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Novela, transculturación y lo psicoanalítico

Entre Museo de la Novela de la Eterna
y Eisejuaz, Intemperie

Jorge Bracamonte
(Universidad Nacional de Córdoba, CONICET)

Ángel Rama, al final de “La tecnificación narrativa”, señala que quien:

(…) ha aportado la solución narrativa técnica más original o al menos la más alejada de las frecuentadas fuentes vanguardistas europeas: es el Macedonio Fernández que escribió el Museo de la Novela de la Eterna, en 1967, en el centro mismo de la ampliación del público lector, aunque sin conquistar mayor atención por parte de los lectores de la nueva novela (Rama 2008: 388-389).

Así culmina un análisis sobre los dos tipos de vanguardias narrativas –Tecnificadoras y Transculturadoras– que caracteriza en la evolución literaria, pensada centralmente desde la novela, en el continente. Frente a la tendencia de la pulsión internacionalista por parte de muchos escritores, que en el continente han tendido a adoptar técnicas formales y de lenguaje para renovar los procedimientos artísticos deviniendo en numerosas ocasiones esto sin correlato de los contenidos, Rama propone que las vanguardias superadoras de dicha escisión han sido aquellas que a la larga han articulado lo referente a estratificaciones de las diversas áreas culturales del continente con adopciones técnicas que le han permitido manifestar de la manera más lograda aquello. Para esto marca que si bien en la evolución literaria continental han existido oposiciones que han condensado aquella tensión entre las pulsiones internacionalistas y locales –modernismo/regionalismo, lo urbano/lo rural, lo formal/lo social, la tecnificación/lo regional–, las vanguardias narrativas que han logrado la superación de dichas oposiciones son aquellas que denomina vanguardias narrativas transculturadoras. Novelas de Juan Rulfo, Joao Guimaraes Rosa, José María Arguedas y Gabriel García Márquez condensan diferentes logros de dicha orientación que a la vez integra ese movimiento denominado Nueva Narrativa Latinoamericana entre las décadas de 1950-1980. La Transculturación, proveniente de la antropología, le permite conceptuar aquellas novelas que desde el lenguaje, estructuras compositivas y cosmovisiones que circulan por ellas manifiestan una innovación técnica en interacción y diálogo con una o varias áreas culturales, expresando a las mismas de una novedosa manera artística y cultural. Lo económico y lo social son decisivos en aquella lectura –de hecho vincula la pulsión por la adopción tecnificadora en sí misma en parte como correlato de la apertura de importaciones en un territorio–, y los conflictos históricos y políticos son abarcados por su modelo de examen, y su postulación de la novela transculturadora como la mejor forma-contenido de marco sobre todo antropológico-cultural busca dar cuenta de ello. Desde esta perspectiva lee, por ejemplo, La casa verde (1967) de Mario Vargas Llosa como prueba de destreza técnica exagerada para el material que trabaja, pero a la vez la novela póstuma de Macedonio Fernández excede desde su singularidad aquella síntesis entre tecnificación y área cultural que es la novela vanguardista transculturadora. ¿Por qué Museo de la Novela de la Eterna excede esta tipología? ¿En qué medida Macedonio “ha aportado la solución narrativa técnica más original o al menos la más alejada de las frecuentadas vanguardias europeas”? ¿En qué medida extiende los límites, expande las fronteras de aquello que se considera literario hasta el momento en que aparece y se vuelve difícil de conceptuar para Rama y resulta una culminación insuperable para el Piglia de Las tres vanguardias. Saer, Piglia, Walsh (2016, 1990)?

