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El oráculo de la calle Posadas

José Amícola (Universidad Nacional de La Plata)

A veces he observado que algunos de sus interlocutores,

aceptando que sabe más y que piensa mejor,

aguardan un poco aterrados su veredicto

–la aprobación o la condena– siempre imprevisible,

porque está formándose en una región fuera de alcance. 

Bioy Casares, Borges 2006: 588.

La mansión de la calle Posadas 1650

1986 es el año de la muerte de Borges. Esa fecha determina, en mi presente lectura, una especie de umbral. Como sucede siempre con el curso de la historia, en aquel momento no teníamos idea de que estábamos atravesando un pasaje. Se dice que Luis XVI escribió en su diario el 14 de julio de 1789 la palabra “Rien!” (Nada). Esta incapacidad para lograr perspectiva en lo muy inmediato está por completo pintada en esa frase. Así el año 1986 era entonces para muchas personas un año como cualquier otro; y para mí, en gran medida, también. Sin embargo, en ese año tuve la suerte de visitar por primera vez la Universidad Nacional de La Pampa para dar un seminario que fue creciendo como bola de nieve en sus efectos. Hablamos en aquel entonces de literatura, pero no de la obra de Borges, porque el tema de los encuentros eran las literaturas en lenguas extranjeras. Pero, así y todo, ¿cómo pudimos no hablar de él si su figura era en nuestro medio avasallante? Al momento de su muerte, Borges era en todas partes un fenómeno insoslayable, porque su obra había estado siempre acompañada por una batería de para-textos que coherentemente le daban a todo lo por él escrito o dicho, una plataforma única en las literaturas de habla castellana.

Por ello es interesante llamar la atención sobre el hecho de que Borges durante cuarenta años (entre 1940 y 1980) había cenado en casa de los Bioy Casares-Ocampo con una asiduidad increíble, y no solo había disfrutado de la camaradería literaria con su delfín Adolfo, sino que con la cooperación de sus anfitriones había transformado esa sede en bastión de lucha en favor de un programa literario. En efecto, la facción hasta cierto punto díscola de la revista Sur, el trío de la calle Posadas, había conseguido dotarse de un prestigio sin igual, probablemente a partir de la compilación en 1940 de la Antología de la literatura fantástica. Si en los años de esa chispa que encendió el encuentro de una amistad sin igual en las letras argentinas, el trío conformado por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo cumplía a la perfección su rol innovador con un programa en contra de un tipo de literatura que en todos los rincones del mundo se asentaba como “realismo socialista” o como realismo con diferentes adjetivos definitorios, una vez ganada la batalla y aquerenciado el fantástico urbano, la maquinaria puesta en marcha cumplió su cometido de un modo absoluto en el Río de la Plata. La fama internacional de Borges a partir de fines de los cincuenta hizo el resto. Las veladas de la calle Posadas se fueron tornando el lugar obligado de peregrinación para autores noveles que buscaban apoyo, pero también para escritores residentes o para los extranjeros que querían conocer al gurú argentino. No hace mucho tiempo la Cámara de Diputados puso una placa en la fachada de ese edificio en homenaje a Bioy Casares y Silvina Ocampo. Y cuando el Consejo Deliberante rebautizó como “calle Adolfo Bioy Casares” al pasaje lateral al palacio de la calle Posadas, cometió otra injusticia de género más, dado que el edificio había sido construido por la familia Ocampo como residencia de sus cinco hijas. Lo masculino, como sabemos, rige no solo la gramática. A pesar de la intersección de Silvina Ocampo, las mujeres escritoras que visitaban la casa eran tratadas a lo sumo con condescendencia; así sabemos que en 1967 Borges comentaba: “Mirá lo que son las escritoras. Fuera de Silvina no existen: triviales como Lisa Lenson (Luisa Mercedes Levinson), absurdas como Betina (Edelberg), groseras como Silvina Bullrich” (Bioy Casares 2006: 1187). Algunas novelistas podían aparecer en la conversación sin resquemores escondidos, como Sara Gallardo, pero eso era porque ella poseía los ocho apellidos vascos (que en la Argentina tienen otro valor que en España), aunque seguramente nadie en la casa había leído ninguna de sus obras y menos la primera de ellas, Enero (de 1958), que hoy debería ser la fuente de inspiración obligada en la batalla por la sanción del aborto legal.

