documento, la chica tenía 17 años recién cumplidos: dos senos de 17 años, pujantes que no tambalean; 17 años: dos pezones que miran hacia arriba; 17 años: nada de grasa en ninguna parte del cuerpo; 17 años: las piernas sin celutitis ni várices; maleducados 17 años: la zona púbica depilada al ras. (2012: 17)

La descripción del cuerpo y la repetición de la edad, denuncian la lascivia del hombre. Un cuerpo joven es manoseado, deseado y cosificado ante nuestros ojos, y ante la mirada de unas niñas y una mujer que aprueba estas prácticas por voluntad pero también por el ejercicio de poder que el “hombre de la casa” ejerce sobre ella.

En el cuento también se instala el prejuicio social: se comprueba una violación pero se deposita en la víctima la culpabilidad. Su “provocación” le ocasionó la muerte. Dice la hija menor: “Toda pintarrajeada, toda, cuando la mataron, toda. Fiesta y drogas” (21). Ese futuro hipotético no nos parece tan lejano, pues a diario por distintos medios de comunicación se informa sobre la violencia contra de la mujer y/o femicidios. El cuento patentiza una problemática social que siempre estuvo pero adquirió visibilidad en la Argentina con la primera marcha “Ni una menos” realizada en junio de 2015.

Como en otras narrativas recientes, el vínculo padre-madre e hijas vuelve a tensionar en el cuento de Petroni. Esta vez los adultos son una presencia perversa. Determinan y corrompen la inocencia y la ingenuidad infantil. Definitivamente, son monstruos que construyen otros monstruos.

El último cuento que trabajamos es “La casa abandonada” de Pablo Donzelli[6]. El texto aparece en Pesadillas políticas. Antología distópica (2019). El volumen reúne cuentos de seis escritores tucumanos. Nos interesó sumar este cuento porque apelando al fantástico y al terror tiende un puente con la política argentina, puntualmente con el pasado de la última dictadura cívico-militar. El narrador también es protagonista, desde las primeras líneas menciona el espacio donde tendrán lugar los hechos, la casa abandonada. Como una huella del gótico, la casa es descripta como tenebrosa, como un lugar prohibido por el misterio que guarda:

Y allí me acordaba de la casa abandonada, y recordaba el vientito frío por la espalda que sentía cuando los grandes recordaban asesinatos y brujería. (36)

La mención de que “Bussi acaba de ser electo” divide el relato. El protagonista se sumerge en lo que parece ser un sueño que lo traslada al interior de la casa que se descubre más terrorífica por su construcción laberíntica y por las puertas que conducen a micromundos de violencia y muerte, habitados por militares caricaturescos, cuerpos desnudos y viejos mendigos. El lector por su parte hace conexiones extraliterarias: Bussi fue interventor de facto de Tucumán (1976-1978), fue elegido gobernador (por el período 1995 y 1999), más tarde (en el 2003) elegido intendente, aunque tras asumir es condenado por su participación en las políticas represivas durante la dictadura. En ningún momento se hace referencia explícita al período, sin embargo las alusiones a apropiaciones de bebés, a métodos de torturas, a formas de desaparición operan como grandes referentes. Cerca del final, el narrador dice:

No me equivocaba: al abrirla [la puerta] vi el fondo y finalmente la tapia por la que tenía que salir. Empecé a caminar, bajo mis pies algo crujía. Miré: estaba caminando sobre pedacitos de huesos y diminutas pelotas de fútbol que nunca recuperaríamos. Sin darme vuelta supe que la cosa estaba cerca. Con gran pavor corrí y la cosa corrió detrás de mí. Pero eran tantos los huesos y pelotitas que mis pies se hundían y no avanzaban, casi como que corría en el mismo lugar. Y sentí que eso ya me alcanzaba. (p. 38)

No hay certezas en el narrador, ni en el lector, sobre la naturaleza de lo acontecido: si se trataba de un sueño (más bien, una pesadilla) o si los hechos habían ocurrido realmente y volvían como un difuso recuerdo. Lo cierto es que en el cuento el pasado vuelve en la “mancha temática de lo fantasmal” (Drucaroff 2011). No sólo el tema de la dictadura sigue vigente sino que el trauma político se textualiza en estas nuevas narrativas, como una inevitable herencia de las generaciones anteriores.

En este cuento, el terror cobra sentido político. Efectivamente hay elementos y recursos propios del terror (como la casa abandonada, los espectros y la noche como momento propicio para lo sobrenatural) pero se resemantizan en conexión con el miedo social de la dictadura. El terror literario se torna terror político y a la inversa, el terror político se entrama con el terror literario[7].

Palabras finales

A modo de cierre nos parece oportuno destacar el lugar que el terror tiene en la literatura argentina reciente. En distintos puntos del país[8], los escritores lo transitan para visibilizar “lo oculto de la cultura” (Jackson, 2001), como una forma de revelar la ausencia de lo otro, de lo que provoca miedo e inquieta. Los monstruos actuales se construyen a partir de otros miedos; sus “anomalías” resultan más perturbadoras y hasta siniestras porque las descubrimos próximas, porque nos obligan a mirar y a mirarnos.

