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Sujeto y espacialidad: las influencias surandinas en la configuración del árbol melnikeano

Tamara Mikus (Universidad Nacional de Tucumán)

Introducción

La tradición literaria del noroeste argentino ha recogido diferentes genealogías escriturarias, lineamientos estéticos, identidades sociales, cosmovisiones, entre otros bienes culturales. Tal patrimonio, capital literario configurado según las políticas letradas modernas que hicieron de Tucumán –de modo particular– centro intelectual y estandarte norteño de la nacionalidad argentina, se expandió al superar estos recortes, pero avizorándose desde un canon occidental, eurocéntrico, dejando de lado otras vertientes fronterizas, cruces geoculturales, aspectos posibles a tratar en el futuro.

A partir del análisis de la obra literaria del escritor tucumano Mario Melnik, –caso concreto de la poesía trabajada desde una estética paisajista auténtica y alejada de los parámetros clásicos– es factible reconstruir un imaginario poético profuso, atravesado tanto por el registro culto como por el popular; recuperar un espacio que aúna la tradición letrada junto con modos surandinos de ver e interpretar el mundo.

El terruño vuelto acervo de la experiencia y vivencias del hombre, refracta premisas de tales latitudes, potenciando el universo de sentido. La voz de los poemas melnikeanos hermana su canto a los caracteres naturales, se co-fusiona a la figuración paisajista como pares, seres horizontales en su identidad. El paisaje se convierte en wak’a, –vocablo andino de significación amplia– alteridad del sujeto poético, doble en cuerpo y espíritu.

De modo concreto, se busca puntualizar en la geograficidad señalada que representa un doble ontológico de la voz enunciadora: el “árbol”, como ser determinado, reconocible dentro de la diversidad de la imaginería poética analizada. Se pretende circunscribir los alcances de la voz poética a través de un intento de aproximación a la poiesis creadora; articular una posible puerta de entrada, una elección estética particular.

Para ello, se apela a una metodología de análisis cualitativa inductiva del corpus, la obra completa del autor tucumano: libros de autoría propia más antologías en las que participó. El marco teórico elegido continúa la línea de los estudios regionales (Zulma Palermo, Leonor Fleming, Rodolfo Kusch), atendiendo a las redes de relaciones entre los circuitos literarios culturales nacionales (Liliana Massara, Alejandra Nallim, Raquel Guzmán). Principalmente, interesa profundizar la configuración de una subjetividad en un entredós (Dominique Combe) con el paisaje.

La imagen arbórea, como símbolo de la mirada compositiva de aquel modo auténtico de relacionarse con la geografía representada, forma parte de una tradición neorromántica arraigada en la zona del NOA que adquirió sus peculiares dimensiones literarias.

El árbol melnikeano

Ventana en el árbol

Mario Melnik (2008: 51)

Posicionar el estudio crítico en las fronteras geoculturales locales permite vislumbrar “otras” fuentes de conocimiento. Un giro epistémico que Zulma Palermo concibe como un hacer situado, en el cual no debe pugnar la preponderancia de las disciplinas tradicionales –marcadas por lineamientos centristas, occidentalistas– sino, el privilegiar “el análisis de la relación dialéctica entre sujeto, objeto y estructuras” (2004: 84)[1].

Es así como diferentes realidades y bienes simbólicos entran en juego. La literatura es abordada aprehendiendo parámetros regionales que son propios de la zona en la que se inscribe y circula. En el caso de la poesía melnikeana, ¿qué paradigmas dialogan en ella? ¿Cuáles son caminos tentativos de interpretación? ¿Cuáles posibles relaciones que establece con la región de enunciación en la que se inserta?

