Mariela Sánchez (Universidad Nacional de La Plata)
La presente propuesta se inscribe en el Proyecto de Investigación “Memoria de migración, experiencia bélica y exilio. España y Argentina: representaciones literarias de y sobre mujeres en contextos de guerra, dictadura y destierro durante el siglo XX”, de la Universidad Nacional de La Plata. Este proyecto, bajo mi dirección, también se entronca con un proyecto anterior y otro vigente, de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, ambos sobre diálogos transatlánticos y dirigidos por Raquel Macciuci.
La inmersión en la Argentina por parte de la diáspora española, fundamentalmente aquella que tuvo que ver con los periodos de inmigración masiva y con el exilio motivado por la Guerra Civil española y la posterior dictadura franquista dejó su sello en múltiples aspectos de la sociedad argentina en relación con determinadas imágenes que en ocasiones han sido registradas por la literatura. Lo que me propongo aquí es presentar algunos aspectos pasibles de ser rastreados en una serie de textos escritos y publicados en Argentina que podemos considerar entre las escrituras del yo y que despliegan una representación de experiencias, estigmatizaciones, comunicaciones y silencios de mujeres que plasmaron en una modalidad de literaturización la problemática migratoria en lo atingente a lo que se arrastra del origen y lo que se interpone en el destino –no elegido, por cierto– de las protagonistas en cuestión.
A partir de la subyacencia de un cruce teórico amparado por las escrituras del yo, la memoria de la migración y el estudio de situaciones que han interpelado especialmente a mujeres y niñas en esa experiencia de diáspora, en un proceso de inmersión en una cultura y un espacio otros, me detengo en textos que van de la autobiografía novelada a la ficción autobiográfica y que, en letras de la Argentina y sobre la Argentina, encaran cuestiones muchas veces soslayadas por otro tipo de discursos, que han encontrado en la literatura un canal propicio.
He tenido en cuenta en esta ocasión un corpus constituido por los siguientes textos: Estuvimos cantando de María García Campelo, Últimas miradas antes de partir de Milagros Díaz Martínez y Solo queda saltar de María Rosa Lojo y, más sucintamente, Cuando el tiempo era otro. Una historia de infancia en la pampa gringa, de Gladys Onega.
Como en un correlato de la historia oral –también dejada de lado por largo tiempo por el campo de la historia–, este tipo de textos habilita zonas no exploradas en otras textualidades, susceptibles de ser interpeladas desde el área de los estudios literarios a la luz de herramientas teóricas especialmente desarrolladas y también problematizadas durante la última década.
Pese a la proliferación teórica en torno a las llamadas “escrituras del yo”, hay un terreno mirado con particular desconfianza. Se trata de esos libros autorreferenciales (novelas autobiográficas, novelas familiares, memorias, autobiografías ficcionalizadas, diarios) en los que se vuelcan experiencias propias del entorno familiar que expresan los avatares más señalados de un proceso migratorio. En ocasiones publicados en ediciones pagadas por el propio autor y en pequeñas tiradas, a veces editados con mucho cuidado, otras, portadores de ciertos descuidos formales que se podrían haber saldado con un poco de apuntalamiento profesional, ¿están destinados a un público lector reducido, probablemente limitado a un grupo de pertenencia o empático con el tema?, ¿están condenados a pedir permiso para darse el gusto de ofrecerse, tímidos, y así tener un rincón en una biblioteca especializada o en una eventual presentación que tenga cierto parecido con una celebración íntima? Seguramente es más que lícito y reparador el ejercicio catártico de esas formas de circulación de experiencias que, de otro modo, tal vez, se irían desgranando solo en sobremesas cada vez más infrecuentes y breves hasta perderse. Pero en alguna de esas presentaciones, y sobre todo después de lecturas en las que advertí características que no notaba en otros textos, comencé a preguntarme si esos abordajes literarios no requerían otra atención y un estudio sistemático, aun en el caso de que se tratara de una narrativa de autoras de una única obra. Comparten el hecho de presentar una matriz familiar como perímetro de los alcances del sujeto y a su vez permiten tender líneas hacia lo colectivo aunque, salvo alguna excepción, no dejan de quedar en un corpus ignoto, fronterizo, soslayado.
