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El individuo como ficción en tres cuentos de Jorge Luis Borges

Rodrigo Ríos (Universidad de la República, Uruguay)

En este trabajo analizo la relación entre ciertas postulaciones que Jorge Luis Borges ha planteado dentro de textos ensayísticos con tres relatos del mismo autor. Borges ha rechazado sus primeros libros de ensayos, y manifestó que para escribirlos obtuvo ayuda de un diccionario de argentinismos buscando expresarse como lo más “argentino” posible (Rodríguez Monegal 1993: 183-184); de todas maneras, a pesar de este rechazo, es interesante contrastar ciertas ideas que el autor propuso en esos textos junto con sus relatos posteriores. En “El escritor argentino y la tradición”, publicado en Discusión (1932), Borges discute sobre qué es ser un escritor argentino, cómo se define y a qué debe apuntar en sus textos, contradice a los que creen que el escritor argentino debe tratar únicamente sobre temas de su propio país, en un lenguaje local, diferenciándose, de esta manera, de los autores de otras naciones. Borges manifiesta que ser escritor argentino es un rasgo inherente, compartido por todo aquel que nació en ese país, y en la elección de la temática el escritor no debe preocuparse por otro elemento que lo que quiere expresar. Además de la anterior noción, incluyo otras reflexiones sobre el lenguaje y su vínculo con la concepción de individuo, que aportan a la idea de sujeto dentro de la literatura borgiana. Si Borges rechazó sus primeros ensayos fue por el léxico utilizado, la forma; en cuanto a su contenido, al menos, ciertas especulaciones que aparecen en sus primeros ensayos coinciden con sus posteriores relatos.

La realidad en la narración

Empezaré el desarrollo de mi presentación con un cuento que Borges publicó en El libro de arena, en 1975, “Ulrica”. Esta narración comienza con la aclaración de que el relato podría ser un hecho que aconteció o no, la importancia de los detalles es tan relevante como la afirmación anterior: “Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo” (Borges 2013: 447). Notamos que en este enunciado se introduce el concepto de realidad, y, además, se afirma que la realidad y el recuerdo para el narrador no difieren. Así como la rememoración, el discurso de la narración forma parte de menciones arbitrarias y sucesos que se colocan de una forma, pero que pudo ser de otra; en definitiva, la construcción narrativa no puede desprenderse de la subjetividad. Además, en el texto se aclaran las propiedades inherentes a la escritura narrativa: “sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis” (447).

El énfasis no está puesto en lo verosímil que pueda llegar a ser el encuentro de estos dos protagonistas alejados de sus países originarios, como tampoco hay una pretensión de representación de una realidad en la distancia entre el idioma en que se escribe y el que se supone hablarían los personajes: “lo que decimos no siempre se parece a nosotros” (Borges 2013: 447). Los signos que el individuo ejecuta de forma oral no pueden reflejar una unidad que no perdura en el tiempo. En este sentido Borges desestima a los críticos que realizan una búsqueda de los elementos inverosímiles en los textos de ficción: “Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso” (365). Además, si tomamos el aporte de Jaime Rest sobre la confrontación de Borges con el realismo, entendemos que el estilo realista exige un: “mínimo de coherencia, de orden, de conceptualización, lo cual lo induce a proponernos deformaciones o simplificaciones que a veces lindan con lo inverosímil” (Rest 1976: 143). La multiplicación de detalles en el realismo produce un cúmulo o una lista de datos inconexos en la acción, ya que no es posible la descripción total, siempre es parcial, producto de una elección.

