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Representaciones culturales en inmigrantes irlandeses y sus descendientes en Tréboles del Sur, de Juan José Delaney

Norma Liliana Alfonso y Graciela Obert
(Universidad Nacional de La Pampa)

Introducción

Empujados por situaciones socioeconómicas y políticas, miles de irlandeses, en su inmensa mayoría católicos, emigraron a Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y “a cierto remoto país, la Argentina, desde fines del siglo XVIII y aún hasta principios del XX” (Delaney 2014:7). En su introducción a Los irlandeses en la Argentina (1987), Coghlan hace un recorrido de la inmigración irlandesa en este país, desde antes de la Declaración de la Independencia política en 1816, hasta principios del siglo XX. Hacia 1810 unos quinientos irlandeses habitaban suelo argentino, incluyendo a los prisioneros que habían quedado después de las invasiones inglesas. Esos irlandeses por lo general perdieron contacto con su Irlanda natal y muchos hasta castellanizaron su apellido –Campbell: Campana, Gowan: Gaona–, de manera que resulta difícil individualizar en sus descendientes cuál fue el apellido original de su antepasado irlandés. En esa época de organización del nuevo Estado se fomentaba el aumento de la población, que no llegaba al medio millón de habitantes, promoviendo la venida de colonos europeos para que fueran ocupando los espacios hasta entonces en poder de los indios. Una vez en el país, y dada la buena voluntad dispensada por nuestros gobiernos a los extranjeros, éstos gozaban de todos los derechos civiles reconocidos a los ciudadanos argentinos.

Según Coghlan, los primeros colonos irlandeses llegados al Río de la Plata venían con sus familias o las formaron aquí con hijas de otros compatriotas, y crearon una colonia al estrechar entre sí los vínculos de todo orden que los distinguían de los demás sectores integrantes de la sociedad argentina. Las olas migratorias de irlandeses ocurridas a partir de la tercera década del siglo XIX resultaron de las especiales circunstancias que por ese entonces atravesaba Irlanda: el Acta de Unión con la Gran Bretaña de 1801, el fracaso de las cosechas de papa, las noticias favorables que llegaban a Irlanda sobre la situación de los irlandeses que vivían en el Plata y sobre su creciente prosperidad social y económica. Un número significativo de inmigrantes irlandeses se establecieron en zonas rurales, muchas veces sobrepasando la frontera entre la civilización y los indios. Más adelante, con el trazado de las líneas férreas, se facilitó la fundación de pueblos alrededor de las estaciones, muchos de los cuales llevan ahora nombres de irlandeses.

La mayoría de los irlandeses que se asentaron en la provincia de Buenos Aires no contaban con recursos económicos importantes, pero sí con un gran espíritu de trabajo y empresa. Por lo general trabajaban como peones en los saladeros y en las estancias, y después de ahorrar un pequeño capital y comprar con éste ovejas criollas, se dedicaban a su cría, mejoramiento y explotación, actividad que les resultó provechosa debido a la gran demanda europea de lana como consecuencia de la Revolución Industrial. En pocos años de dura labor los irlandeses se convirtieron en productores independientes y también, en no pocos casos, grandes estancieros.

Además de ser pioneros en la actividad rural, a los irlandeses y sus descendientes también se los encuentra en otros campos del progreso argentino, ya sea en la actividad cultural, la económica, la social o la religiosa. Por ejemplo, en el campo del periodismo, The Standard (de los hermanos M.G. y E.T. Mulhall) y The Southern Cross (fundado en 1875 por Mons. Patrick Dillon) quedan como legado del espíritu de empresa de estos inmigrantes. Una destacada figura irlandesa en este país fue el Padre Fahy, un dominico que llegó en 1844 y cobró singular importancia no sólo por su inagotable y férrea tarea evangelizadora, sino por su preocupación y acciones en beneficio de niños, enfermos, ancianos y huérfanos. Parte de su obra consistía en recibir a sus coterráneos en el puerto de Buenos Aires y convencerlos de que se fueran al campo a criar ovejas. Después los visitaba y los iba casando entre ellos. Por otra parte, su habilidad financiera hizo que se ganara la confianza y una alta estima entre irlandeses y el resto de la población.

Muchos han sido, y son, los escritores que muestran la vida de los irlandeses en Argentina. El escritor hiberno argentino Juan José Delaney, en su “explicación” a modo de prefacio en Tréboles del Sur (2014) expresa que los cuentos y relatos reunidos en su libro tratan de “hombres y mujeres, de sus descendientes, de sus logros y derrotas, de seres que […] también eligieron o fueron elegidos para integrar en nuestro país una nación hecha de naciones” (8). Y es que Tréboles del Sur narra la vida de inmigrantes irlandeses y sus descendientes durante un período que se extiende a partir de 1870 y por más de cien años. Las identidades de sus protagonistas, según el autor “entes ficcionales” (8) están marcadas por la interacción entre sus raíces europeas y el contexto argentino en el que se encuentran inmersos.

