Guillermo Portela (Universidad Nacional de San Martín)
Aquí me pongo a andar
El gaucho Martín Fierro de José Hernández fue publicado en 1872. Esta primera parte culmina con Fierro, el personaje de este poema épico, y su ladero Cruz perseguidos por la justicia cruzando la frontera hacía las tierras del indio. Siete años después, en 1879, La vuelta de Martín Fierro vio la letra impresa. Este texto comienza con Fierro de retorno en tierras cristianas. El gaucho que supo tener “hijos, hacienda y mujer” (Hernández 1978: 27), pero se había desgraciado con la justica, ahora vuelve redimido y menos contestatario de la autoridad. En los versos siguientes contará las desgracias que vivió al otro lado de la frontera: “Besé esta tierra bendita, /Que ya no pisa el salvaje” (Hernández 1978: 138) canta con alivio. En su relato, no solo estará invisibilizada la voz del indio, sino que también se hará una construcción totalmente negativa de estos pueblos. La Vuelta, como es conocida la segunda parte del poema de Hernández, parece no ser otra cosa que la vuelta del purgatorio, de la otredad que no tiene redención, la vuelta de la nada misma.
Las aventuras… llega para llenar los vacíos que obvió el poema de Hernández. Su personaje, una china feminista e indigenista que supo ser la esposa abandonada por Fierro, no se sienta a esperar, “avanza por el desierto argentino y levanta polvareda” (Viola 2017) con mucho menos prejuicio que aquel gaucho perseguido, aparentemente sin siquiera acusar traumatismo alguno, sin el menos sentimiento por lo “sublime” penetra las fronteras del indio.
De este modo, la China Iron se erige, en el comienzo del relato, como el más depurado prototipo de protagonista de novela de iniciación. Virgen de cualquier conocimiento, en la triste opacidad, esta joven toma registro “de una pobreza que era […] más falta de ideas que de ninguna otra cosa” (Cabezón Cámara 2018: 11). De tal forma, desde el honesto desparpajo que ignora toda convención social, transgredir para ella parece más fácil. Si, por su lado, el personaje hernandiano tiene plena conciencia del dejar atrás, del huir, del traspasar límites, por el otro, esta china no es perseguida sino, más bien, perseguidora y, para ella, el concepto de frontera como aquella raya que separa a la humanidad en dos categorías, los de adentro y los de afuera, los nacionales y los extranjeros, nosotros y ellos, carece de toda relevancia. Así, desaprensiva y con la asequibilidad que brinda la monotonía de un desierto que desdibuja todos los bordes, la china no es capaz de advertir su horadar: “No sentía que dejaba nada atrás, apenas el polvo que levantaba la carreta” (2018: 18). Este pequeño gran acto de dejar el rancho atrás, de romper la quietud que se podría esperar de un personaje femenino, viuda o abandonada, es la primera gran barrera derruida y es, asimismo, el impulso que sacudirá todas las demás.
La presencia de mujeres, y especialmente las chinas, como personajes/protagonistas en la literatura nacional constituyeron una ausencia, salvo escasas y olvidadas excepciones entre las que podemos citar a La mujer de Martín Fierro de Severo Manso (1916) o Lucía Miranda de Rosa Guerra (1860). Esto no debería parecer raro si tenemos en cuenta que, como señala Diana Marre (2003: 275), la construcción de identidades nacionales tuvo su principal anclaje en la construcción de identidades de género, étnicas y territoriales, pues entonces, deberíamos poner especial énfasis en el rol trascendental que jugaron las élites criollas en su esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir imaginarios culturales de identidad.