Es un área de la literatura capaz de alimentar también, como fuente secundaria, al discurso histórico; pero que, acaso por no pertenecer a las fuentes secundarias tradicionales, suele quedar relegada. Si bien es una escritura de creación no siempre ligada a una práctica profesional, sí está, en varios casos, a cargo de autoras vinculadas en Argentina a las letras más que por mera afición o a campos profesionales de algún modo satelitales y que trabajan en torno a la palabra: la docencia, la psicología, la traducción. Por ejemplo: María García Campelo, autora de Estuvimos cantando, profesora de Historia; Beatriz López, autora de El libro del Avó, profesora de Letras y traductora; Milagros Díaz Martínez, autora de Últimas miradas antes de partir, psicóloga; Gladys Onega, autora de Cuando el tiempo era otro, profesora de Letras e investigadora; María Rosa Lojo sí posee un mayor grado de profesionalización en materia de escritura de creación, además de ser docente universitaria e investigadora.
Como ya dejé entrever, el de este tipo de libros lo considero un terreno adyacente al de la historia oral, aunque con otras posibilidades de detenimiento y sin la existencia de un sujeto que interrogue acerca de los episodios del pasado rememorados, investigados o recreados. Es un registro literario de experiencias límite y esenciales en el derrotero de una persona, en el que la representación de los procesos de lectura y (re)escritura, la interpretación de lo heredado y la gestación de un relato alternativo ocupan un papel significativo.
Estuvimos cantando (2010), de María García Campelo, tiene como objeto la recapitulación de la experiencia migratoria de la autora de Galicia a Argentina y adopta el procedimiento de constituir la voz narradora desde una mirada-niña, desprovista, en apariencia, de los mecanismos de abstracción y mecanismos lógicos que implicarían una comprensión adulta de lo que se va descubriendo. Esta recreación, muy lograda, permite calibrados efectos humorísticos; pero asimismo sobrevuela casi todo el tiempo y por momentos se zambulle en cuestiones que atañen a la vulnerabilidad de los niños y especialmente de las niñas gallegas en el largo viaje y en la trabajosa inserción en Argentina. En tiempos en los que no estaban extendidas las consideraciones sobre bullying escolar y otros dominios de maltrato y discriminación, la versión literaria y niña de la autora enfrenta una lucha diaria con la hostilidad de sus pares, incluso de sus familiares nacidos en Argentina, para cuya representación lo más efectivo resulta la recreación del discurso directo. Pasando de un silencio a otro, la niña ya venía adoctrinada en un “mutismo responsable”, para no exponer a su familia a la represión franquista y, ante el alejamiento de la dictadura española hacia Argentina, para viajar sin peligros:
Mi familia insiste con tú ves, oyes y callas. (…) Según ellos, (…) como no queremos que nos pregunten, no debemos preguntar, pues, si lo hacemos, dejamos una puerta abierta para que los demás hagan lo mismo. Por eso, no sé de qué trabaja el padre de Maruja, mi amiga, ni si vuelve muy tarde por la noche o si no viene todas las noches, o si no tiene padre. (Estuvimos cantando, 100).