En rigor, desde ese lugar oculto Borges había perfeccionado su arte de injuriar con elegancia. La dupla masculina, especialmente, en ese conciliábulo de la calle Posadas intrigó y manipuló dentro del pequeño campo literario porteño, ante la mirada azorada y divertida de Silvina Ocampo, quien se mantenía un poco más reservada, pero que así y todo colaboraba desde los otros rincones de la casa. Al mismo tiempo, nuestro gran vate nacional no solo había sustituido a Leopoldo Lugones en el trono, sino que con sus nuevos poderes venía sancionando una escritura argentina mesurada y pausada que aborrecía de cualquier pirotecnia vanguardista. No pudieron pasar las ordalías de la calle Posadas ni Manuel Puig entre los argentinos, ni Witold Gombrowicz entre los extranjeros. Pero innumerable cantidad de otros visitantes que se sometieron a la peregrinación hacia ese sitio corrieron suerte similar; pues una de las marcas inaceptables entre los visitantes del oráculo era una sexualidad disidente, que tarde o temprano asomaba como peso muerto en cualquier obra, llámese la de Virgilio Piñera de Cuba[1] o Stephen Spender de Inglaterra[2], algo que seguramente también pesó en la visita de Puig[3] o Gombrowicz.[4] Las nuevas estéticas (que en algún lugar llamé “bastardas”) venían a romper, además, la entronización del argumento. En efecto, Bioy Casares y Borges pasaron buena parte de sus vidas resumiéndose el uno al otro las tramas de futuros relatos, porque era los argumentos lo esencial de sus concepciones literarias. Manuel Puig, en cambio, va a desplazar en su obra el centro de atención hacia el aspecto compositivo del texto. Pero eso es harina de otro costal, aunque tiene mucho que ver en el asunto de la evolución literaria que está en la base de estas reflexiones.

Historia del guerrero y la cautiva

Cuando Borges tramó su cuento sobre el guerrero y la cautiva, publicado en El Aleph en 1949, se concentró en ese texto en el dilema del encuentro entre la civilización y la barbarie, que era un tema clave para las mentes del siglo XIX, no para las del siglo XX. En el episodio de la inglesa raptada por los indios que por azar se encuentra con la abuela del autor, la situación se describe así:

Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y era muy valiente. (Borges 1974: 559).

Cuando apareció la compilación titulada El Aleph, hacía dos años que se había promulgado la ley que otorgaba el voto a las mujeres en la Argentina. 1949 es también el año de publicación en Francia de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, pero Borges no ha tomado nota ni de ese avance social en su país, ni de la aparición de ese libro clave en París. Como muchos otros miembros de la constelación escrituraria, Borges sigue fiel el cometido de narrar los hechos heroicos en la fundación de las civilizaciones. Lo que le importa, por supuesto, son los grandes movimientos de la historia, como lo confirma la comparación en el cuento mencionado con el encuentro entre las tribus bárbaras europeas y la civilización romana. En verdad, las mujeres siempre fueron los peones del tablero: no hacen la historia, pues esa Historia con mayúscula se juega entre los poderosos. Quizás la oposición que pinta el texto de dos mujeres inglesas puestas en diferentes veredas tenga que ver especialmente con una consternación que se basa en la confirmación en Borges de que las fuerzas irracionales (los indios, en este caso) puedan predominar en la puja entre civilización y barbarie. Lo engañoso del dilema es, en mi opinión, que el cuento parece defender un relativismo cultural, cuando, en el fondo, lo que hace es horrorizarse por lo que el autor considera la degradación cultural. Entre líneas puede leerse el desasosiego con el que las clases acomodadas miran en la Argentina el avance del peronismo al que han tildado de bárbaro. Lo que el cuento no trata es la flagrante cuestión del rapto de mujeres, que, sin embargo, aparece en el título. Para Borges la cautiva inglesa lo pasa de maravillas entre los indios, y como no hay quejas por el rapto, no hay nada más que pedir. El problema parece ser la abuela, que pone el grito en el cielo por esa adaptación. La historia se cierra cuando se la considera a partir de la adaptación de los invasores al Imperio de Roma. Lo interesante es que en ese caso romano no hay rapto de mujeres; y esto sería una forma de borrar la enorme diferencia entre los dos eventos comparados. La cuestión del rapto de mujeres en la segunda capa del cuento aparece opacada, dado que no hay con qué compararla. Como ya dije, lo que se compara es la tradicional y sarmientina oposición de “civilización y barbarie”. Hasta mediados del siglo XX (y, en efecto, el cuento aparece en 1949) una ecuación como “guerrero-cautiva” solo puede leerse desde la temática de qué es ser civilizado. La cuestión de la asimetría de género está tan naturalizada que a nadie se le ocurre ponerla sobre el tapete. Y, si es cierto que nadie puede reclamar a un escritor que trate lo que no trató; sin embargo, las omisiones de un texto también pueden leerse como un hilo conductor que finalmente hace sistema con una postura determinada; y son un “grado cero” de la escritura, algo que no está por algún motivo. Los escritores son pensadores, es decir intelectuales que no se hallan nunca más allá de la marea, sino que están metidos hasta las orejas en los debates de su tiempo. Sería pueril no darse cuenta de que inclusive Dostoievski, profesando la más objetiva imparcialidad, rompió lanzas en contra del anarquismo, mientras Arlt mostró su simpatía.