Acerca del realismo, que conlleva el problema de la representación, en un artículo llamado “El cielo azul, es cielo y es azul”, publicado en 1922, Borges escribió: “El mundo, es pues representación, y no hay una ligadura causal entre la objetividad y el sujeto” (Borges 1997: 156). La negación de este orden permite colocar a la narración como otra expresión al nivel de lo que se denomina real. No se puede concebir una única posibilidad de vinculación y de estructura entre las experiencias. Por ese motivo, la ficción está ya presente en la persona, y el relato de ficción propone un orden para registrar las experiencias, no más que otro orden. En ese sentido, el lenguaje es la manera en que se expresan las representaciones. Las diferentes representaciones de los hechos no se dan por el modo o estilo en que se narran los sucesos, sino que esa diferencia se encuentra ya en la subjetiva percepción. De todas maneras, al explicar esta no causalidad, al autor no le queda otro vehículo que el lenguaje, y como el texto escrito no se da en otra lectura que la temporal, el escritor ofrece una argumentación como causal. En este sentido, Rest afirma que para Borges: “todo conocimiento no va más allá de la idea que nos formamos de las cosas, y por el otro, que es imposible separar el pensamiento de los mecanismos lingüísticos” (Rest 1976: 57). De esta manera, el pensamiento está sometido a la imperfección del lenguaje.

Si pensamos en “Abencaján el Bojarí, muerto en su laberinto”, cuando los personajes discuten sobre la simplicidad o complejidad de los misterios, el personaje Unwin interrumpe a Dunraven para hacer referencia a la simplicidad de los misterios tomando como modelos obras literarias. Dunraven, el otro personaje, manifiesta: “—O complejos— replicó Dunraven— recuerda el universo” (320). En este diálogo ya se presenta la discusión sobre las posibles miradas sobre la realidad, simple o compleja. Más adelante, cuando se busca otra solución al enigma, se aclara: “No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es” (Borges 2013: 325). Esta noción de complejidad intrínseca y laberíntica, que es propia de lo que se llama realidad, imposibilita una diferenciación entre una narrativa más simple que otra otra, porque todo discurso da por supuesto un mundo complejo.

Toda representación es una elección de los elementos, incluso la visión es también una elección. Sobre el caos de ideas, conceptos, imágenes y sensaciones que proyecta el mundo, el hombre (el escritor) elige una parcela y adopta una forma de representarla. De estas formas de representar la realidad no existe una más fiel a ella u otra menos fiel, siempre es una elaboración. Cuanto mejor elaborada está la acción, más valor estético tendrá como literatura, y esto no tiene relación con posibles adornos que puedan estorbar o empobrecer la narración.

La realidad, el lenguaje y la representación

Borges, en sus ensayos, también, realiza una distinción, que es pertinente para nuestro análisis, entre el escritor clásico y el romántico; esta diferenciación funciona para destacar al escritor clásico como despreocupado por el lenguaje, esa postura radicaría en la confianza en la natural relación del signo y el objeto designado. Los signos que usa el autor clásico no pretenden más que comunicar una realidad, la representación de esta queda a cargo del lector (Borges 1984: 217-218). Los que critican ese tipo de escritura, por una supuesta inexactitud, olvidan que en la comunicación general, el individuo utiliza signos de forma inexacta más que de forma precisa. Para el clásico, la narración está por encima de toda variación del léxico, el contexto que significa no es la supuesta realidad, sino el universo de la narración. Encontramos una similitud entre lo propuesto por Borges y la descripción de Barthes de la historia del estilo en la literatura francesa: “a partir del momento en que el escritor dejó de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850), su primer gesto fue elegir el compromiso de su forma, sea asumiendo, sea rechazando la escritura de su pasado” (Barthes 2002: 8). Barthes encuentra una relación proporcional entre la conciencia y la escritura, según sus palabras existiría un vínculo entre el conocimiento de su yo en relación con el mundo y la escritura romántica que ya no se autopostula como representación; sobre este cambio de estilo, Borges opina que se ha pasado de escribir para representar un mundo posible, para escribir solo sobre una posible personalidad que corresponde al autor.

En otro artículo ensayístico, “La supersticiosa ética del lector”, Borges explica que algunos críticos preponderan las virtudes del escritor para la astuta utilización de la sintaxis, así como de las figuras retóricas, sobre la construcción de la trama. Según Borges, los que mantienen esta opinión colorarían al estilo subordinado a meras técnicas lingüísticas, y dejan en un segundo plano las imágenes que en el relato se ofrecen (Borges 1984: 202). Esta elección estética que realizarían algunos lectores y críticos condice con la idea de que determinados escritores, en sus obras, se dedican a suponer y describir un solo suceso: la existencia de su personalidad[1].