Una estética de lo inconcluso

Resulta curioso, pero para hablar de lo que ocurre en Museo… hay que hablar, en primer lugar, de su proceso de lectura. Éste nos manifiesta, en tanto instancia de la letra, a todos los posibles lectores. Su enunciado es, simultáneamente, su enunciación. A quienes está dedicada la obra –la Eterna, dulce-persona–, pero además los lectores; son interpelados como copartícipes, como así también los personajes que son convocados para “actuar” en la novela –las ya citadas, pero asimismo el Presidente, Quizagenio…– e igualmente aparecen los que entran y salen de ella, los descartados. Durante los aproximadamente 54 prólogos son puestos en escena los diferentes elementos de la novela, pero asimismo las instituciones literarias –las figuras de autor, de lector, los diferentes tipos de críticos en pugna, los editores–. Si bien parece una novela esteticista, que a lo sumo se vuelve autorreferencialmente sobre el género literario en sí, excede esto; ya que en el mismo texto conviven incluso restos de lo mejor de la última novela mala y ésta que es la primera buena, jugando con ello a discutir, a poner en valor lo “nuevo”, la “novedad”. Leemos “Es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo.” (Macedonio Fernández 1993: 8). La “novedad”, valor definitorio de todo gesto vanguardista, es asimismo una construcción inventada con un inicio, cuya enunciación hace reformular el espesor de todo el pasado, incluido ese espesor del pasado literario que es la tradición y que en Museo de la Novela de la Eterna no sólo es reescrita, sino que se invita al lector a que la redefina, la deconstruya y le vuelva a dar otro uso. No sólo es la Novela, el género –o, según nuestra concepción: la pluriforma o plurigénero–, sino toda la institucionalidad que supuestamente la legitima, aquella a la que se invita a ser dispuesta de otra manera por los posibles lectores. Museo… así liquida los límites entre estética y novela, ésta es una estética haciéndose de modo permanente y abierto, en carácter performático, y esto en gran medida ocurre porque es una constante realización autocrítica de las diversas y coherentes teorías filosóficas y artísticas del autor, formuladas casi desde los umbrales del siglo XX, pero que son reflexionadas por el mismo texto; teorías en las cuales resultan núcleos conceptuales el arte como hacer pensante, la constante realización de procedimientos artísticos como máximo logro del artista nuevo, la reducción al máximo de todos los rasgos del arte representativo –en particular la dependencia del arte de asuntos externos al mismo, lo referencial de los contextos– y la invitación al lector a ser coautor de todo texto. Con una modalidad abierta, esos elementos de la propia teoría macedoniana son problematizados –a la vez que puestos en práctica– en la extensa e intensa pluriforma novelesca.

Por ausencia, pero que tensa el texto visible, está el arte realista, el clásico realismo orgánico definidor de la mímesis tradicional, pero que la novela en proceso de lectura rompe de modo extremo, porque en Museo de la Novela de la Eterna no sólo se cuestiona el arte representativo sino incluso la organicidad de la escritura. La sucesión equívoca de prólogos y la reducción al máximo de los asuntos posiblemente miméticos condensados simbólicamente en la trama novelesca de la Conquista de Buenos Aires manifiestan el collage de textos que siempre impide fijar un libro final y definitivo. Por lo señalado, Museo de la Novela de la Eterna es un texto de por sí inconcluso, que manifiesta una estética de la inconclusividad[1]; no sólo es una obra abierta (Eco 1985; Bueno 2012: 34; Fernández 1993). Esto deviene enigmático para Rama y a la vez hace que dicho texto macedoniano, si bien actualiza, entre otras, obras pluriformes e inventivas leídas con mayor masividad durante los años previos a 1967, como Rayuela y Adán Buenosayres, no alcance una recepción relevante, si bien a largo alcance sí (no olvidemos aquí que la Obras completas macedonianas se comienzan a editar desde 1974, lo cual posibilita otra recepción). Como Museo…, a su vez, se comienza a escribir en 1904 o 1928, según diferentes críticos, e interactúa con la multiplicidad de actos escriturales y actos públicos de su autor entre dichas fechas y 1952, y luego con las sucesivas intervenciones textuales de Adolfo de Obieta y otros exégetas hasta sus ediciones de 1967, 1974 y 1993, hay que destacar que acompaña hasta 1967 como un decisivo rumor de fondo la consolidación de una tradición de la novela argentina y a la vez la culmina, marcando con su publicación la sincronía de la literatura argentina con los debates internacionales hacia fines de los 60 en torno a los vínculos novela/vanguardia/experimentación (Fernández 1993; Bracamonte 2010; Muñoz 2012; Piglia 2016: 75-93). E igualmente marca un punto casi imposible de superar si se sigue por la estética de lo inconcluso, de allí que Piglia señale que tras 1967 las tres direcciones de la narrativa vanguardista en Argentina se tengan que buscar de manera alternativa a la novela macedoniana: la no ficción de Walsh; aquella que tensa novela, experiencia y narración en Saer; y la que tensa novela/mass media/experiencia en Puig. Las tres vías marcan usos técnicos innovadores en el arte. También las tres vías proponen otros modos inéditos de explorar el reparto de lo sensible –desde las formas de lo sensible contemporáneas al momento de fines de los 60–; nuevas modalidades de indagar lo real en sintonía con la exploración de lo real que a su vez realiza la estética/novela macedoniana pero que, por supuesto, no van estrictamente por similar camino –de los autores enfatizados por Piglia, Saer es el más cercano a la escritura macedoniana–.