Ahora bien, los mentores filosóficos de Borges fueron Schopenhauer y Nietzsche, quienes plantearon una concepción de la historia basada en el Eterno Retorno, es decir la eterna repetición de lo mismo. Esto viene a ser, en otras palabras, una negación de lo histórico. Para Borges, como para sus mentores, los hechos se repiten de igual forma y el cronista de esos hechos es incapaz de ver las diferencias que ocurren al repetirse el evento. Son legión los textos borgeanos donde dos hechos históricos son parangonados sin hacer resaltar sus diferencias básicas. El cuento del que hablé antes es uno de ellos.

Las tímidas vanguardias históricas argentinas

¿Cuál es el status de las vanguardias en la Argentina? ¿Qué sucedió en la década del 20 y luego, en los 60? ¿Qué papel jugó Borges en ese desarrollo o en ese freno? ¿Fue Borges un vanguardista de pleno derecho? En mi opinión, Borges va afilando sus recursos desde sus primeros libros con la intención de romper lanzas con el pasado, pero con el correr del tiempo, este proceso innovador se torna más débil en su obra. Es innegable que a partir de la aparición del Borges cuentista el deseo de desmontar el realismo de la prosa rioplatense gracias a la trama perfecta del policial o del texto fantástico tiene un efecto moderador en sus propios textos, que, formalmente, son cerrados y perfectos, pero carentes de pirotecnia sintáctica, como era usual entre las vanguardias europeas. No hubo nada comparable en la Argentina a lo que sucedió en Brasil y menos a la gesta de las vanguardias rusas. Cuando Borges, refiriéndose a Victoria Ocampo en 1968 dice que ella “ya ha renunciado a ser moderna” (Bioy Casares 2006: 1233), esa frase lapidaria hace rato que podría aplicarla a sí mismo y a Bioy Casares.[5] ¿Y los otros? De hecho Rayuela fue escrita sin la venia de Borges y desde lejos. Así y todo siempre llama la atención en esa novela por qué las vanguardias son tan vapuleadas en el episodio de Berthe Trepat. No se entiende, pues, cómo un convencido innovador como Julio Cortázar, digno discípulo de Borges, habría podido ser tan sangriento con las novedades artísticas en la música. Es una ironía del destino que el ridiculizado concierto de Berthe Trepat en Rayuela aparezca bajo una luz tan negativa justamente en una novela que pretende la máxima ruptura artística de su momento. Para colmo de ironías la música que aparentemente interpreta Berthe Trepat ante un mínimo auditorio en París, tiene atrayentes similitudes con la de alguien como John Cage, quien en este momento está a la cabeza de los movimientos musicales del mundo. En efecto, John Cage se había presentado en Nueva York en 1943 con sus composiciones más rupturistas y en 1953 estrenado su “Four Minutes and Thirty-three Seconds”. Es imposible no relacionar a Berthe Trepat con Cage. ¿Por qué Cortázar se lanza en una ridiculización tal? ¿Fue Cortázar el innovador al que todos nos acostumbramos a apostar en los sesenta o hubo en su obra también un impulso paralizante que venía del oráculo de la calle Posadas desde donde se teorizaba en favor de una obra de arte que combinara la perfección cerrada de su estructura, la trama perfecta, con un respeto divino por la tradición literaria europea? (Borges 1940: 13). Tal vez la propia Rayuela pueda ser vista hoy como un territorio de la ambivalencia entre la innovación y el tradicionalismo. En mi opinión, Rayuela dejó su cometido a medio camino, que no quedó ni “del lado de allá” ni “del lado de acá”. En cuanto a la forma en que se caracterizaba la innovación en arte en las novelas argentinas de la segunda mitad del siglo XX, sería interesante parangonar el episodio de Berthe Trepat con el de una década posterior en el caso de Gladys Hebe D´Onofrio. Me refiero, claro está, a la protagonista de The Buenos Aires Affair de Manuel Puig. En 1973 Puig se halla en una situación asfixiante en la Argentina de entonces, muy diferente al medio parisino en que escribía Cortázar sus novelas sesentistas. Puig, por su parte, en la novela mencionada recodifica la situación del campo literario en mano de los innovadores, poniéndolo en clave pictórica. Así Gladys (hija de la inmigración, como Puig mismo), es una artista que podría haber salido de los talleres experimentales del Instituto Di Tella, pues crea sus obras a partir de la resaca que trae la marea. En ningún momento esta manera de hacer arte aparece ridiculizada, aunque sí los ataques van hacia los medios de evaluación de las innovaciones. El mundillo artístico de The Buenos Aires Affair es perverso tanto moral como sexualmente. Esta trasposición, por lo tanto, es doble por parte de Puig, pues no solo se habla de pintura para aludir a la literatura, sino que la perversión sado-masoquista en que terminan los protagonistas oculta la perversión política, que también así se halla transfigurada. De ninguna manera podría decirse que hay en esa novela una intimación contra las innovaciones artísticas, sino contra los factores de poder que, caprichosamente, se entrometen en los procesos de su difusión.