Como ya expusimos anteriormente, Borges, en su ensayo, afirma ser consciente de que el lenguaje es el único vehículo para expresar las posibles representaciones, pensamientos e ideas. Pensemos en otra afirmación de Jaime Rest, según este autor, Borges es consciente de que “el destino del hombre y del mundo radica, con fatalidad irreversible, en transformarse en materia verbal, en componente de ficción” (Rest 1976: 95-96). De las palabras del crítico se desprende una imposible indiferenciación entre la realidad y la ficción para el individuo, si el hombre solo se expresa a través del lenguaje, y el lenguaje tiene sus propias normas, no tendría sentido suponer una representación fiel, cercana a una realidad, que no sea ficción. Otro aporte ingenioso, sobre esta temática, Borges lo expone en el “Prólogo” a El informe de Brodie. El autor explica que no existe un solo relato que sea simple, ya que todos contienen la representación de un mundo complejo y esta característica, de por sí, quita la posibilidad de que las narraciones puedan ser sencillas (Borges 2013: 363); aquí, se retoma la idea de una elección sobre un mundo complejo, imposible de representar, solo es posible una articulación verbal.

En “Abencaján el Bojarí, muerto en su laberinto” aparece un narrador consciente de la imposibilidad de representar otra realidad que no sea otra que la del universo ficcional, literario: “citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras” (Borges 2013: 325). El narrador da cuenta de la irrelevancia de la posible exactitud para transcribir el diálogo. Recordemos también la aclaración del cuento “Ulrica” donde el narrador cuestiona una supuesta correspondencia entre el decir con una personalidad determinada: “lo que decimos no siempre se parece a nosotros” (447). Aparece, aquí, otro problema recurrente en la literatura borgiana, la supuesta existencia de una personalidad que define al individuo.

El individuo como ficción

En “La nadería de la personalidad”, que fue publicado en Inquisiciones, el autor argentino afirma que la pretensión de unificar y ordenar las experiencias dentro de una noción como personalidad no se corresponde con un razonamiento válido. El orden que se adjudica a los sucesos es siempre subjetivo: “Lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto” (Borges 1998: 95). No hay una realidad sobre la ficción, porque el orden que el individuo le da a las experiencias es siempre creado a través del lenguaje. Este presupuesto filosófico considera como relato ficcional toda la construcción que adjudique un orden temporal unidireccional, y la noción de individuo como unidad; estos elementos quedan condicionados al tiempo y unidad de la narración.

Otro artículo, que trata sobre la misma cuestión, es “La encrucijada de Berkeley”, allí Borges expone que la única realidad es la percepción de un determinado objeto o suceso. El concepto mente como unidad queda desbaratado, la mente solo es como percepción de un objeto, fuera de eso no existe. Por lo tanto, nada asegura la continuidad de un elemento espiritual que se manifiesta únicamente cuando se encuentra percibiendo diferentes objetos (Borges 1998: 123). Estas afirmaciones proponen una diferencia en la concepción de las unidades espacio-temporales que Borges adjudica a los escritores románticos. La disolución de estas unidades confirma el valor que tienen los órdenes establecidos por los relatos, no postulan una vinculación con otra realidad que no sea la de la propia narración, porque toda representación parte y radica en el lenguaje.

Si tratamos de conjugar las ideas presentadas con el concepto de nacionalidad, que también problematizó Borges, podemos concluir una correspondencia entre un tema y otro. Para empezar, podemos deducir que no distinguir un individuo de otro desmitifica la noción de nacionalidad, porque si no es posible adjudicar rasgos identitarios en un mismo individuo, más allá de una narración, menos probable aún es la idea de naciones separadas con rasgos particulares.