El entusiasmo que intuye tras el cruce oceánico, la caída del silencio impuesto, dura poco, porque de este lado del Atlántico empiezan a funcionar otros mecanismos de censura:
Los días siguientes son de: aquí eso no se usa, aquí eso no se dice, aquí eso no se hace, eso es de gallegos atrasados. Irma no quiere ni que me acerque a ella. No me deja comer la fruta que se ha caído de los árboles de la quinta de mi tío, su abuelo. Tampoco quiere que salga a la tardecita, a jugar con ella y sus amigos; dice que no hablo bien, que digo coge en vez de agarra y los niños se ríen. (Estuvimos cantando, 117)
Otras amenazas, casi exclusivamente reservadas en este tipo de memorias al universo de las mujeres, pasan por la exposición al abuso de los hombres. En el libro de Campelo hay una práctica lindante entre el voyeurismo y el pedido de caridad. Una vez más, el hambre manda:
Los hombres de la cocina ven cómo bailo y me llaman para que les baile cerca de la puerta. Les digo que sí, si me dan una fruta. Y me la dan. Una naranja. La llevo a la enfermería para que se la den a mamá, para mi sobrino. Papá se entera de que conseguí una naranja. Me pregunta y le cuento. Todos los días, después de almorzar, voy a la puerta de la cocina a bailar. Les pido una banana porque es la fruta que más le gusta a mi sobrino. Veo a papá, está mirándome, a unos metros. Ya me avisó que no entre en la cocina y pienso hacerle caso. (Estuvimos cantando, 109)
La transacción a demanda (los hombres piden que baile una determinada pieza musical) incluso sirve para identificar la diferencia de clases en el barco. El título de un capítulo señala a los pasajeros de primera clase como “Los que no bailan por frutas”.
Últimas miradas antes de partir (2015), de Milagros Díaz Martínez, también retransita la propia migración desde Galicia a Buenos Aires. Recorre el sentimiento de extrañeza y de deriva que le tocó vivir a la autora siendo una niña; pero escoge otra presentación particular que desestabiliza la clásica y predecible exposición organizada cronológicamente. Entrelaza un ordenamiento progresivo del tiempo que vincula la experiencia de la migración transatlántica con la detención y el encarcelamiento que sufrió la narradora protagonista en la etapa previa a la última dictadura argentina. Dos episodios traumáticos de diferente naturaleza se van trenzando con un hilo conductor que es la presencia de los abuelos. Por un lado, en los capítulos correspondientes a la inminencia del desplazamiento migratorio y las últimas vivencias en la aldea, los abuelos conforman un ámbito de amparo y reconocimiento. Por otro lado, los capítulos de la juventud en Argentina y el encierro con el que se sanciona la lucha política coinciden con una visita de los abuelos, que viajan desde Galicia a Buenos Aires. El desencuentro y la imposibilidad de convivencia entre distintas generaciones son el factor de intersección y de desajuste. La estructura narrativa pone en paralelo esas dos formas de distancia obligada: la migración en pos de un futuro económico que garantice un mayor bienestar al núcleo familiar, debido a condiciones insatisfactorias y falta de oportunidades en el lugar de nacimiento; la coartación de las libertades que conducen a una reclusión. Como si la operación literaria de esa yuxtaposición de capítulos contribuyera, en parte, a paliar la brecha insalvable de la historia en sendos momentos traumáticos.
El momento culminante de la narración está dado por el nacimiento, en Argentina y en los inicios de la última dictadura, de una niña muerta, como corolario simbólico y real del sufrimiento de reclusión y la falta de libertades.
De distinto calibre, por supuesto, que la falta de libertad provocada por un contexto político hostil que reprime la expresión de disidencia en Argentina de la autora-narradora-protagonista, en los capítulos dedicados a la niñez en Galicia están ya presentes la persecución de libertades y un impulso de búsqueda de un ejercicio de justicia. La materialidad de la escritura a través de las cartas al padre muestra estadios diversos de esa incomodidad con el mandato. El castigo de la madre ante la dificultosa escritura de las cartas dirigidas a Argentina a un padre que emigró antes y la niña apenas conoce, no solo da cuenta de una falta de comprensión respecto del gradual aprendizaje –que además se da en la complejidad de un bilingüismo intuitivo–, también expone el depósito de temores propios de la persona adulta en la letra de la niña: “ante cada palabra torcida o borroneada, me daba un tirón de orejas y rompía el papel.” La letra del padre, en cambio, que ya emigró y escribe desde Argentina, donde recibirá tiempo después a su mujer y a su hija, es una “letra inclinada y abierta”, de la que se deduce cierta técnica y claridad, pero también una serenidad ausente en la niña. La letra de la madre, caracterizada como una “hilera de hormigas desparramadas en cada renglón, letras cortas y separadas unas de otras”, denota inseguridad y, pese al empeño, desprolijidad.
