Leandro Ezequiel Simari
(Universidad de Buenos Aires, CONICET)
Entre 1879 y los primeros años de la década siguiente, la escena cultural porteña asiste a un intenso debate librado por partidarios y detractores del naturalismo literario, en buena medida derivado del impacto que alcanzan, en este contexto, las novelas de su representante más célebre, Émile Zola. Similar y casi contemporánea a la polémica que había tenido lugar en Francia, esta inflexión inicial del naturalismo en Buenos Aires tendrá, sin embargo, como apunta Alejandra Laera, un rasgo distintivo: se jugará en una toma de posición estética, a través de la prensa periódica antes que exista una producción efectiva de novelas que reclamen o merezcan el mote de naturalistas (2004: 156).
Enfrentados a esa carencia, los primeros impulsores de la nueva corriente en el Río de la Plata combinan la defensa de Zola y la promoción de sus ideas con el ejercicio de prefigurarle una estirpe local de discípulos, ideando, a la vez, los lineamientos que habría de seguir la novela futura. En un artículo en cuatro entregas, publicado por La Nación durante 1880, el médico y periodista Luis Tamini asumirá, además, un desafío complementario: encontrar, sin un nombre y una obra que esgrimir como emblema consumado de su profesión de fe literaria, la figura de un precursor célebre en el medio argentino. En sus propios términos: “puesto que el naturalismo lo ostenta a Balzac en Francia, por seguir el ejemplo, también buscaremos nosotros a un precursor en nuestra historia literaria” (Tamini 2011: 32).
La clave para que el naturalismo argentino encuentre su Balzac autóctono radica, desde luego, en dar con un germen de realismo dentro de la todavía magra literatura nacional. En esa búsqueda, el nombre privilegiado será el de Esteban Echeverría: el mismo autor que “nos llevó a la revolución romántica” (2011: 32), deviene ahora en antepasado de esa suerte de naturalismo todavía conjetural. El punto de apoyo de la argumentación habrá de recaer, entonces, sobre su legado menos reivindicado hasta el momento: “Apología del matambre” y, sobre todo, “El matadero”.
Habitualmente analizada como una curiosidad subsidiaría de la polémica mayor que la abarca, la lectura que Tamini hace de Echeverría no deja de reclamar un lugar en la serie de avatares que “El matadero” experimentó dentro de la cultura argentina desde su publicación diferida y póstuma en 1871. Se trata, en definitiva, de una primera y temprana aproximación al texto en clave literaria, contradiciendo el protocolo de lectura adosado, desde su aparición en la Revista del Río de la Plata, por la ya célebre Advertencia de Juan María Gutiérrez. En ella, como es sabido, Gutiérrez lee, por primera y última vez, a “El matadero” en y desde su manuscrito original: con base en la caligrafía precipitada y casi ilegible, no sólo le sobreimprime el estatuto de borrador, de apunte irreflexivo destinado a ser refundido luego en obras mayores, sino que también proyecta una improbable escena de escritura en la que Echeverría, como su personaje unitario, se arriesga hasta los lindes del Matadero del Sud para testimoniar, de primera mano y con mano temblorosa, la barbarie rosista en su máxima expresión.
Boceto apresurado y documento histórico: ambas etiquetas acompañarían a “El matadero”, con mayor o menor pregnancia, hasta mediados del siglo XX. Será entonces cuando un doble movimiento terminará de instalarlo, de manera definitiva, dentro del terreno de la literatura, en un estrado privilegiado del canon nacional. Por un lado, son esos los años en que nuevas aproximaciones críticas reivindican su paradójico carácter de texto fundacional desplazado: aun publicado a destiempo, “El matadero” es reposicionado como primer cuento nacional, primer atisbo de ficción en prosa, primera y crucial intersección entre la ficción narrativa y la violencia política. Por otro lado, como señala Gabriel Giorgi, una constelación heterogénea de versiones y reescrituras, dentro de la cual convergen nombres tan disímiles como los de Borges y Bioy Casares, Lamborghini, Walsh o Pino Solanas, replica y reformula la apuesta mayor de Echeverría en su figuración de la violencia simbólica, política y sexual: la exploración de los límites y distorsiones que separan o confunden vidas y muertes humanas y animales frente al régimen del poder soberano (Giorgi 2014: 132).