Los conceptos de personalidad y de nación, en la narrativa de Borges, se presentan como propios de la ficción, ya que parten de una creación, en definitiva verbal. Así, en “Ulrica” leemos: “—¿Qué es ser colombiano? —No sé— le respondí. — Es un acto de fe. —Como ser noruego— asintió” (Borges 2013: 448). La nacionalidad, en último término, es una ilusión que está relacionada con la voluntad de la persona para creer en ella, lo mismo que la personalidad; o por ser precisamente la personalidad una ilusión, aún lo es más el colectivo de personalidades que significaría la nacionalidad. La nacionalidad es una construcción ficticia, como otras, y se utiliza en la literatura como un elemento más dentro de un universo discursivo; esta concepción se relaciona con lo que el escritor postula sobre la idea de tradición, comparten el mismo fundamento.

Sobre la tradición, en “El tamaño de mi esperanza”, Borges propone encontrar la literatura, y los elementos intelectuales en general, que se vinculen con el pensamiento propio de la sociedad argentina. Ese pensamiento no puede ser ni reducido a una mera temática regional, ni ser espejo de la cultura europea. Borges propone un criollismo que no limite su contenido, sino que se expanda a los temas universales (Borges 1993: 14). En “El idioma de los argentinos” Borges manifiesta que ese idioma, esa lengua podría ser un juego de palabras nada más: “Un embeleco de que ninguna realidad es sostén.” (Borges 1994: 136). El autor no niega la posibilidad de este idioma, pero apunta hacia el futuro, y cree que llegado el momento esa formulación podría tener una existencia dentro de la literatura.

Entonces, tenemos que, por un lado, la intención de realizar un relato circunscribiéndolo a la noción restringida de un individuo limitado por su nacionalidad contradice la explicación que da Borges de que el sentimiento o el pensamiento son un hecho en sí, que trasciende a una persona: “Un placer, por ejemplo, es un placer, y definirlo como la resultancia de una ecuación cuyos términos son el mundo externo y la estructura fisiológica del individuo, es una pedantería incomprensible y prolija.” (Borges 1997: 157). Ser un argentino, contener los rasgos de una nacionalidad, no puede equivaler a restringirse como individuo, como tampoco a disfrazarse a través de un lenguaje que pretenda simular un color local, reducir la producción verbal a ciertas palabras para procurar una representación de una realidad determinada, cuando esta es, por lo menos, subjetiva (Borges 1994: 146).

La asimilación de una persona con la cultura de su país, y la noción de que las acciones de ese individuo sean causa de esta relación, es puesta en conflicto en la obra borgiana. Si se utiliza la idea de asociar una conducta con una cultura determinada es para elaborar con esa conjunción la trama, como una fuente de contenido que enriquezca, no se busca un regionalismo que reduzca las posibilidades narrativas. Presentaré algunos ejemplos en los textos seleccionados. El personaje Allaby manifiesta que la construcción del laberinto podría ser un hecho común entre los egipcios, pero no así en Europa, lo mismo piensa el rector sobre la historia de asesinato que Abencaján le relata: “Quizá tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura.” (Borges 2013: 322). Cuando Dunraven describe la llegada del barco que traería a Zaid, manifiesta que no vio ese medio de transporte y que en sus recuerdos del velero aparecen imágenes de libros de representaciones marítimas, además el personaje da una imagen del Rose of Sharon: “Era (si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y malayos” (Borges 2013: 323) El personaje Unwin hace mención a la mitología griega cuando expone que la solución del misterio había sido gracias al recuerdo del laberinto de Creta, Dunraven aporta la idea de Dante sobre el minotauro. Estas rememoraciones y el símbolo de la telaraña son los que aportan la respuesta al enigma según el personaje de Dunraven: Abencaján no era sino Zaid y viceversa

En el cuento “Ulrica” la posible personalidad de los personajes representa la imagen de una tradición literaria del país de donde provienen. Ella por su lado es irlandesa, por lo tanto, la relación de la biografía de su personaje se enmarasca con la literatura de ese país: “sería uno de tantos para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen” (449). Precisamente el carácter extranjero del narrador elude un estilo más costumbrista porque no tiene relevancia su nacionalidad, no modifica la acción. En cambio la nacionalidad de la protagonista está relacionada con los símbolos mitológicos del relato.