Desde una dimensión (auto)biográfica –ajena a lecturas referenciales, en todo caso, abrevadero de intersticios por los cuales conectar el polo de la experiencia con lo ficcional– se recuperan vivencias, afectos y una querencia por los espacios del Noroeste Argentino, concretamente por la Concepción natal, –departamento de Tucumán– las Estancias de Aconquija en la provincia de Catamarca y la zona de los valles con proximidad a la zona puneña. Lo paisajístico arraiga fuerte en su poesía como tendencia escrituraria[2]. Se trata de territorios atravesados por la matriz del pasado; una añoranza por el paisaje de antaño, signado positivamente frente a un presente de crisis del sujeto poético:

Ni la noche
ni el estrago del viento te asombran.
Tu faz es el adiós que se consuma,
la dócil presa del olvido que se posterga
en el silencio.
¿Será el dolor quien profanó tu arcilla?
¿acaso la voluntad de otro sueño?
Desde el destino que enmudece,
desde la paz que se demora,
desde el tiempo que en su virtud recrea
yo contemplo tu nostalgia con afán de caminante,
con cierto y sombrío fulgor
que las estrellas ignoran o desangran
infinitas (AA. VV. 1987: 68).

Al reconstruir la escena literaria y cultural (Guzmán et al. 2011: 104) en la que se inscribe la obra de Mario Melnik, recuperamos modos urbanos de producción lírica y de la tradición letrada occidental. Los textos del autor tucumano de la década de los ochenta migran entre los patrimonios literarios instaurados en Tucumán, en pleno diálogo.

Sobre todo, adscribe a la tradición neorromántica de La Carpa, de los cuarenta, y a sus nuevas formas de tratamiento del terruño; –la reivindicación del suelo como medio de expresión, alejada de parámetros nativistas, folcloristas[3]– a su vez, se distancia de los gestos más vanguardistas de este grupo, evitando la construcción de un sujeto de enunciación escindido del espacio, o tendiente al divagar surrealista.

Desde esta lógica de tradición y rupturas, el paisaje en el universo del autor tucumano, como elección estética cultural implica doblemente, máscara enunciativa portadora de la voz que toma la palabra poética. Esto se debe a que es innegable la mediación del lenguaje como fuente de sentido. La subjetividad transmigra en un entredós (Scarano, 2014: 34-35), en los entrecruzamientos de una entidad con otra, del sujeto poético con el paisaje como alteridad identitaria.

En palabras de Jean-Marc Besse (2006: 154), estudioso de la espacialidad, el paisaje implica “naturaleza humanizada”, o en su anverso, “sujeto naturalizado”. Este transmigrar de la identidad es producto de una realidad empírica intervenida por la actividad humana[4]:

Sólo sé que me llama,
cómo me llama la tierra.
Y yo con mi sapiencia descarnada,
ahogado en la ilusión del tramo,
me voy anocheciendo lentamente
pulsando el tiempo enmohecido
igual que un sueño mezquino
al afrontar su mañana (AA. VV. 1988: 37).

Sin embargo, una aproximación mayor en las lecturas del objeto poético de análisis –la espacialidad melnikeana– revela que tal unión ontológica entre sujeto y paisaje natural refiere a una relación orgánica devenida de las cosmovisiones surandinas que impregnan los modos de ser y estar en el mundo[5], en esas latitudes geoculturales. Un modo popular, profundo, de interpretar la realidad circundante, por el que se concibe a la totalidad de los seres que conforman los mundos (el cotidiano y el de los antepasados) desde una horizontalidad espiritual corporal de identidades en comunión.

En la poesía del autor tucumano, tales parámetros se encuentran entretejidos con otras discursividades que complejizan la materia escrituraria; punto de unión entre fronteras geoculturales. Prestar atención al patrimonio andino presente permite comprender la enunciación local con mayor amplitud y espíritu crítico.

Si atendemos a la conformación del paisaje como tópico literario, observamos que la palabra del sujeto poético surge en paralelo a la figuración del paisaje, porque entre ambas entidades existe una consustanciación profunda. Implican una totalidad armónica, una convivencia espiritual, por la que una identidad no anula a la otra. Un proceso de transposición anímica que se efectiviza en los grados de plasticidad logrados en el espacio imaginario.

Para precisar el carácter de la existencia de una naturaleza humanizada en la poesía de Mario Melnik, es necesario atender los momentos de maduración del lenguaje poético, pues a medida que avanzan los poemarios se evidencia el proceso de adquisición y composición de un estilo poético propio, tras el cual ambos entes van entrelazándose hasta constituirse como alteridades que conviven en una misma espacialidad simbólica.