Ahora bien, si hasta ese momento ya varias escrituras argentinas habían dialogado productivamente con el psicoanálisis –o hacían releer lo psicoanalítico más allá de sus intenciones–, pocos textos como Museo…ponen esto en primer plano, haciendo pensar sobre todo que en la generación del psicoanálisis está lo literario. En primer lugar, por la primacía de la letra en el enunciado/enunciación, en la inorganicidad de lo escritural –que es a la vez una metáfora del inconsciente–. En segundo lugar, por cómo tanto el sujeto que enuncia, como el enunciatario, se van construyendo en el mismo proceso textual y de lectura, así como las figuras de personajes del enunciado novelesco (lo cual a su vez plasma el devenir de identidades y otredades) (García 2000). Y en tercer lugar, por cómo estos elementos articulan, vinculan y a la vez redefinen saberes psicológicos –el impacto psicológico de trastocamiento conciencial en el lector es central en la teoría estética macedoniana y es uno de los sostenes de su rol de coparticipación escritural y de lectura–, filosóficos, estéticos e incluso histórico-culturales que convoca y pone en juego, cual halo envolvente, la superficie novelesca. Los sujetos –en tanto identidades y otredades–, quienes se construyen y reinventan, como yoes que en sí mismos siempre están llamados a excederse, se ponen en escena en Museo… y la apertura de esto también se conecta con su estética –que puede leerse como una ética– de lo inconcluso. Por cierto, la productividad de esta configuración del sujeto –que ha dado pie para las lecturas y reescrituras desde lo psicoanalítico– en y desde la textualidad macedoniana es una ampliación novedosa del espacio literario; como asimismo resulta una ampliación de dicho espacio aquella estética de lo inconcluso –aquella originalidad inclasificable según Rama– que en muy pocas obras de diferentes tiempos y lugares aparece y que en la literatura argentina hasta 1967 e incluso después –hasta el presente diríamos– resulta inédita. Esto último hace a aquello que es un interrogante que enlaza a las tres novelas o pluriformas singulares aquí tratadas: ¿En qué medida extienden los límites, expanden las fronteras de aquello que se considera literario hasta el momento en que aparecen? Al romper no sólo la organicidad de lo mimético, sino de la escritura misma, Museo… incluso va más allá de las genealogías literarias que hace releer.