Mucho antes de esa transformación crucial y decisiva en los modos de ubicar a “El matadero” dentro de la cultura nacional, y a menos de una década de su publicación, Tamini ya entabla una abierta confrontación con los principales preceptos de la Advertencia. A través de ella, rechaza el doble estatuto textual dispensado por Gutiérrez, pero también invierte el lugar asignado al texto dentro del corpus echeverriano: de boceto preparatorio para obras mayores a cumbre creativa en la que Echeverría encuentra su “numen” y se revela como “maestro” (Tamini 2011: 33). Sin embargo, y paradójicamente, esa primera operación crítica replica el gesto de aquella que pretende rebatir: también apuntala una valoración convenientemente sesgada del texto a través de la invención de una cierta figura de autor. En este caso, Tamini ficcionaliza a Echeverría como “un hombre que no tiene conciencia de su genio”, un creador incomprendido hasta por él mismo que “o bien se recogía porque estaba solo y tenía miedo, o creía que no cabía entonces un maestro en el Plata” (2011: 33). Así, explica que el propio Echeverría haya decidido ocultar su obra máxima, para darse a leer, en cambio, a través de poemas románticos y ensayos dogmáticos. Casi se diría, por lo tanto, que el Echeverría naturalista de Tamini encarna, quizás más que ninguna otra figuración o autofiguración de autor, el papel romántico del genio creador, arrebatado por una inspiración que excede incluso su propio entendimiento.
Subsidiaría de la primera, una segunda operación crítica transmutará el “desnudo realismo” (Gutiérrez 2006: 98), índice, según Gutiérrez, del carácter testimonial del texto, en la principal de sus herencias estéticas. Siguiendo esa lógica, la representación del “pueblo bajo” (Tamini 2011: 26) de la Federación, en términos que la sensibilidad de Gutiérrez sólo había podido reivindicar como registro histórico de las costumbres de una época, se reconvierte, bajo los parámetros de Tamini, en tema propio de la literatura y en ejemplo para futuros novelistas. Así y todo, como trasfondo de tal reivindicación, el realismo literario no pierde su condición instrumental. Es cierto que ahora deja de ser un elemento que respalde la lectura de “El matadero” como documento histórico, pero lo hace sólo para convertirse en pieza propiciatoria de la alianza entre literatura y ciencia, fundamento el programa zoliano. El realismo, entonces, ingresaría en la literatura para conducirla hacia la forma del estudio social.
Zola como el modelo directo y foráneo, y Echeverría como el precursor inesperado y cercano: Tamini convoca a los cultores locales del naturalismo al amparo de esa doble tradición. Sin embargo, cuando, hacia 1882, la escuela naturalista comience a cosechar, de manera efectiva, sus primeros adeptos entre los novelistas argentinos, la afiliación perseguida será exclusivamente la del referente europeo. La otra veta en la genealogía imaginada, en cambio, se perderá en la especulación crítica.
Así y todo, más que en la fallida construcción de un precursor a la manera de Balzac, donde Tamini no encuentra correspondencias parece ser, especialmente, en las ambiciones ideológicas, didácticas y científicas que pronostica para la ficción naturalista. Su convicción le aventuraba una vocación por representar al pueblo bajo, en su “naturaleza, hábitos, usos, costumbres, carácter y lenguaje” (2011:33), siguiendo el ejemplo estético de Echeverría, aunque aderezado con un voluntarismo pedagógico y reformista del que “El matadero” carece. Las novelas del ciclo naturalista, en cambio, habrían de, o bien priorizar temas y escenarios vinculados con el ámbito social burgués, o bien estructurarse como rígidos y esquemáticos relatos para sentar posición sobre dilemas urgentes de la agenda nacional: la modernización acelerada y los saberes y relatos que la atraviesan; la ciudad creciente y sus dilemas higiénicos, políticos y sociales; la inmigración y los perjuicios o beneficios que podía reportar a la conformación de una identidad argentina.