En Solo queda saltar (2018), de María Rosa Lojo, tenemos un caso diferente de escritura del yo, ya que el procedimiento está ficcionalizado. Lojo, a diferencia de Díaz Martínez y Campelo, no es ella misma inmigrante. Sería una escritura oblicua que imposta, mediante sendos “cuadernos” que constituyen la estructura del libro, las respectivas miradas de dos hermanas gallegas cuya radicación en Argentina se debió a una temprana orfandad, en medio del hambre y la persecución durante la posguerra española. La primera parte: “Cuaderno de Celia (1948)”, es la que más atañe a la lectura que aquí seguimos; la segunda parte: “Cuaderno de Isolina (2018)” se desarrolla del lado de allá del Atlántico, en un regreso a Fisterra. La escritura “del lado de acá” corresponde al cuaderno de 1948, en el que la letra redonda se refiere a las experiencias propiamente locales, las del sitio de acogida, mientras que otra tipografía, la letra itálica, da cuenta de lo reprimido en la vigilia de aculturación, aquello que se trae de lejos pero sigue condicionando la inmersión de la joven Celia en Argentina. La letra itálica se emplea para narrar la pesadilla recurrente que encubre una escena de persecución y violación. Fuera del sueño, la protagonista había podido escapar de los hombres del bando franquista que aprovecharon el entorno de la Guerra Civil para intentar violar a Celia y a su prima. La prima, compañera en esa persecución, resultó finalmente atrapada, y Celia va forjando su inserción (familiar, laboral, educativa, amorosa) de este lado del Atlántico con el fantasma de ese pasado traumático. La pampa argentina (hay una definición del nuestro como “país sin bordes” (Solo queda saltar, 21), con sus dificultades pero también con un contexto en aquel momento favorecedor, contrasta con el bosque gallego que, lejos de ser recordado con una carga poética y ligado a la fantasía de típicas leyendas, se asocia en la memoria emotiva a huida, oscuridad y peligro.
En el libro de Gladys Onega, Cuando el tiempo era otro. Una historia de infancia en la pampa gringa (1999), prevalece la mirada de una autora nacida en Argentina, donde su padre gallego se había afincado, por lo cual sería un poco disruptivo en términos estrictos respecto del corpus; sin embargo es pertinente traerlo a cuento porque ya en este trabajo –anterior a que salieran más a la luz algunos de estos aspectos, en tiempos del llamado “giro subjetivo”– se observan convergencias en las que tienen peso el punto de vista de las niñas, los mandatos subyacentes al hecho de estar en una tierra no sentida del todo como propia, los silencios, las secuelas de la Guerra Civil española en la memoria local, la discriminación en torno a prácticas y expresiones que revelan una marca de origen por lo general vivida de manera vergonzante.