Tal es el grado de consustanciación alcanzado que el sujeto halla, entre la diversidad geográfica, un ente homónimo a su mirada, un punto estratégico para comunicar la palabra creadora al resto del paisaje, caminarlo anímicamente, al que de modo concreto lo identificamos como el “árbol melnikeano”:

Soy la piel de un árbol.
El estar de la tierra me hace andar caminos
me hace esperar el tiempo
andar latidos en ayunas
cavar silencios a dos manos
beber de mi sed cuando no llega la lluvia (Melnik 2014: 24).

Una acepción canónica, anclada en estas latitudes desde tiempos de la conquista, asocia a la categoría sémica árbol con la planta adánica dadora del conocimiento, momento radical de ruptura con el espacio-tiempo original, desarraigo del hombre del momento de la creación que, desde concepciones judío-cristianas, se interpreta por el pecado cometido de soberbia y su consecuente condenación, a la espera de la salvación celestial en el ámbito terrenal.

De primera mano figura en el manifiesto vanguardista del grupo La Carpa de 1944, en proclamación de nuevos valores para el arte y la literatura de la región por la falta de identificación con los parámetros canónicos provenientes de Buenos Aires (Corvalán 1987: 41):

Sentadas las premisas de que la Poesía es flor de la tierra y que el poeta es la más cabal expresión del hombre, asumimos la responsabilidad de recoger por igual las resonancias del paisaje y los clamores del ser humano (ese maravilloso fenómeno terrestre en continuo drama de ascensión hacia La Libertad, como el árbol).

El habitante de la tierra se identifica con el paisaje natural construido en sus poemas tras la búsqueda de vitalidad, firmeza, entroncamiento, estoicismo, enraizamiento, pluralidad, constancia, permeabilidad, crecimiento, resistencia frente a momentos de crisis, perdurabilidad, productividad, entre los tantos atributos propios del símbolo arbóreo. Y en caso de no focalizar en sus múltiples atributos, la forma redondeada del árbol resulta atrapante para la figura del poeta creador por constituir una analogía de la labor escrituraria, un reflexionar metapoéticamente; fetiche, concentración y alejamiento de los objetos poetizados. Como observa Gastón Bachelard en sus estudios sobre el “árbol rilkeano” (2000: 206):

A veces, en efecto, hay una forma que guía y encierra los primeros sueños. Para un pintor, el árbol se compone en su redondez. Pero el poeta reanuda el sueño desde más arriba. Sabe que lo que se aísla se redondea, adquiere la figura del ser que se concentra sobre sí mismo. En los Poemas franceses de Rilke vive y se impone de esa manera el nogal. También allí, en torno al árbol solo, centro de un mundo, la cúpula del cielo va a redondearse siguiendo la norma de la poesía cósmica.

El árbol, como símbolo, se construyó a lo largo de la historia universal, pesando diferentes tradiciones y lineamientos socioculturales, y es hasta la actualidad que continúa su delimitación simbólica. Es una de las imágenes más recurrentes a la hora de explicar el fundamento de la vida y su desarrollo.

Juan Eduardo Cirlot, en su diccionario de Simbología, reseña el uso más difundido de la imagen analizada: “El árbol representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inagotable equivale a inmortalidad” (1992: 77). Muchas sociedades edificaron su propio signo en torno a la imagen arbórea, una búsqueda por corresponder los valores identitarios y el tiempo fundacional de cada pueblo con las propiedades representadas en el elemento natural.

Sin embargo, ha de poder “trasplantarse” el símbolo hacia otros terrenos, desde una concepción aymara[6], pudiendo restituírsele sus sentidos primeros, propios de las civilizaciones anímicas –una circularidad temporal reintegradora del origen de la palabra–, un eterno retorno. Así como el árbol implica búsqueda de estabilidad, pluralidad, permeabilidad y entroncamiento, el sujeto hablante imprime en el terruño una mirada calma, contemplativa y reflexiva, que ahonda en el espacio buscando sus móviles escriturarios.