Dada esa orientación, la novela naturalista prescinde del gesto reivindicador de Echeverría que Tamini auguraba: la primera lectura de “El matadero” en clave literaria no resultó acompañada, a diferencia de la posterior y más contundente del siglo XX, de una apropiación y reinvención contemporáneas del texto en el terreno de la escritura de ficción. Así, el naturalismo provee de un antecedente decimonónico para las lecturas críticas de “El matadero” que llegarían promediando el siglo XX, pero no para lo que Giorgi denomina como los “mataderos de la cultura” (2014: 132). Más aún, si el rasgo sobresaliente en las textualidades heterogéneas que recogen la herencia de “El matadero” radica en sus modos de explorar y resignificar las distinciones e indistinciones entre lo humano y lo animal, ese mismo elemento es el que permite percibir cómo las ficciones del naturalismo se alejan del texto de Echeverría precisamente en el punto en el que más parece aproximarse. El límite irregular, difuso y permeable que une y separa humanidad de animalidad constituirá uno de sus ejes cruciales, pero no ya como un terreno donde se exhiben las violencias del poder soberano, sino, de un modo más asimilable a la narrativa de Zola, como una frontera médico-biológica sobre la que operan otro tipo de violencias, más sutiles y diversificadas. Ese desplazamiento, que conduce a la literatura del terreno de la política facciosa a un ámbito de implicaciones biopolíticas, también hace que la concepción de la frontera entre humanidad y animalidad se internalice en el propio cuerpo del hombre, convirtiéndose menos en una dicotomía tajante que en una cuestión de escalas. Al calor de la teoría de la degeneración y la antropología criminal, en un clima cultural marcado por el biologicismo que contagian las apropiaciones locales del positivismo y las teorías transformistas de Darwin, esa amenaza de indistinción entre lo humano y lo animal no es ya un peligro circundante a la vida humana, capaz de alterarla desde el exterior: es un peligro constitutivo de ella, interior al hombre, inscripto en la composición biológica del individuo y en el trayecto evolutivo de la especie.
En un triple sentido, Irresponsable, del médico higienista Manuel T. Podestá, puede ser considerada, dentro del naturalismo argentino, la novela emblemática de esa articulación triple entre medicina, biopolítica y animalidad. En primer lugar, su protagonista, el llamado “hombre de los imanes” repite los lugares comunes de la galería de personajes naturalistas en los que, a tono con el imaginario de época, la animalidad asoma como índice de degradación física y moral. En segundo lugar, a diferencia de lo que ocurre en otros relatos y con otras figuras de factura similar, cuando la novela promedia, la narración misma se demora en un diálogo esquemático entre el protagonista y un antiguo compañero de estudios, a través del cual se permite explicitar sus presupuestos teóricos. El primero de ellos asume, a mitad de camino entre la anagnórisis y la confesión, su irrefrenable decadencia: “de la vida no me queda más que la animalidad” (Podestá 2000: 99). Su interlocutor, acto seguido, rematará la escena con un prolijo diagnóstico que introduce disparadores en la conducta del protagonista hasta ahora inexplorados por el relato:
Has envenenado tu organismo con el alcohol, para que tu cerebro y tus nervioso fuesen siempre rebeldes (…) por una copa de licor, entregabas un jirón de tu organismo moral, que has ido destrozando y enajenando poco a poco, para quedar reducido, como tú decías hace un momento, a la animalidad. (2000: 101)
Finalmente, en tercer lugar, la novela no sólo modela a sus personajes y estructura su trama narrativa en diálogo abierto con el saber médico-científico: también ofrece una puesta en ficción de sus prácticas y mecanismos institucionales. En el derrotero del “hombre de los imanes”, el pasaje de una juventud que preanuncia en su exterioridad las tendencias degeneradas de su organismo a una adultez que confirma en su conducta el colapso mental también puede ser leído como un deambular incesante por un entramado de instituciones públicas.