Es precisamente bajo esta concepción sobre el discurso que la indagación sobre los procesos de construcción identitaria de la nacionalidad “puede articularse como lectura crítica de la/s identidad/es en su lucha por instaurar realidades en orden a las matrices e ideologemas que guiaron la configuración y reproducción de los proyectos hegemónicos de la nacionalidad construida y por construir” (Moyano 2008: 6). En contraposición del discurso dominante y mayoritariamente falocéntrico, la novela de Cabezón Cámara parte del relevante supuesto que trata de dar lugar a la necesaria reflexión sobre la dimensión performativa del lenguaje y su poder instaurativo de nuevas realidades, marco desde el cual reconocemos que, aunque muchas veces, “el lenguaje parece rendirse ante el poder de la materialidad de lo real, y lo que manda no es la flexible liviandad de las palabras, sino el frío estupor de las cosas”, otras muchas veces “el lenguaje se nos presenta como materia fundante y definitiva de lo real” (Moyano 2008: 6). No obstante, no es un rasgo lingüístico el que le proporciona poder performativo a un enunciado, ni tampoco un rasgo material del mismo, sino “una dimensión que le permite al enunciado no solo producir un efecto desde la acción que construye, sino también y sobre todo instaurar una realidad que, antes de su ejecución, era virtualmente inexistente” (Aguilar 2004: 4). Por esta particularidad del lenguaje, la performatividad llega a ser gestante del sujeto, su identidad y sus creencias y, si estos grupos son dominantes u ostentan el poder de legitimar, terminan, a su vez, por formar identidades nacionales.
Ahora bien, desde el comienzo de la novela la china brega por su identidad, su nombre: “Llamar, no me llamaba: nací huérfana, ¿es eso posible?” (Cabezón Cámara 2018: 12). Sin embargo, en esta lucha, el personaje de Cabezón Cámara juega la preservación de su propia identidad, tanto en el ámbito personal como el social. Este último es mucho más conflictivo, ya que supone la instauración de una legalidad que le es exógena. Es decir, requiere fundar un “yo” que sea, a su vez, legitimado y visibilizado por el “otro”. Esto origina reacciones sociales que se orientan muchas veces al rechazo. Como señala Aguilar (2004: 7), esto se debe a que la performatividad construye una legalidad que es contorno, ley y vía de inconmensurabilidad desde la imposición sobre el cuerpo del otro de un modo de ver y experimentar el mundo. No hay relaciones sociales sin disputa por la identidad. Es así que, la china, al verse viuda de Fierro, logra por fin reconocimiento, “hasta el capataz me dio su pésame en esos días, los últimos de mi vida como china” (Cabezón Cámara 2018: 14).
Una vez lanzada al desierto se resuelve el problema del nombre. La primera frontera nítida que el vacío ofrece dio la oportunidad del acto performativo de dejar atrás el pasado de “nomen nescio”. “Apenas nos cruzamos con un río con orilla, paró la gringa los bueyes” (2018: 21). Cuando Liz, la gringa, le preguntó el nombre, “La China” contestó. “La China” (ya no como sinónimo de hembra del gaucho sino con mayúsculas) nace de nuevo en el punto muerto que la había dejado olvidada el poema de Hernández: “la nada” (Viola: 2017). Finalmente, el nombre, “China Josephine Star Iron” fue el pretensioso resultado de esa tarde de bautismo y, será también, el campo fértil para que subyaga la representación de distintos sujetos sociales subalternos. “China” con mayúscula derriba el muro que vela ese sector (las chinas) de mujeres rioplatenses. A este respecto, Marre (2003: 125) asegura que una de las principales explicaciones sobre el silencio respecto de las mujeres de las pampas, debe buscarse en una larga tradición que considera a la pampa como habitada exclusivamente por hombres solos. Otro caso distinto ocurre con “Josephine”, este apelativo, empleado a lo largo de la novela en su diminutivo, “Jose”, personaliza lo masculino del personaje permeabilizando las fronteras del género: “yo misma puedo ser mujer y puedo ser varón” (2018: 181). Lo mismo sucede con el nombre del cachorro, un perro macho que bautiza “Estreya”, y del gaucho Rosario que llaman “Rosa”, ambos feminizados. En otro orden de ideas, “Star Iron”, el apellido en inglés, visibiliza su doble linaje y anticipa la armónica convivencia de las diversas voces lingüísticas que, sin el menor atisbo de diglosia, se observa en la novela. A partir de esta construcción, la China encontrará una identidad dentro de otra percibiéndose mujer, hombre, india, inglesa, gaucha, todo a la vez, como una verdadera “alma doble” (2008: 148) o múltiple, una verdadera/o “…querido muchacho inglés” (2018: 151), nada en la China Iron parecerá fácilmente etiquetable a categorías rígidas, “… todo era otra piel sobre piel” (2018: 25).