El terror en las narrativas recientes opera también como vehículo para abordar en clave ficcional el trauma político de la última dictadura. Los fantasmas, espectros y aparecidos que deambulan en las ficciones dan cuenta de que el pasado reciente ocupa un lugar significativo (y todavía doloroso) en la memoria colectiva argentina.

Bibliografía

Accame, Jorge. “El prodigio monstrado”, en Accame, Jorge et alii. Monstruos. (Ensayos). San Salvador de Jujuy: Secretaría de Estado y Cultura de la Provincia de Jujuy-UNJu, 2000, pp. 7-14.

Belaústegui, D. Cuentos inadaptados. La era de la destrucción. Santiago del Estero, EDUNSE, 2018.

Escorpiones en las tripas. 2014. Edición Digital s/d.

Caro, R. Gen Incarri. Salta, Ay Caramba, 2018.

Donzelli, P. “La casa abandonada”. A.A.V.V. Pesadillas políticas. Antología distópica. Tucumán, Gato Gordo, 2019.

Dorra, R. “¿Para qué los monstruos?”. Accame, J. et al. Monstruos. (Ensayos). San Salvador de Jujuy, Secretaría de Estado y Cultura de la Provincia de Jujuy-UNJu, 2000, pp. 41-56.

Drucaroff, E. Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la Posdictadura. Buenos Aires, Emecé, 2011.

Enríquez, M. Los peligros de fumar en la cama. 2009. Buenos Aires, Anagrama, 2017.

Freud, S. “Lo siniestro”. Cuesta Abad, J. M. y Heffernan, J. J. (Eds.), Teorías literarias del siglo XX. Madrid, Akal ediciones, 2005. pp. 660-682.

Jackson, R. “Lo ‘oculto’ de la cultura”. Roas, D. (Comp.), Teorías de lo fantástico. Madrid, Arco Libros, 2001. pp. 141-152.

Lagarde y de los Ríos, M. Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas. Coyoacán, México, UNAM, 2005.

León, E. El monstruo en el otro. Madrid, Sequitur-UNAM, 2011.

Medina, D. Detrás de las imágenes. Río tercero, Nudista, 2018.

Meruane, L. Contra los hijos. Buenos Aires, Random House, 2018.

Moltoni, R. Autopsia de un delito (y otras enfermedades). San Salvador de Jujuy, Ben Proyect, 2013.

Los fabricantes de muerte. San Salvador de Jujuy, Ben Proyect, 2017.

Ovejero, R. Spaghetti Zombi y otros relatos. Buenos Aires, Autores de Argentina, 2019.

Pastor, H. “Diana Beláustegui: El género del terror en Santiago del Estero”. s/d. bit.ly/31HnCRu.

— “Prólogo”. Escorpiones en las tripas por D. Beláustegui. Edición Digital s/d, 2014.

Petroni, B. “Cambalache”. Drucaroff, E. (Comp.), Panorama Interzona. Narrativas emergentes de la Argentina. Buenos Aires, Interzona editora, 2012, pp. 13-25.


  1. Con la evidente excepción de Mariana Enriquez, quien contribuyó a afirmar en la escena literaria el terror, género escasamente cultivado en la Argentina.
  2. La madre y la abuela de Josefina son “malasmadres”. Dice Lagarde y de los Ríos (2005) que en una sociedad que homologa maternidad con goce y bondad, aquellas mujeres que no cumplen “correctamente” con el mandato social, moral (y agregamos, religioso) de la maternidad son consideradas malamadres, pues atentan contra los estereotipos dominantes de la maternidad, de la institución maternal y de la madre. (733)
  3. En la Argentina, los abortos son no punibles en casos de violación y cuando la continuación del embarazo representa un peligro para la vida y la salud de la gestante.
  4. Actualmente, en la Argentina, el tema del aborto está instalado y son diversas las posiciones. En líneas generales, hay quienes se oponen radicalmente a su legalización plena y hay quienes –organizaciones sociales, científicas, feministas y de derechos humanos– luchan por su tratamiento y aprobación.
  5. Accedimos al cuento a través de Panorama Interzona. Narrativas emergentes de la Argentina (2012), compilación de Elsa Drucaroff.
  6. Publicó Hemisferio Izquierdo (1999), Los Perfectores (2003), La Sonrisa que Pintó Leonardo (2007), Jugo (2015) y El Diario de Pablo (2018). Participó en el libro de cuentos 5 x 5 (2016).
  7. El cuento “Cuando hablábamos con los muertos” de Mariana Enriquez (2009) también consiente esta lectura.
  8. En el Noroeste Argentino donde no hay tradición del cultivo del género, por ejemplo, encontramos una interesante muestra en los últimos años. Podemos nombrar a Autopsia de un delito (2013) y Los fabricantes de muerte (2017) de Rodrigo Moltoni (terror, Jujuy), Spaghetti Zombi y otros relatos (2019) de Rodrigo Ovejero (terror/ciencia ficción, Catamarca) y Pesadillas políticas. Antología distópica (2019, Tucumán). También de otros géneros que le son próximos como la ciencia-ficción: Detrás de las imágenes de Daniel Medina y Gen Incarri de Rafael Caro (Salta).


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