En los primeros tres capítulos, el protagonista es caracterizado como poco más que un mediocre estudiante de Medicina: fracasa en un examen preparatorio de la Facultad, asiste a una clase de anatomía porque está enamorado de la prostituta que será diseccionada y es cobijado por sus compañeros en una habitación del Hospital de Hombres, donde los estudiantes hacen sus prácticas. Hasta entonces, cada capítulo se insinúa como un cuadro descriptivo, enfocado desde la perspectiva de un narrador que, en tono evocador, enuncia desde la primera persona del plural. Al respecto, sin embargo, un episodio del cuarto capítulo hará las veces de punto de inflexión. Se trata del encuentro, entre una pila de libros de su biblioteca, con dos novelas de Zola: L’Asommoir y Nana (2000: 67). Además de un mecanismo para que Podestá explicite su profesión de fe estética, la escena revela en el “hombre de los imanes”, a través del indirecto libre, una identificación automática entre su estado y el de los personajes que pueblan ambos textos cruciales del naturalismo francés. Desde este momento, la novela, como su protagonista, también parece encontrarse con el naturalismo: el “hombre de los imanes” y su caso se convertirán en ejes excluyentes de la trama y la voz narrativa se reconfigurará, en consecuencia, para aproximarse al objetivismo reclamado por el programa zoliano.
Esta segunda zona de la novela completa el tránsito del “hombre de los imanes” por el aparato institucional. Luego de un violento ataque de epilepsia, es confinado en el “depósito” (2000: 147) adjunto a una comisaría, donde se entremezclan los casos de difícil clasificación médica y jurídica: vagabundos, ebrios, delincuentes menores, dementes en potencia. Zona de tránsito e indefinición, el depósito es la antesala ocasional de la libertad, la cárcel o el manicomio. Para “el hombre de los imanes”, lo será de este último destino, dando así un punto final a su derrotero y confirmando, a la vez, que su animalización en curso era síntoma efectivo de la locura en ciernes.
A pesar del desacople de tono y estructura que la segmenta en dos, Irresponsable mantiene una precaria conexión a través de una serie acotada de elementos que, en un orden especular, se duplican e invierten en una y otra zona de la novela. Así ocurre, en primer lugar, con el destino del “hombre de los imanes”, que se convierte de potencial sujeto del saber médico en su objeto, conforme su papel en la narración pasa de secundario a protagónico y su condición humana cede terreno frente a la animalidad emergente. Al mismo tiempo, saber médico y animalidad acompañarán tal desplazamiento. En los capítulos finales, la animalización del protagonista se ratifica, en sintonía con las teorías médicas al uso, como el síntoma de locura y degeneración que asoma en la materialidad del cuerpo viviente. En el cuadro descriptivo del segundo capítulo, en cambio, medicina, cuerpo y animalidad ya se habían interceptado en un ordenamiento diferente: el sustrato animal del organismo humano no emergía de un cuerpo viviente, sino de un cadáver, y no constituía un síntoma a decodificar según los cánones médicos de la época, sino el resultado de la práctica médica en sí misma. En efecto, la descripción del anfiteatro de autopsias tematiza lo que, según Foucault, constituye una requisitoria de la mirada médica, desde Xavier Bichat en adelante: pedir “a la muerte cuenta de la vida y de la enfermedad” (Foucault 2004: 208). Y lo hace, concretamente, enfatizando el resultado del proceso: la deshumanización del cuerpo muerto, despojada de pruritos éticos, que desbarata la forma humana del cadáver y lo emparenta con el resto animal. “[M]anchas de sangre negruzca y pegajosa, de trecho en trecho”, “despojos inservibles” arrojados en un cobertizo, “piernas que les faltaba la piel” colgando de clavos, “pulmones enjuntos (sic), sin aire, colgando como dos jirones de trapo”, un “corazón (…) hinchado”, “una cabeza desprendida del tronco, arrojada allí como al acaso”, “malos olores”, “piezas en descomposición” (Podestá 2000: 36-37): la atmósfera del anfiteatro recuerda al caos de materia orgánica informe, de cuerpos reducidos a carne, de restos y fluidos esparcidos por el suelo del matadero rosista. La simetría, de hecho, se refuerza a través de uno de los personajes, el ebrio y bestial encargado del lugar, a quien se atribuye la costumbre de hablar “de los muertos, de los restos humanos, como hubiera podido hacerlo de las achuras de un matadero” (Podestá 2000: 41).