El giro subjetivo, la vuelta del protagonismo del yo de una manera evidente y casi ubicua, es un concepto teórico acerca del que se viene hablando (y discutiendo) desde hace ya más de una década (sobre todo a partir de Tiempo pasado de Beatriz Sarlo). Sin embargo, teniendo en cuenta la intensidad que ha alcanzado su manifestación en variados medios y soportes, con clara visibilidad en la preeminencia de las redes sociales virtuales, estamos en condiciones de observar, en estos tiempos “tan selfies”, que hay materias que siempre fueron más proclives a ser vehiculizadas a través de un encuadre autorreferencial. La experiencia migratoria es una de ellas. Un riesgo radica en que la escritura sea solo una suerte de ajuste de cuentas con el propio pasado, una reparación respecto de una laguna o de un silencio en la propia biografía. Y no es que esto sea negativo en sí mismo; pero puede ocurrir que la mera concentración en un caso –propio, cercano, familiar– suponga la excesiva exigencia de saldar ese bache con la exposición de unos contenidos y, en detrimento de una forma de presentarlos que permita que la historia que se cuenta interpele otras individualidades. Puede pasar que una historia se agote en sí misma, tenga una circulación que se disuelva pronto, de mano en mano, y lleve –involuntariamente, claro está– a reforzar el prejuicio de que cada voz narradora que actualiza la historia de una migración sea solo una pieza más de una serie sempiterna, y por ende de escaso o fugaz interés literario e incluso extra literario (histórico, sociológico, filosófico).
Las ya clásicas teorizaciones sobre la escritura de carácter autobiográfico, desde Lejeune hasta sus relecturas críticas (Loureiro, Gusdorf, Olney, Villanueva, entre otros) operan como un buen disparador para considerar la construcción de la primera persona de singular en una práctica como la de las memorias de experiencias migratorias, que se ha vuelto a retransitar con un nuevo impulso en el contexto de la literatura de la memoria.
Como señala Ángel Loureiro en “La autobiografía y sus problemas teóricos”, la narración autodiegética que conforma lo autobiográfico se construye sobre una de las modalidades de la anacronía, la analepsis o retrospección. Ahora bien, este parámetro exige una mirada específica cuando se imbrican aspectos que poseen sus particularidades y aparecen, a su vez, insertos en un evidente resurgimiento pseudo introspectivo de experiencias individuales, cada vez menos privadas, cada vez menos nítido el límite de lo privado y lo público, en tiempos en los que diversos medios y soportes exhiben variados mecanismos de manifestación del yo, y en los que una zona del “anecdotario” deja paso a una modalidad de escritura que abre el juego a nuevos itinerarios de lectura, como los enfocados en cuestiones de identidades migrantes y género, cruces pertinentes, como se ha procurado delinear, a partir de estos textos.
Por último, conviene subrayar que el ejercicio de esta modalidad de memoria, tendiente a la reivindicación de determinadas individualidades, no excluye que esa práctica en principio autorreferencial funcione como base común para otras memorias con las que puede haber puntos en común, como así también singularidades latentes.
Bibliografía
Barela, L.; M. Miguez y L. García Conde. “La subjetividad, la memoria, la memoria colectiva”. Algunos apuntes sobre historia oral y cómo abordarla. Buenos Aires, Patrimonio e Instituto Histórico, 2009, pp. 12-22.
Díaz Martínez, M. Últimas miradas antes de partir. Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2015.
García Campelo, M. Estuvimos cantando. 2010. Buenos Aires, Zona Borde, 2016.
Gusdorf, G. “Condiciones y límites de la autobiografía”. Anthropos, Madrid, n° 29, 1991, pp. 9-18.
Lejeune, P. Le pacte autobiographique. Paris, Seuil, 1975.
Lojo, M. R. Solo queda saltar. Buenos Aires, Santillana, 2018.
López, B. El libro del avó. Buenos Aires, Ediciones Rueda, 2013.
Loureiro, A. “La autobiografía y sus problemas teóricos”. Anthropos, Madrid, n° 29, 1991, pp. 2-9.
Olney, J. “Algunas versiones de la memoria/Algunas versiones del bíos: la ontología de la autobiografía”. Anthropos, Madrid, n° 29, 1991, pp. 118-128.
Onega, G. Cuando el tiempo era otro. Una historia de infancia en la pampa gringa. Buenos Aires, Mondadori, 1999.
Sarlo, B. Tiempo pasado: cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.
Villanueva, D. “Para una pragmática de la autobiografía”. El polen de ideas. Barcelona, Promociones y Publicaciones Universitarias, 1991, pp. 95-114.