La voz del otro en la trama transculturadora

En esta modalidad de pluriformas que amplían el espacio literario, pero en el otro extremo a Museo… en 1971 aparece Eisejuaz, escrita por Sara Gallardo para narrar una historia de un indio wichí real quien le pide que cuente su historia. Novela que así se basa en una crónica de la escritora-periodista, por lo cual la emparentamos en parte con la vanguardia emblematizada por Walsh según Piglia. Pero a la vez, sin pertenecer al área cultural del Chaco salteño, Sara Gallardo deviene texto, tanto a nivel de lengua como de estructura compositiva y cosmovisiones que colisionan y circulan, una pluriforma más cercana a las de Saer, por volver forma una zona, un área cultural, pero además yendo más allá, ya que siendo una escritora residente en Buenos Aires, al viajar por el Chaco salteño, se siente afectada en su sensibilidad por la historia de Lisandro Vega y su gente y la toma como punto de partida para Eisejuaz. Lo novelístico en este caso toma las formas culturales y político-sociales, conscientes y sobre todo inconscientes, de un área cultural –entre los ríos Bermejo y Pilcomayo, entre Orán, Tartagal y Salta capital– para incorporarlas, mediante una lengua castellana transformada en su uso por las estructuras de las lenguas de ciertos pueblos originarios[2]. Eisejuaz, en tanto biografía de un marginal cacique mataco en trayectoria entre las tensiones y conflictos étnicos y socioculturales de su territorio durante la década de 1960, construye un hipotético devenir que completa ficcionalmente el perfil de ese héroe invisibilizado –héroe invisibilizado entre la marginalidad y la pobreza– que la cronista Gallardo traza en “Confirmado” (Gallardo 2017: 275-277). Pero a la vez la novelización explora el reparto de lo sensible de esas temporalidades y espacialidades a partir de las peripecias de los sujetos que pone en escena mediante lo que su lenguaje explicita, alude o sugiere. En Eisejuaz no hay más que este lenguaje verbal devenido letra, casi no hay intervenciones de la escritora-narradora, salvo para otorgar medida perspectiva a lo que cuenta, perspectiva sobre todo solidaria –más no complaciente– con Lisandro Vega/Eisejuaz, “Éste también”. Este efecto de conocer la historia desde las hablas castellanas de los personajes indígenas –en particular del líder ético Eisejuaz y del tránsfuga Paqui–, justifica las dos lecturas que la crítica ha consensuado: “Sara Gallardo crea una subjetividad masculina de la que decidir si es mística o psicótica (oye las voces del Señor y de sus mensajeros o terceriza sus múltiples voces subjetivas) implica más al lector (a su ideología, supuestos o marcas culturales) que al personaje mismo y a la autora.” (Vinelli en Gallardo 2000: 7; también Kohan en Gallardo, 2017). Aportamos una tercera lectura, que abarca las otras dos, y que posibilita apreciar la ampliación del espacio literario que trae este texto: configurarse como una pluriforma inventiva transculturadora. En este sentido, y al proponer su estética ciertas lecturas determinadas dentro de su forma relativamente abierta –Eisejuaz se caracteriza por una mímesis no orgánica, donde lo inconsciente de los sujetos y lo inconsciente de la cultura fluyen desde los rasgos ya aludidos; pero no es un texto donde la escritura en sí sea problematizada desde el texto mismo–, se ubica en el otro extremo de Museo… , más allá de las vías textuales de Saer, Puig y Walsh marcadas por Piglia; pero a la vez deviene un texto estrictamente contemporáneo a los anteriores, ya que amplía el espacio literario donde otras pocas novelas de la cultura letrada lo hacen en el momento: la de resultar una pluriforma transculturadora que visibiliza identidades y alteridades marginales de pueblos originarios, sosteniéndose entre lo documental y lo inventivo aportado por la escritura de su autora.

Entre lo transculturador y lo inconsciente

¿Por qué Pluriforma? Porque la novela de formas abiertas es más que un género, es una transgenericidad, articulada por un desafío de construcción escritural que a la vez puede devenir desafío de lectura. ¿Por qué inventiva[3]? Por ese mismo carácter, que implican tanto las obras abiertas como, en su forma más extrema, las estéticas/novelas inconclusas. A las tres vías posmacedonio propuestas por Piglia, cabe agregar otras emergentes en la narrativa argentina entre 1967 y la década siguiente cuyo impacto, en algunos casos, recién se puede apreciar en la literatura presente. En otros ensayos detallamos esas vías. Aquí volvemos sobre Museo… y otras dos obras que agregarían matices a las tres vanguardias según Piglia. Eisejuaz marca impulsos y estética transculturadores que decididamente innovan y amplían el espacio literario. En este sentido se ubicaría en el otro extremo innovador de un texto radicalmente conceptual como el macedoniano. Y en el medio, podríamos ubicar una pluriforma argentina construida entre lo tecnificador y transculturador inventivo, Intemperie de Roger Pla. Este escritor-crítico entiende que la novela experimental ha manifestado, desde fines del siglo XIX e inicios del XX, una novela-concepto que ha evitado quedarse sólo en “entretenimiento”, y que a su vez es una novelística correlativa de los cambios en los modos de conocer en los más diversos campos de experiencia y conocimiento (Pla 1969). De una manera ambivalente, durante toda su trayectoria artística, Pla busca construir una poética experimental, en la cual Intemperie, escrita entre 1966-1969 y publicada en 1973, deviene una culminación (Bracamonte 2013; Bracamonte en Pla 2017: 7-26). Experimentación, según lo señala Pla, podría equivaler en parte a Tecnificación. Pero también se conecta con Transculturación, sobre todo reflexionando desde Intemperie. Aquí se trabaja, entre otros numerosos materiales, el territorio de la villa miseria de Buenos Aires del segundo lustro de los 60, pero se lo hace con una estética de problematización del lenguaje y collage de códigos, aquello que en otro trabajo denominamos novomímesis (Bracamonte 2012). El tratamiento de ese territorio realmente otro como es la villa miseria se lo despliega, para comenzar, pensándolo como otros lenguajes, tal cual muchos años después vemos en textos como La virgen cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara. Pero además, a partir de redes que Intemperie invita a armar al lector, los personajes e historias de la villa miseria se articulan con otras historias y tiempos-espacios que, ubicados en provincias del Noroeste y Noreste argentino o en áreas limítrofes entre Argentina, Paraguay y Brasil; por los procedimientos con que son trabajados en el texto permiten las lecturas de lo transculturador –las conexiones entre culturas de cabecitas negras y sus genealogías aborígenes no solamente son reconstruidas por lo que cuentan sus personajes, sino también por los códigos lingüísticos y visuales a los que apela el texto–.