Sea como fuere, si el cese de la función motivadora de la calle Posadas se produjo en la década del 80 (recordemos que Cortázar muere en 1984), la literatura argentina se queda en aquella década con menos padres fundadores.

Pero vayamos un poco más atrás, vayamos a la propia época de las vanguardias históricas. Si se analiza la famosa antología del año 1927 titulada Exposición de la actual poesía argentina compilada por Pedro-Juan Vignale y César Tiempo llama la atención el moderado vanguardismo de sus textos, así como la casi completa ausencia de mujeres en la colección, con la excepción de Norah Lange. En esa selección cada uno de los poetas tiene ocasión de presentarse y Borges resume su escueta biografía con suma modestia escribiendo:

El diez y ocho fui a España. Allí colaboré en el comienzo del ultraísmo. El veintiuno regresé a la patria y arriesgué con González Lanuza, con Francisco Piñero, con Norah Lange, con mi primo Guillermo Juan la publicación mural “Prisma”, cartelón que ni las paredes leyeron y que fue una disconformidad hermosa y chambona. //Estoy escribiendo otro libro de versos porteños (digamos palermeros o villa-alvearenses, para que no suene ambicioso) que se intitulará dulcemente “Cuaderno San Martín” (Vignale-Tiempo 1927: 93).

La auto-presentación de Norah Lange es igualmente significativa, porque establece las coordenadas por donde pasaba el entusiasmo de una poesía proclamadamente renovadora y rupturista, en manos de los más jóvenes. Y por ello, Norah Lange termina esa descripción de modo conmovedor: “Algo que no debo olvidar: tengo veinte años” (Vignale/Tiempo 1927: 170).

No es de extrañar que Norah Lange se sintiera avasallada por la presencia de todos los varones a su alrededor en aquella época como lo documenta el título de su primera novela, aparecida en 1933 (45 días y 30 marineros), y que tal vez pueda ser decodificado no solo como la fantasía femenina de seducción masiva, sino también la de su posición única dentro del campo literario. En efecto, en la colección de 1927, como se dijo, ella es la única representante mujer frente a 44 varones. La proporción es apabullante y habla de qué poco resultado tenían en el aspecto social los supuestos cambios revolucionarios que los propios vanguardistas querían introducir. Esto no es privativo solo de la Argentina, pues entre las vanguardias europeas se daban proporciones semejantes. Podemos decir que las mujeres eran ya más visibles en la vida pública y laboral, pero todavía no habían conquistado con pleno derecho el territorio de las letras.

Por otro lado, si se pasa revista a las contribuciones de los 44 poetas del libro de 1927 da la sensación de que el único que merece llamarse vanguardista con pleno derecho es Oliverio Girondo, quien en esta colección se presentaba así:

Me pide Ud. algo que no tengo: una biografía compacta y precipitada, la que no soy capaz de escribir: sería demasiado deshilvanada y lenta. Atribúyame Ud. la de mi bisabuelo Arenales o la del cotudo que lo asistía; invente la vida más chata y más inútil y adjudíquemela sin remordimientos…cualquier cosa…menos forzarme a reconocer que soy un hombre sin historia…(Vignale/Tiempo 1927: 15).