Solidez, tenacidad, fortaleza, longevidad, espíritu apacible y estoico. El sujeto poético deposita su confianza en un ser tan integrador como su mirada. La realidad natural construida por medio del lenguaje es rica y toca diferentes objetos que la integran, pero la voz del poeta tucumano requiere de un epicentro, de un corazón desde el cual latan el resto de los vocablos dispersores de sentido, en el que el universo representado halle un ordenamiento. Una figura poética por la cual puede entretejerse lo diverso y lo concéntrico, diferentes cosmovisiones y religiosidades, las distancias socioculturales. Tal imagen es el “árbol melnikeano”.

El núcleo es “un” árbol, el cual puede interpretarse indeterminado si sólo se atiende a la falta de especificación del tipo arbóreo al que refiere, o al hecho que, como alteridad constitutiva, comparte una existencia en la dialéctica continua entre la palabra y el silencio, en los movimientos rítmicos de expansión y concentración. No obstante, ese árbol no es cualquiera, ya que posee singularidad dentro del cosmos imaginario, y es su función creadora y organizadora de ese universo, lo que le otorga identidad dentro del espacio poético trabajado.

La consustanciación del sujeto imaginario con su doble natural se va produciendo gradualmente a medida que se avanza por los textos. Incluso en Palabrara, poemario explosivo de nuevos caminos para la construcción poética del sentido, la constitución arbórea del ser, su estoicismo y tenacidad en un mundo cambiante, no abandona la esencia identitaria: “El espacio es una luz que flota entre las / hojas mientras un árbol se sumerge en mi / sangre y brota por mis poros eternamente” (Melnik 1999: 14).

Condición permanente, las raíces están bien sujetas en un suelo firme de la subjetividad, y tras transformarse la luz del génesis poético en espacio habitable en el que la palabra alcance sus posibilidades del decir, la máscara, doble vegetal afianza el alcance de su mirada:

Qué es el sauce sino otro silencio
Verdor que se respira
Cielo en la piel
Sueño del aire que se abre a los caminos (Melnik, 2008: 64).
En el marco del latido se abre camino
la vieja noche estrellada.
Se abre camino en la mirada quieta
del árbol coposo, en el dulce zumbido
de la altura que se quiebra (Melnik 2014: 14).

Se menciona al “árbol coposo”, ya no por completo indeterminado, el cual representa un punto de observación para la mirada. Ese mirar, acción desarrollada en la quietud, resulta el equivalente autóctono del ánima sosegada del sujeto, y es tal carácter el que se percibe en los poemas, donde la naturaleza como constructo se desenvuelve en un espacio poético calmo de contemplación.

En el caso de la poética de Melnik, el árbol implica vida en el cosmos de significación, como generador de la palabra que late en la brisa calma del paisaje poético. Se diseminan los sentidos nacientes de una reflexión metafísica intensa, cuyas claves de pensamiento son la vida misma y sus ciclos, los tiempos de un alma contemplativa, la belleza traducida en lo vasto y sublime, sumado el lenguaje como fruto desprendido de las verdades que sopesa el espíritu.

Ese árbol es la máscara perfecta que encastra con los parámetros escriturarios y creativos del autor. Es un tropo de la expresión compositiva en constante construcción. El escritor asume: “Soy la piel de un árbol”, especie sin determinar que únicamente se reconoce en su homónimo vocal, el hombre. En Un latido en la voz del viento (2014), poemario de madurez poética, figuran otros tipos del colectivo arbóreo, como el algarrobo, los alisos, el lapacho. Otras representaciones auténticas de la región del NOA.

El yo de la enunciación alimenta el espacio imaginario por medio de la integración de diferentes propiedades literarias: así como el árbol cumple sus estaciones vitales, el tiempo cíclico de la palabra se renueva porque atraviesa constantemente períodos de sed y silencio en su decir; del mismo modo en que la macro planta complementa su nutrición con agua y sol, saciando sus necesidades de modo activo en contacto con el medio, el sujeto asume un rol activo en la obtención de su materia literaria. La sabia sangre late, y en instantes de contemplación entra en comunión con la naturaleza, asumiendo el resto de las voces que circundan, como la del viento, la de la piedra, de las corrientes hídricas, los caminos de tierra, los pájaros, entre otros objetos poetizados.