Sabemos que la historia nuclear de Intemperie, aspirante a devenir novela total, es el intento de Diego Brull por cambiar radicalmente su anterior vida burguesa de escritor vanguardista y profesor que renuncia a su cátedra universitaria debido al golpe de estado de Onganía, y que, de repente, para marcar aquella ruptura total y enamorado inesperadamente de Amelia, intenta radicarse en la villa miseria donde ella vive. La narración desde los más diversos aspectos pondrá en juego esa posibilidad, tensión y conflicto entre mantener y transformar lo identitario propio y el encontrarse –real y contradictoriamente– con una otredad tanto en lo erótico, psicológico y a nivel de pensamiento, como en lo social y cultural. Desde la misma forma y procedimientos, como en su hibridación de géneros y lenguajes, Intemperie apela a un lector copartícipe que vaya realizando el texto en proceso que el autor-narrador pone ante sus ojos. En la entrada “La carta”, Brull reflexiona sobre la novela que está escribiendo –y que allí reparamos que estamos leyendo– en ese momento en la casucha de la villa miseria; lugar que está a punto de dejar. En ese preciso instante se produce un trastocamiento en la conciencia lectora: si comenzamos leyendo Intemperie y veíamos la historia de Diego y sus relaciones entre perspectivas desde afuera, miméticas, y desde adentro, psicologistas, aquí nos acercamos decididamente, como lectores, al punto de vista totalmente activo e involucrado de quien escribe. Pero una gran diferencia con Museo de la Novela de la Eterna es que en la novela de Pla lo mimético, fragmentado y multiforme, sigue incidiendo; por más que es transformado radicalmente en aquella singular manifestación textual como en proceso. Desde este punto de vista su forma de trabajar el reparto de la sensible resulta más cercana a Eisejuaz y una serie de narraciones transculturadoras afines de la etapa, antes que a Museo… donde la forma de trabajar el reparto de lo sensible pone en juego, antes bien, cómo la subjetividad construye sus ilusiones de realidad o mundo. A su vez, la radicalidad y cierta singularidad de los procedimientos y formas de Intemperie se emparenta desde el punto de vista tecnificador y, más allá, desde su carácter de pluriforma epistemológica con Museo… Desde el interior mismo de la pluriforma Intemperie no sólo podemos revisar críticamente lo histórico, los conflictos en tramas transculturadoras, sino también ciertas maneras nuevas en que los sujetos podemos vernos y pensarnos, decididamente desde principios del siglo XX. En este sentido, en una narración donde los pasajes entre lo consciente e inconsciente, entre lo racional y onírico resultan constantes; entradas como “El miedo”, del capítulo “Sábado”, al buscar imaginariamente volver letra un momento del inconsciente de Diego –así como en otros momentos sucede con Amelia–, expresa un diálogo poético desde el texto con lo psicoanalítico, que resalta una dimensión que nosotros –a diferencia de Rama– proponemos incorporar a una hermenéutica más abarcadora que integre estos aspectos del abordaje de lo literario con las dimensiones históricas y transculturadoras que asimismo conforman nuestra interrogación interpretativa[4].