Asimismo, debemos mencionar que la construcción de identidades subalternas conlleva, desde el discurso dominante, la percepción de que el “Otro” no forma parte de nuestra comunidad, no es un “Nosotros”. Y “…no hay nosotros si no hay otros” (2018: 119) pone Cabezón Cámara en boca de un Hernández, devenido en personaje, para acentuar la pertenencia de este al proyecto de construcción de nación representativo de los grupos dominantes en el siglo XIX y gran parte del XX. Esta reescritura del Martín Fierro realiza un doble juego. Por un lado, coloca en un mismo plano autor y personaje, Hernández es un viejo coronel que le roba y tergiversa los versos a Fierro: “Pero Hernández es ladrón/Me empezó a afanar los versos/ Hizo libro’e mi canción” (2018: 161). Por el otro, parodia y pone en práctica un proyecto de educación del gaucho que José Hernández había plasmado en Instrucción del estanciero de 1881, un libro que en la introducción lo describe como de “trabajo, de la faena ruda, de la constancia y el duro aprendizaje” (Hernández 1884: II). Es el fiel reflejo de la nueva alianza socio/industrial que mentara la Generación del 80: “asimilar al gaucho al sistema productivo como peón u obrero, exterminar al indio” (Rotker 1999: 210). La China y su séquito siente el hastío del lugar, “era como respirar agua, se sentían los borbotones apretando la garganta. No entraba bien ese aire: no salía. Habrían de ser el Campo Malo” (2018: 139).
De esta manera, la graja fortín que dirige el coronel Hernández es presentada como la alegoría del campo civilizado, el recóndito borde, el último bastión antes del país de la barbarie y, como toda frontera, es el lugar de los límites: “y los límites auténticos nunca son neutrales sino antagónicos y presuponen exclusiones” (Rotker 1999: 212). A los recién llegados los hacia “cavarse su propia fosa, su frontera, su antes y después” (2018: 105), a partir de ahí, comenzaba su nueva vida. Un ritual de iniciación que dejaba claramente marcado en la tierra el paso de la barbarie a la civilización.
Es así, que las ficciones orientadoras de las naciones, entre las que podemos inscribir al Martín Fierro, “suelen ser necesarias para darles a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino nacional” (Shumway 1993: 13). A partir de las operaciones de la Generación del Centenario el poema de Hernández pasa a ser “utilizado” por la elite gobernante para su propio relato identitario, que también se encuadraba dentro del nacionalismo cultural.
“Y en el mismo lodo / Todos manoseaos”[1]
En Martín Fierro los hombres (Cruz y Fierro) reemplazan la vida familiar por la amistad incondicional con otro hombre “al que consideran el universo monolítico de sus afectos” (Melo 2011: 134). Esta relación, que se presenta como un peligro para la “sexualidad sana”, encontraría un espacio entre las clases subalternas como señala Peralta (2013: 35). Inconscientemente, José Hernández, así como Eduardo Gutiérrez en Juan Moreira, dio cuenta “que el dispositivo de sexualidad no está dirigido a los sectores populares y mucho menos, por supuesto, a aquellos sectores que no iban a ser incluidos en el proyecto nacional” (Melo 2011: 135).
Geirola, por su parte, afirma que la utopía de amor masculino “solo podía realizarse y sostenerse en el espacio de la barbarie, ya que en la civilización el amor entre hombres requería formas de machismo y reto” (1996: 327). En la tierra del indio “ni la ropa ni la forma de vivir está determinada por el sexo” (2018: 157). Allí, en el país de los indios que narra la novela de Cabezón Cámara, Fierro aparece con trenzas y travestido cantando su amor carnal a Cruz:
No te voy a explicar yo
La delicia de tenerlo
Entero adentro de mí:
Su poronga un paraíso
Que me lo hizo ver a Dios
Y agradecerle el favor.
Por haberme hecho nacer
Para sentir el placer
De ser amado endeveras
Y de endeveras clavado:
Ay, Jesús, qué maravilla.
¡Es zonzo el cristiano macho! (2018: 163).
Cruz es el “doble” de Martín Fierro, su sombra y su reverso. El enigma mismo reside en el nombre, dirá Ezequiel Martínez Estrada, porque es el ideograma anónimo del nombre. “Con ese signo firman los analfabetos. Además es, dentro de la simbología religiosa, la afrenta y el cadalso. Es también el revés de la Cara, en la moneda, y una de las suertes cuando se tira al azar” (1948: 76). Asimismo, Cruz es el que cruza la frontera con Fierro y de Fierro, se desglosa de él, por decirlo así, durante la pelea con la partida policial. Cruz cruza las fronteras de la ley para Fierro y la del indio con Fierro. Pero también, termina de explicitar, en la reescritura, el desbarajuste de las fronteras del género que algunos ven insinuado en el poema de Hernández.