De hecho, la investigadora estadounidense Beret Strong en un estudio muy bien documentado, hace todos los intentos posibles por considerar la obra de Borges, poniendo al escritor argentino en compañía de André Breton y del poeta inglés Auden, pero termina concluyendo que: “Ironically, the most conservative avant-garde produced the most startlingly memorable writer – Borges.” (Strong 1997: 288). Es, a mi juicio, bastante paradójica la frase “conservative avant-garde”, como si dijéramos “motín pacífico” (quiet riot) que puede servir muy bien en tanto oxímoron para un slogan publicitario o para una banda musical, pero que arroja poca luz sobre el hecho de qué entendemos por “vanguardia” con espíritu crítico. En realidad, Strong dedica un capítulo entero de su libro a considerar el vanguardismo de Borges en relación con aquel de Girondo; un capítulo que titula “Borges and Girondo: Who Led the Vanguardia?”. Y es claro que el título del capítulo se presenta como una pregunta retórica, porque quien tiene todas las de ganar en la contienda es Girondo, que es lo que a duras penas termina por conceder la autora del estudio.

La evolución literaria

Desde la aparición de los estudios de los formalistas rusos sabemos que la evolución literaria no solo es necesaria y ha sido una constante en la historia de la literatura, sino que ella comporta, al mismo tiempo, una lucha campal (Amícola 1997/2001: 115 y ss). Este posicionamiento en el campo artístico por parte de un creador con un programa coherente determinado conlleva una batalla despiadada por la supremacía y por el logro de una atención que se consigue por todos los medios posibles, tanto de manera inmanente a la obra artística como a todos los para-textos. El conciliábulo que Borges consiguió establecer en la casa de la calle Posadas fue, en rigor, la continuación de una larga y bien construida manera de imponer su propio proyecto. Así, en su juventud, con una pose de vanguardista inflexible, Borges pudo expresar todo su desprecio hacia la vieja guardia, como cuando con la aparición del libro de poemas de Alfonsina Storni en 1923 titulado Ocre, el futuro vate nacional diría que era más bien “medio Ocre”. La finura del ataque tiene que ver con el estilo que va a ser característico de Borges, pero también trasunta la arrogancia de un joven creador que, recién llegado de Europa, considera atrasada la literatura de su país y, por ello, arriba a su suelo natal con el deseo de hacer tabula rasa de lo más rutinario, exhibiendo un modernismo con el que piensa deslumbrar a sus coterráneos. Aquí estamos ante la presencia de un así llamado para-texto, pero Borges podía marcar el campo propio de una manera más sutil e inmanente, como cuando en su famoso cuento “El Aleph”, lanza sus dardos contra el tipo de literatura que ganaba los premios nacionales todavía en la década del 40. Para ello Borges en ese cuento fundacional desarrolla una finísima parodia sobre la manera de escribir de los poetastros argentinos del momento. En este caso se trata de lo que compone el poeta “Carlos Argentino Daneri”. El narrador de “El Aleph” nos lo cuenta así: “El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.” (Borges 1974: 619).

En esa página imperdible Borges se venga de todo afán de lo absoluto, así como ridiculiza la poesía que pretenda pasar revista al paisaje argentino. Como sabemos, la parodia es el mejor antídoto en la literatura para desembarazarse de las fuerzas dominantes que se yerguen en un medio determinado. Y Borges en este dominio es, por cierto, el maestro que todos apreciamos y reconocemos. Nada hay aquí de ingenuo, así como no fue ingenuo el establecimiento del conciliábulo de la calle Posadas, gracias justamente a la devoción con que lo admiraron sus adeptos, por empezar su propio compañero de armas y delfín, Adolfo Bioy Casares.

Según la leyenda, cuando Gombrowicz se encontraba en la cubierta del barco que lo devolvería finalmente a Europa después de veintidós años de permanencia en la Argentina, les habría gritado a sus jóvenes seguidores: “¡Muchachos, maten a Borges!”. Verdadera o falsa, esa frase concentra en sí toda la problemática de un escritor que no pudo encontrar su nicho literario en el país de adopción, en gran medida porque las condiciones que imperaban en él estaban determinadas por un mandato terrible que podía paralizar tanto a las nuevas generaciones como a los que quisieran asentarse intempestivamente en ese territorio.