Intemperie y Eisejuaz son contemporáneas en los más diferentes aspectos a Museo… y a las tres vías de renovación vanguardista que Piglia resalta a partir de 1967. Pero además, por lo sugerido, agregan otros elementos a la hora de reflexionar sobre cómo se redefinió lo novelístico en aquel momento histórico y cómo esto expandió las fronteras del espacio literario. Como sabemos, siempre al leer estamos en la intersección de diferentes diacronías y sincronías de examen e interpretación. Sólo la perspectiva temporal nos ha permitido reubicar, desde presentes más recientes, el grado de innovación de tres autores que al momento de aparecer aquellos textos no fueron valorados en toda su real y conjetural dimensión. Tampoco ocurrió aquello con los tres escritores focalizados por Piglia: Walsh y Puig eran relativamente reconocidos por la crítica cultural hacia fines de los 60; Saer aún no a principios de los 70. Luego sus obras adquirirían un reconocimiento creciente de la crítica más especializada, lo cual iba a demorar. Si aquellas apreciaciones más completas demoraron en el caso de Saer, Walsh y Puig –incluso con el sucesivo éxito editorial de éste– ¿Por qué no habrían de demorar en los casos de Macedonio, Gallardo y Pla? Pero esto no quiere decir que ya desde la aparición de algunos de sus textos otros escritores y otras escritoras y algunas o varios lectores, o instituciones culturales quizá alternativas, no supieran apreciar como dichos textos estaban rompiendo y expandiendo de maneras inesperadas las fronteras de las prácticas de escrituras, de lecturas y los sentidos que convocan y ponen en juego.

Bibliografía

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— “Nueva mímesis, imágenes y otredades en Intemperie de Roger Pla”. Revista de Literaturas Modernas. Instituto de Literaturas Modernas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, n° 42, 2012, pp. 45-55.

— “En torno a la artística no representacional de Macedonio Fernández”. Gramma. Revista de la Escuela de Letras. Facultad de Filosofía, Historia y Letras, Universidad del Salvador, año XXI, n° 47, 2010, s/d.

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  1. Ana Camblong en la edición crítica de la novela de 1993, página XXXIV, destaca dicha “estética de lo inconcluso”. En este volumen, otros ensayos como el de Noé Jitrik, Juan Carlos Foix y Nélida Salvador coinciden de modo explícito o implícito con dicha caracterización. Por otra parte, ya en 1968 un joven Ricardo Piglia/Renzi subrayaba la singularidad de “la novela siempre por comenzar de Macedonio Fernández”, si bien éste aún no tenía para Piglia la dimensión que luego adquirió (Piglia 2016: 22).
  2. En Eisejuaz son protagonistas matacos o wichís, interactuando también con tobas qons, chahuancos, chiriguanos. En Intemperie aparecen tobas, diaguitas aludidos; no con voces tan intensas tal como en Eisejuaz pero sí en polifonía. Marengo piensa esto en Eisejuaz valorando su esfuerzo por manifestar desde la lengua a los subalternos (Marengo en Bracamonte y Marengo (Directores), 2014: 69-99).
  3. Inventivo para adjetivar nuestra noción pluriforma lo tomamos de “Arte de invención” o “Arte de inventiva”, de las Teorías artísticas de Macedonio Fernández (1997: 231-314). Este opone su “Belarte Inventiva” al arte realista. Por otra parte, la búsqueda de intergenericidad ya se observa en la novela polifónica, según Bajtín (1989). Pero Bajtín no deja de referirse a la novela realista, si bien su objeto de estudio es la vertiente dialógica y carnavalizada. Una mayor indagación de la novela como pluriforma, es uno de los ejes de nuestro libro de título tentativo Por una teoría desde la novela experimental argentina hasta 1980, actualmente en proceso de revisión para edición.
  4. Y para acercarnos a esa dimensión que proponemos incorporar a una hermenéutica más abarcadora, donde interactúan lo consciente e inconsciente en tanto regímenes estéticos interculturales y transculturales y en los que se piensa lo estético en tanto reparto de lo sensible con lo cual lo artístico y los diversos saberes interactúan, nos resultan decisivos aportes teóricos como los de Rancière (2014a, 2014b, 2009, 2005) y sus maneras de releer a Freud (Rancière, 2005; Freud, 2003, entre diversos textos). Para estimar el aporte de Freud y su construcción del psicoanálisis desde puntos de vista también antropológicos y de la filosofía de la cultura, sigue siendo de referencia el estudio de Paul Ricoeur (2007).


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