La pertenencia de los sujetos a un sector étnico, social, de género rearticula la dinámica entre el “yo” y el “otro”. Es así que, en esta relación binaria, la noción de otredad requiere un complementario necesario que se configura con la noción de identidad. Por lo tanto, la idea de alteridad permite revisar la representación de estos sujetos. Siendo, de esta manera, “alteridad e identidad dos caras de una moneda determinadas por las operaciones de construcción social y personal que las definen” (Feuillet/Marengo 2017: 6). Sin embargo, la alteridad no siempre se relaciona con algo negativo. Aun así, la construcción de un “otro” favorece siempre la gestación de fronteras, líneas divisorias y diferenciaciones socio/culturales. Las aventuras… también suprime las fronteras entre un “ellos” y un “nosotros”, entre un “yo” y un “otro/a”:
… se fueron derritiendo los unos en los otros, como velas que arden juntas, hasta que se hizo difícil distinguir quién hacía qué con quién, eran una masa agitándose, enchastrada en su propio caldo de guascazos y charcos de china y muy pronto vómitos abundantes, terminaron desmayados más o menos para cuando salió el sol como flotando en una laguna con la compañía de los pedazos de vaca y las naranjas que se habían comido antes. (2018: 127)
Esta cita muestra como el mundo del indio, que fue el purgatorio habitado por salvajes para el héroe hernandiano, es la utopía de igualdad para la China y su grupo. A sus ojos, personas y cosas se funden en un todo, en una equidad idealizadora que, por supuesto, omite la idea de cualquier tipo de frontera.
Todo esto envuelve una estrategia que va más allá de la esperada identificación cultural con el Martín Fierro. Aquí, la protagonista de la novela pasa “de china a lady y de lady a young gentleman” (2018: 99) para demostrar que identidades de raza, de género y de clase, así como las diferencias lingüísticas, pueden ser desmontadas y reconstruidas en un discurso antiguo.
Conclusión: de reescrituras y fronteras
Si bien el concepto reescritura es una práctica que encierra, debido a su multiplicidad, una gran complejidad de definición, la novela de Cabezón Cámara leída como una repetición implica, más que un acto de memoria con respecto al Martín Fierro, una manera de criticar el origen del mismo y de las culturas representadas en este texto. Este procedimiento de reescritura tiene que ver, como aclara Garramuño (1997: 15), con un retorno al pasado no como un mero acto de cita estética, sino como un retorno a un momento de la tradición nacional que funciona como espacio de legitimación cultural.
Presenciamos, entonces, la construcción de un universo narrativo en el que se desarman aquellas fronteras socioculturales tan rígidamente edificadas por la literatura argentina decimonónica. De esta manera, Las aventuras… resignifica el poema de Hernández. Pero las fronteras que se derriban no son solo las geográficas. La novela de Cabezón Cámara también tira abajo las fronteras del machismo y la sexualidad; la voz de la mujer y el indio cobran el mismo peso que la del hombre blanco; las diferencias idiomáticas se desproblematizan y en la misma comunidad lingüística, en los mismos labios, en una misma oración se alojan impertérritos los términos en inglés, quechua o castellano; así también, autor y personaje, Hernández y Fierro, cambian roles y este último termina por portar el peso autoral de la obra del primero. De esta forma, podemos suscribir esta reescritura a lo que Josefina Ludmer (2006: 29) llama “nuevas escrituras” y que se caracterizan, entre otras particularidades, por borrar fronteras, borrar las divisiones entre géneros literarios, entre literatura urbana y rural, fantástica y realista, nacional y cosmopolita, “literatura pura” y “literatura social”, y hasta borrar la separación entre realidad y ficción.
Por todo lo dicho anteriormente, el desapego de cualquier etiqueta beneficia la construcción de un territorio idílico. Entonces, podemos afirmar, que la frontera, que blindara el mundo distópico del indio del de los cristianos en el texto de Hernández, es la puerta a la utopía en la reescritura de Cabezón Cámara que culmina por encontrar en el pasado una mirada que indaga ya no en un arquetipo sino, más bien, en un antagonista que permite reformular el presente.
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- Cambalache de Enrique Santos Discépolo.↵