Siempre quedará la duda, entonces, de si la constante actitud discriminatoria ante lo nuevo (en las últimas décadas de la vida de Borges) y una misoginia poco disimulada de la dupla de la calle Posadas no actuaron como un tapón no solo para las innovaciones literarias, sino también especialmente para que las escritoras encontraran en la Argentina un lugar que fuera coincidente con los cambios sociales en la participación femenina que se venía dando en todos los otros campos, y eso a pesar de la cercanía con Silvina Ocampo, que toleraba esa conspiración masculina dentro de su propia casa.

Pero hagamos un poco de historia con perspectiva de género, que es lo que está faltando.

Excurso: la revolución genética y los estudios de género

La especie Neanderthal se expandió por Europa en severas condiciones climáticas entre 250.000 y 40.000 años atrás. Alrededor de hace 40.000 años el hombre de Neanderthal fue sustituido por otra especie diferente (Homo sapiens) de la que descendemos nosotros. Los estudiosos no se ponen de acuerdo, sin embargo, si nuestros ancestros vencieron en lucha al hombre de Neanderthal o si la especie más primitiva fue empujada y se refugió en regiones menos fértiles. Es evidente que hubo muchos factores combinados. Sea como fuere, los estudios genéticos indican que las dos especies en leve medida también se hibridaron en un breve período intermedio. Lo cierto es que en la época de predominio Neanderthal la expectativa de vida era de 40 años y las mujeres eran escasas. Ellas debían soportar las labores del parto en pésimas condiciones y la comida proveniente de la caza no era abundante. Pocos investigadores, sin embargo, se detienen a analizar el cuello de botella en que se hallaba la procreación en la época de la última glaciación europea.

Siguiendo con la historia, se han encontrado fosas comunes en Alemania que datan de hace 10.000 años (es decir ya de nuestros mismos ancestros), en las que se hallan solo varones, pero esos huesos fosilizados presentan, además, enormes marcas de lucha. La interpretación de este hecho indica que podría tratarse de un robo de mujeres entre dos clanes; se trata, en rigor, del primer acto genocida con una intención determinada en el que juegan un papel las mujeres como objeto. Es evidente, entonces, que en tiempos prehistóricos las mujeres eran consideradas solo como vientres para la procreación y que su cuerpo estaba terriblemente expuesto en esa tarea. Desgraciadamente eso ha continuado igual en los tiempos históricos, pues está registrado que cada acto fundacional de la civilización ha empezado con un rapto de mujeres. De allí el dictum de Walter Benjamin de que en la base de un acto civilizatorio hay un acto de barbarie. Los indios de la Argentina son la muestra invertida, porque el robo de mujeres también se daba en sentido inverso: con una trayectoria de las mujeres más civilizadas a las manos de los menos civilizados. Sin embargo, también hubo otros cruces: podían las dos orillas ser de igual nivel de civilización, como en la historia de la apropiación de las troyanas o de las sabinas. En definitiva, esas mujeres raptadas debían venir a proveer de vástagos a una comunidad que tenía urgencia de ellas para su supervivencia o que quería demostrar su status social con el nuevo botín. Las condiciones de la procreación seguían siendo las mismas, ya fuera en la prehistoria, en la historia greco-romana o en la Argentina de la inmigración. En efecto, solo hacia mitad del siglo XIX el higienista húngaro Semmelweiss descubrió la razón de las fiebres puerperales, y, por ello, a partir del siglo XX puede decirse que las condiciones del parto se han tornado un terreno más controlado. Atrás han quedado las madrastras que pululaban en los cuentos folklóricos, porque las madres morían jóvenes. A partir de la década del 60, por otro lado del siglo XX, la gestación pudo ser más racionalizada con la aparición de la píldora anticonceptiva. Atrás han quedado las progenitoras de veinte hijos, como eran bastante comunes todavía en el siglo XVIII.

Las cosas han cambiado, entonces, en 180 grados en el último siglo y la mujer ahora además sobrevive en expectativas de vida al varón.