En otro cuento, “El atroz redentor Lazarus Morell”, se utilizan signos correspondientes a la cultura rioplatense en la introducción de la narración que se encuentra contextualizada en Estados Unidos (Borges 2013: 15). La noción de que el relato está más allá de la idea de una tradición vinculada a un país, en última instancia, da al autor la libertad de insertar elementos de culturas de diferentes pueblos. La determinación de la nación como cultura de una determinada región interactúa en las narraciones como intertextualidad, son muestra de ello los pasajes en que se mencionan símbolos de diferentes países en el texto de Historia Universal de la Infamia (Borges: 15). Los elementos refieren a la cultura del Río de la Plata, a la aceptación de un verbo por parte de la Real Academia Española. La trama de la narración transcurre en América del Norte, sin embargo, existen estos detalles que no tienen relación directa, sino con la raza afrodescendiente que habitó en toda América. Luego, cuando el narrador hace mención al río que sirve de situación geográfica al relato, lo define como un “infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco” (16).

Sobre el final del relato, el personaje Morell es traicionado, la última tentativa de este es confiar en los esclavos que desconocían la suerte de quienes aparentemente habían sido libertados. Entonces se da en el relato una representación de los diferentes ángulos de la realidad, la ignorancia o el conocimiento de determinados hechos modifican la realidad del individuo o del conjunto, lo mismo sucede con la posibilidad de final que describe el narrador: “Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear” (Borges 2013: 22).

Por último, en el cuento incluido en El Aleph, la representación de la personalidad no coherente con el individuo es la causa de que se descubra el engaño, y, además, se precisa la distracción como forma de olvidarse de la ilusión de personalidad: “Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas.” (Borges 2013: 326) Además, el hecho de quitar los rostros del físico de los individuos permite que las personalidades y los nombres se puedan mutar con mayor facilidad. A las observaciones de Unwin, Dunraven responde que las transformaciones que explicó el poeta son razonables debido a que son comunes dentro del género policial, como si la historia que este personaje mismo contó formara parte de una novela de ese tipo: “son verdaderas convenciones cuya observación exige el lector».(Borges 2013: 327) Al final del relato aparece la afirmación, que coincide con lo que Borges ensayista postula en sus ensayos: “Simuló ser Abencaján, mató a Abencaján y finalmente fue Abencaján” (328); la imposibilidad de determinar una personalidad en un individuo permite que el nombre propio, al que se le atribuye una personalidad, sea el signo que puede ser ocupado, en distintas circunstancias, por uno o más individuos. La personalidad solo se determina ante un ente exterior, la unidad del individuo en el tiempo solo es posible a través del lenguaje, en la ficción.

Conclusión

Las ideas anteriores se encuentran emparentadas, o tienen como base filósofica, la postura de rechazar la idea de unidad en la personalidad del individuo. A partir de esta concepción se abren las posibilidades de la narración más allá de los horizontes, tanto en lo que se refiere a los elementos temporales y espaciales, como a las características de los personajes y el idioma en que se escribe.

Por lo tanto, según esta perspectiva, la ficción no debe ni subordinarse al supuesto orden real; ni, tampoco, enfatizar rasgos ficcionales cuando toda concatenación de hechos es ficticia; ya que es sistematizada a través del lenguaje, allí, en la literatura, el individuo también es ficción.

Bibliografía

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  1. Además de criticar la predilección de algunos autores por cargar de palabras una representación. Según Borges, esta característica del lenguaje no enriquece el relato: la innecesaria sobrecarga de una imagen reduce el sentido que puede producir en el lector, la sobrecarga distrae. Es interesante la propuesta de Rafael Olea Franco, en este sentido, sobre la predilección, en la escritura borgiana, por el énfasis en la alusión antes que en la expresividad. La alusión requiere mayor participación del lector en la elaboración del hecho estético.


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