Pero, sobre todo, el momento de mayor integración del sujeto poético con la imagen del árbol es en el último poemario, ya que, así como el yo enunciador en la obra de Juan L. Ortiz es el río hialino, de la misma forma la transformación corporal de su poética, se asume en el cambio de “piel” al “árbol melnikeano”, un “entredós”, al decir de Dominique Combe, en la contemplación:

Otra vez yo retendré su soplo
otra vez alumbraré su memoria
para no perdernos los dos (Melnik 2014: 43).

Conclusiones

Trabajar los cruces entre regiones geoculturales en literatura revela constantemente nuevas lecturas y permite visibilizar zonas aún no trabajadas, tanto a nivel local del Noroeste Argentino como nacional. La obra poética de Mario Melnik, desde sus comienzos en la década de los ochenta, traza caminos diversos y enriquecedores en cuanto al planteo de otros modos de configurar el espacio imaginario, de corte paisajista.

Interpretar lo espacial y su figuración marca un encuadre en las costumbres y formas experienciales de estas latitudes. Lo andino ingresa como elemento que profundiza y tensiona el canon occidental en materia literaria. El paisaje es entendido como alteridad ontológica del sujeto poético, seres consustanciados tanto espiritual como corporalmente dada la construcción armoniosa de una naturaleza humanizada, anímica, sonora, que vivencia el ritmo y los tiempos de la revelación en la palabra.

En el caso de la poesía melnikeana, el árbol como wak’a poética concretiza el enraizamiento de la mirada en un punto del paisaje natural, –doble del sistema del poeta– en un ser vital poseedor de ciertas características con las que se identifica el sujeto enunciador, como la templanza de carácter, la contemplación serena, la estabilidad, la permanencia, y la capacidad de comunión con una totalidad diversa.

Se piensa tal consustanciación como germen de una visión abarcadora de la totalidad expresiva en la obra. La focalización, halla su “ventana”, al decir del epígrafe presentado, se vuelve cada vez más particular hasta concretarse un modo de habitar el suelo inconfundible: el ser del “árbol melnikeano”.

Bibliografía

AA. VV. Espacios y espejos. San Miguel de Tucumán, JOETUC, 1987.

AA. VV Amanecer de esquinas. Madrid, San Miguel de Tucumán, 1988.

Bachelard, G. La poética del espacio. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.

Besse, J.M. “Las cinco puertas del paisaje. Ensayo de una cartografía de las problemáticas paisajeras contemporáneas”. Maderuelo, J. (Dir.). Paisaje y pensamiento. Madrid, Abada, 2006 pp. 145-171.

Bugallo, L. y Vilca, M. (Comps.). Wak’as, Diablos y Muertos alteridades significantes en el mundo andino. San Salvador de Jujuy, Editorial de la Universidad Nacional de Jujuy (EDIUNJU), Instituto Francés de Estudios Andinos, 2016.

Cirlot, J. C. Diccionario de Símbolos. Barcelona, Labor, 1992.

Corvalán, O. Contrapunto y fuga (Poesía y Ficción del NOA). San Miguel de Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras, 1987.

Foffani, E.; Mancini, A. “Más allá del regionalismo: La transformación del paisaje”. Historia Crítica de la literatura argentina. Buenos Aires, Emecé Editores, 2000, pp. 261-291.

Guzmán, R., Massara, L. y Nallim, A. (Dir.). La Literatura del Noroeste Argentino. Reflexiones e Investigaciones. San Salvador de Jujuy, Prohum, 2011.

Kusch, R. Geocultura del Hombre Americano. Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, 1976.

Melnik, M. Un latido en la voz del viento. Córdoba, Alción Editora, 2014.

De sentido en sentido. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 2008.

— Palabrara. San Miguel de Tucumán, Magna Publicaciones, 1999.