Vayamos ahora hacia una prospección del futuro. Es sabido, por otra parte, que a escala científica a fines de los años 80, cuando hacíamos nuestro seminario de literatura en Santa Rosa, se iniciaba un proyecto de decodificación biológica que se denominó “Proyecto Genoma” y que se desarrolla bajo el nombre de genética molecular. A partir de la interpretación de las secuencias combinadas de cuatro nucleótidos, hombres y mujeres hemos ganado la posibilidad de saber cómo está determinado nuestro ADN y de cómo debe leerse. Los unos y los otros estamos en el mismo bote, genéticamente hablando.

Por casi los mismos años, también en Estados Unidos surge en las universidades de punta una insatisfacción con las disputas inter-feministas que colocan a las mujeres en bandos hostiles entre sí, desperdiciando fuerzas en definiciones que terminan siendo horadadas por los otros grupos. Allí aparece la figura señera de Judith Butler, quien enfoca la situación desde una plataforma filosófica mucho más rica que la que utilizaban sus predecesoras. Las teorías feministas van adoptando paulatinamente ideas más abarcadoras que culminan en la aportación de los estudios de género. La radical diferencia en esta postura, en mi opinión, es la sustancial convicción de que el varón está tan enredado en las cuestiones de género como la mujer, aunque su arrogancia lo haya llevado a presentarse como el rey de la creación, o justamente por eso, y más allá de todas limitaciones. La novedad está en este dominio, entonces, en el modo en que los estudios de género sostienen que varones y mujeres estamos todos unidos por las mismas circunstancias genéricas. Así en mi opinión, tanto la biología genética como los estudios de género vienen a presentar ideas de igualdad en la visión de los fenómenos humanos. “Genética” y “género” se dan la mano, mostrando al mismo tiempo que los dos conceptos vienen de una etimología común. Ha llegado el momento de desenmascarar los prejuicios acerca de las prevalencias y privilegios dentro de la oposición de los sexos. La mayor igualdad va a permitir descubrir los vasos comunicantes. En el futuro las universidades formarán cada vez más mujeres cirujanas o ingenieras, al mismo tiempo que los varones podrán dedicarse con esmero a la puericultura o la jardinería. ¿Es posible, por lo tanto seguir sosteniendo las ideas tradicionales sobre la minusvalía femenina? ¿Es posible seguir adjudicando determinados atributos fijos para las mujeres, como “sumisión”, “pudor”, “pasividad”, etc., que van de la mano de aquellos contrarios valores considerados varoniles como “actividad”, “fortaleza” y “agresividad”? Si lo que divertía tanto a los griegos antiguos con la comedia de Aristófanes “Lysístrata” era que las mujeres pudieran absurdamente reunirse en asamblea, esa situación era la misma de la de hace algunas décadas cuando los varones se burlaban del fútbol femenino. Y aquí nos encontramos en ambos casos ante la risa descalificadora, que tanto se cultivaba en la calle Posadas.

“Un delantal para Silvina”

Cuando Borges regresa de su viaje a EE.UU. en 1962 trae dos regalos para sus anfitriones eternos: un marfil chino para Adolfito y un delantal para Silvina (Bioy Casares 2006: 757). De esta conducta se pueden concluir varias cosas; en primer lugar, un mandato masculino, pero también un menosprecio generalizado del lugar que les correspondía a las mujeres. Es semejante discriminación la que dictaba, por ejemplo, que Silvina Ocampo no fuera llamada nunca a integrar cualquiera de los jurados a concursos literarios que normalmente integraban Borges y Bioy, y que, según temo, establecían una especie de dique que detenía todo lo que oliera a renovación. Es importante enfatizar, pues, que el rechazo del surrealismo, y de las vanguardias en general, del arte abstracto, de la música moderna o de la escritura de mujeres era común en la dupla de la calle Posadas que formaban férreamente Borges y Bioy.

Es cierto, con todo, que a partir de los años 50 las mujeres son más visibles en la vida cotidiana de las grandes ciudades y la Argentina no es la excepción. Quizás ni en la Argentina ni en el mundo. La presencia femenina en la vida cultural argentina de los 60 ha mejorado con respecto a los años 20, pero sigue siendo baja y la repercusión de la obra El segundo sexo sigue siendo exigua. En los países centrales la cosa no va mucho mejor tampoco. Justamente una mirada inquisitiva de las fotos del grupo de Les Temps Modernes en París muestra a Simone de Beauvoir sentada a la mesa de los cafés tradicionales, rodeada exclusivamente de varones; y lo que tal vez es más sintomático, la famosa autora no solo sigue estando aislada en su demanda, sino que se viste con un atuendo de camisa y corbatín en los años 50 (Amícola 2019: 66 y ss.).