Ese hábito atribuido al encargado del anfiteatro, e imputable, por otra parte, al conjunto de estudiantes del que la misma voz narrativa forma parte, define la lógica a través de la cual Podestá configura su matadero, al menos en dos sentidos fundamentales. Por un lado, en Irresponsable, el matadero opera como término de una analogía que completa la descripción de la sala de autopsias, enfatizando la operatoria sobre el cuerpo muerto que allí rige y la atmósfera resultante, lejana al ideal ascético frecuentemente asociado a las instituciones médicas: el cadáver se descompone, se segmenta, una parte de su materialidad se convierte en insumo del saber médico; la otra, se desecha y esparce en manchas, desperdicios, podredumbre y malos olores. Por otro lado, si Echeverría, emparentando las violencias ejercidas sobre el ganado con las padecidas por los enemigos del régimen rosista, figura la indistinción entre vida y muerte humanas y animales a partir del cuerpo de estos últimos, la novela de Podestá apela a la lógica inversa: es el cuerpo humano, ya sin vida, el que resulta empujado a su linde con la animalidad cuando es reducido a su materialidad orgánica para ser objeto de estudio, convertido en tejido, hueso, órganos, miembros amputados, apilados en rincones o colgados de ganchos.
Mientras que, en el discurso de la crítica, el naturalismo dio lugar a una lectura de “El matadero” en clave literaria, en el terreno de la narrativa de ficción, en cambio, el matadero naturalista de Podestá se aleja de la versión echeverriana para asentarse sobre algunos de los puntos nodales que articulan este ciclo de la literatura argentina: la práctica y el saber médico, la enfermedad y la higiene, el cuerpo y su materialidad. Así, los dos momentos del naturalismo argentino, el del ensayo, la apología y la polémica, y el del surgimiento efectivo de ficciones afines a esta corriente en el medio local, construyen, bajo sus parámetros respectivos, dos variantes del matadero naturalista. La primera, con “El matadero” de Echeverría como estandarte, pretende instalar, a través de su lectura, un modelo de representación realista de los sectores populares para los naturalistas por venir. La segunda, contradiciendo a la primera, reconduce la figura del matadero en la elaboración de uno de sus principales núcleos de interés: la representación de una institución, una praxis y un modo de acceder al saber sobre el cuerpo que permite su estudio, clasificación y regulación. En Irresponsable, el matadero naturalista completa la puesta en ficción de la mirada medicina, ofreciendo incluso su contraparte menos visible: la que ata necesariamente la conservación de la vida con la exploración de la muerte y el estudio y protección de la vida humana con el innegable sustrato de su naturaleza animal.
Bibliografía
Foucault, M. El nacimiento de la clínica. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.
Giorgi, G. Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014.
Gutiérrez, J. M. “Advertencia”. E. Echeverría. La cautiva / El matadero. Buenos Aires, Colihue, 2006.
Laera, A. (2004). El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
Podestá, M. T. Irresponsable. Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 2000.
Tamini, L. “El naturalismo”. 1880. F. Espósito, A. García Orsi y otros (Eds.). El naturalismo en la prensa porteña. Reseñas y polémicas sobre la formación de la novela nacional (1880-1892). La Plata, Universidad de la Plata, 2011.