Nuri, M. B. Los Juegos de la Cultura (programa televisivo cultural de entrevistas). San Miguel de Tucumán, C.C.C. Productora.

Palermo, Z. “Conocimiento ‘otro’ y conocimiento del otro en América Latina”. J. Torres Roggero (Dir.). Silabario. Córdoba, Centro de Investigaciones “María Saleme Burnichon”, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, 2004.

Scarano, L. Vidas en verso: autoficciones poéticas (estudio y antología). Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2014.


  1. A su vez, Massara también aboga por la construcción de categorías propias, que conecten fronteras socioculturales y tiendan a la transdiciplinariedad. Un paradigma que “resignifique todos los conocimientos adquiridos y “pasee” por su propia realidad, […]” (Guzmán et al., 2011: 65). El latinoamericanismo, línea crítica acuñada en los sesenta, posee otras interpretaciones bajo pensamientos contemporáneos, debido a una superación de la concepción postcolonialista. La visión actual restituye la capacidad de pensar lo local desde teorías formuladas in situ, o sea, devuelve a los geoespacios la capacidad de autoreflexión, conecta fronteras, y amplia el juego de fuerzas que disputan y explosionan el capital intelectual, literario, cultural, etc. Una corriente de estudio marcada por Retamar, Dussel, Kusch, Aníbal Quijano, Walter Mignolo, –también continuada por la RELA (Red Interuniversitaria de Estudios de las Literaturas de la Argentina)– que ansía la reconstrucción de memorias locales, acabar con el silenciamiento de identidades marginadas por la hegemonía cultural.
  2. “Mis pagos siento que tienen mucha referencia en lo que yo siento y en lo que yo hago también” (Nuri, 2017: 00: 30: 09). Explicita: “Te diría que lo que está muy presente es esa comunión con el paisaje que he vivido en la infancia y que de alguna forma se terminó proyectando en lo que yo hago” (00: 30: 17).
  3. A lo largo de la tradición literaria argentina, el regionalismo como elección estética cultural arraigó fuertemente –sobre todo en el Centenario, y más tarde en las décadas de los años veinte y treinta– hasta constituirse en un modo de representación artificioso, anquilosado en formas costumbristas en desuso. En efecto, una corriente romántica clásica imprimió en los textos poéticos de entonces un aire esencialista, conservador y cultor de una aparente identidad nacional, sano reservorio de la argentinidad, que debía defenderse frente a las oleadas inmigratorias, a la llegada de la heterogeneidad sociocultural caótica de aquella época. La lectura/interpretación del espacio se relacionaba a la construcción de un cuadro pictórico característico de un crisol de razas homogéneo.
  4. Los aportes teóricos sobre paisajismo del estudioso francés permiten establecer una distancia crítica con el regionalismo como corriente estética cultural enclaustrada en un descriptivismo acérrimo y el realismo más referencial. La búsqueda de una “superación”, según Enrique Foffani y Adriana Mancini (2000: 261-291).
  5. Un estar siendo, en razón de Rodolfo Kusch (1976: 153), concepción por la que una determinada existencia transcurre, desde un suelo concreto, diferentes temporalidades. Los cruces entre espaciotemporales que desde la visión andina implica la nación pacha, vocablo semánticamente amplio, que integra una cierta religiosidad y estructuración de lo real.
  6. Desde una visión aymara, el vocablo wak’a, concepción amplia que de modo integrador refiere a toda forma o entidad viva (natural, artificial, animal, humana, vegetal, mineral, sagrada, etc.) que conforma la totalidad ontológica, puede extrapolarse a las literaturas andinas para una mayor comprensión de las lecturas sobre la espacialidad trabajada, ya que constituye una categoría adecuada a las realidades que se implican a las producciones escriturarias locales. Un modo regional de hablar de alteridad, doble, consustanciación armoniosa. En el caso de la imagen arbórea trabajada, wak’a, como potencial noción literaria, resulta funcional también por significar “la planta tierna para plantar”, “planta para transplantar”. Pensar desde el universo de significación a dónde se transplanta la mirada creadora (Bugallo et al. 2016: 90).


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