Uno podría formularse la pregunta de dónde residía la barrera que seguía manteniendo a las mujeres lejos. ¿Era realmente la ausencia del cuarto propio, como sostenía Virginia Woolf? Sí, si lo tomamos como símbolo. En mi opinión, a partir de los años 60 las universidades, que en la época de su creación en la Edad Media habían cerrado la entrada a las mujeres, siguiendo el ejemplo de los estudios conventuales anteriores, se encuentran por primera vez en su historia desbordadas por las matriculaciones femeninas en todo el mundo. Los cambios sociales originados en las dos guerras mundiales han producido finalmente sus efectos más positivos al poder destruir la imagen de la mujer como figura decorativa en las sociedades y ha permitido la elevación en la educación femenina, una materia pendiente desde la época de Molière en el siglo XVII.

En la Argentina hay dos hechos sucesivos que deben mencionarse; uno a nivel artístico y el otro a nivel político. El primer punto de inflexión es la aparición en la década de los 60 de la labor del Instituto Di Tella, que instala en la Argentina la tan demorada revolución vanguardista, especialmente en artes plásticas y teatro (y ahora Borges ya no participa en ella). Desgraciadamente la influencia rupturista de ese Instituto es de corta duración, aunque lo que consigue la censura militar es simplemente el inicio de una diáspora que lleva a los artistas salidos de la sede de la calle Florida a la conquista del mundo. El otro hecho tiene que ver con la expansión de la operación guerrillera sudamericana, donde por primera vez la mujer sale de los rincones íntimos para tomar las armas. Queda muy atrás en este momento de la historia la imagen de la mujer argentina solamente como “musa”, como “literata” o “poetisa”, y esas palabras se borran de nuestro vocabulario.

En ese contexto la obra de Manuel Puig (bajo la égida de Faulkner, como maestro de la composición sobre el dominio del argumento) abre un espectro completamente diferente, porque es digna hija de la diáspora del Instituto Di Tella y acusa recibo de todos los debates pendientes en los 60, tanto políticos y sexuales, como artísticos. Su novela Pubis angelical de 1979 significa una primera puesta en claro del estado de la cuestión del feminismo en las letras hispánicas. Así puede decirse que esa novela lega una experiencia artística y social insuperable que germinará en las décadas siguientes, y que se agiganta cuando se la pone en relación con su novela anterior de 1976, El beso de la mujer araña, donde también por primera vez se ahonda en el tema del género con la inclusión del varón en el asunto.

En una postura de vanguardia con respecto al sistema sexo-género el gran Maestro Borges ya no tendrá la última palabra dentro de la evolución de la literatura argentina.

Bibliografía

Amícola, J. De la forma a la información. Bajtín y Lotman en el debate con el formalismo ruso. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1997/2001.

El poder-femme. Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Victoria Ocampo. La Plata, EDULP. 2019. https://bit.ly/2NSrnvi.

Bioy Casares, A. Borges. Buenos Aires, Destino, 2006.

Borges, J. L. “Prólogo”. La invención de Morel de A. Bioy Casares [1940]. Buenos Aires, Emecé, 1992.

Obras completas 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974.

Gombrowicz, R. Gombrowicz en Argentina. 1939-1963. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2008.

Strong, B. E. The Poetic Avant-Garde. The Groups of Borges, Auden, and Breton. Evanston (Illinois), Northwestern University Press. (1997)

Vignale, P.J. y C. Tiempo. Exposición de la actual poesía Argentina (1922-1927). Buenos Aires, Minerva, 1927.


  1. Véase Bioy Casares 2006: 169-170.
  2. Véase Bioy Casares 2006: 819 y 821.
  3. Consúltense los testimonios acerca de Borges-Puig en Bioy Casares 2006 : 1336, 1375 y 1385.
  4. La mejor síntesis de lo que sucedió en la calle Posadas con la visita de Gombrowicz aparece en las palabras de Silvina Ocampo rescatadas por Rita Gombrowicz (Rita Gombrowicz 2008: 70). En 1956 Borges dice de él: “conde pederasta y escritorzuelo” (Bioy Casares 2006: 181).
  5. En 1956 Bioy Casares dice con infinito desprecio delante de Borges, refiriéndose a Juan Rodolfo Wilcock: “…se deja dominar por el snobismo en favor de los modernos: venera a Joyce, a Eliot, a Pound, etcétera.” (Bioy Casares 2006: 209).


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