En este contexto espacio-temporal analizamos las representaciones de ciertos aspectos culturales que se han conservado en la vida de los inmigrantes irlandeses que comparten espacios geográficos con habitantes de este territorio. Para ello, aplicamos un enfoque semiótico del concepto de representación, que tiene que ver con la forma en que el lenguaje produce el significado. No obstante, también consideramos el rol del lenguaje dentro de un contexto cultural más amplio. En nuestro análisis hacemos uso de las teorías representacionales de Stuart Hall, y sus consideraciones sobre identidad cultural y sujetos diaspóricos, y nos basamos en el concepto de cultura de Raymond Williams, que corresponde a la perspectiva de los estudios culturales ingleses de la década de mil novecientos setenta.

Marco teórico

El concepto de “representación”, según Stuart Hall (1932–2014), ocupa un lugar importante en los estudios de la cultura, puesto que la representación relaciona al significado y al lenguaje con la cultura. “Representación” significa usar el lenguaje, los signos, las imágenes para representar a las cosas, para decirle a la gente algo acerca del mundo (Hall, 1997:15).

Al conectar la idea de la representación con la cultura, Hall expresa que la cultura tiene que ver con los “significados compartidos” (1) y que un lenguaje compartido es central como medio para entender las cosas. El lenguaje opera como “un sistema de representaciones” puesto que usamos signos y símbolos –pueden ser sonidos, palabras escritas, imágenes producidas de manera electrónica, notas musicales, u objetos, para representar nuestros pensamientos, ideas y conceptos en una cultura. Y dado que los miembros de una misma cultura comparten estos conceptos culturales, ellos pueden pensar el mundo e interpretarlo de manera similar (4). El enfoque semiótico está relacionado con la manera en que el lenguaje y la representación producen significado, y estudia la forma en que el conocimiento se conecta con el poder, regula la conducta, construye identidades y subjetividades, y define la forma en que ciertas cosas se piensan, practican y estudian (6).

El sociólogo Raymond Williams, precursor del desarrollo de los estudios culturales, conjuntamente con Stuart Hall y otros prestigiosos investigadores del Centro de Estudios Culturales en la Universidad de Birmingham, identificó a la cultura con bienes de consumo y actividades de esparcimiento (como el arte, la música, el cine, las comidas, los deportes y la vestimenta). Es decir, puso en foco a lo popular como objeto de estudio y le dio un rol central al sujeto con sus experiencias y prácticas cotidianas.

Según Raymond Williams (citado en Storey, 1998: 48-56), la cultura no es un producto sino un proceso, y se define a través de las relaciones entre lo social, lo político y lo histórico. Por eso incluye una constelación de actividades del ser humano, entre las que se encuentra la literatura. Por eso, cuando hablamos de “texto” no sólo pensamos en la lengua escrita, sino también en películas, fotografías, moda, peinados. Podemos aseverar, entonces, que los textos de los estudios culturales comprenden todos los artefactos significativos de una cultura. En este contexto el concepto de “cultura” incluye no solo la cultura tradicional de las clases altas, sino también la cultura popular, además de los significados y las prácticas diarias.

También es posible afirmar que el concepto de identidad es inseparable de la idea de cultura ya que las identidades sólo pueden formarse a partir de las diferentes culturas y subculturas a las que se pertenece o de las que se participa. Se trata de un concepto imprescindible porque la identidad constituye un elemento vital, y sin identidad simplemente no habría sociedad (Jenkins, 1996: 819, citado en Giménez 2007: 54). En palabras de Madan Sarup (1996), la identidad es un “espacio multidimensional” (25), que “se fabrica, se construye, para lo cual es necesario tener en cuenta aspectos psicológicos y sociológicos” (11-14). Como construcción social, surge a partir de un proceso de interacción entre personas, instituciones y costumbres y resulta, en algunos aspectos, de las instituciones socializadoras –la familia, la escuela, el lugar de trabajo, los amigos, los medios de comunicación (48).

En referencia a la conformación de la identidad sociocultural, Sarup sostiene que cada nación tiene su propia historia, y que las naciones apelan a la sangre, a la tierra natal y a la patria. La cultura nacional proporciona una conciencia colectiva y se basa en la comunicación. Y al respecto Sarup considera que mediante la lengua un grupo se vuelve consciente de sí mismo: “la lengua y el lugar están interconectados” (131). Ahora bien, en el caso de los sujetos migrantes, ciertos aspectos de su cultura de origen (como la lengua), se van perdiendo con el transcurso del tiempo lejos de su lugar de procedencia y en contacto con sujetos cuya identidad se construye en un espacio diferente.

Y es precisamente esta una de las cuestiones que preocupan a teóricos y críticos postcoloniales, es decir, el proceso de conformación de la identidad de los sujetos migrantes en los espacios de relación entre las metrópolis europeas y las antiguas colonias. Por lo tanto, intentan explicar las experiencias de estos sujetos y su representación, concentrándose en el desarrollo de sus subjetividades. Estos cruces de fronteras, lenguajes y tradiciones los ponen en contacto con otras culturas y conducen a cambios de actitud que caracterizan su vida (Gikandi 2010: 23-29). Podemos pensar entonces en la noción de “identidad diaspórica”, que ha sido adoptada como una forma de afirmación de una identidad híbrida (Ashcroft et al., 2007: 62). Y es que, como afirma Giménez (2007), “la identidad del individuo se define principalmente –aunque no exclusivamente– por la pluralidad de sus pertenencias sociales” y “cuanto más amplios son los círculos sociales de los que se es miembro, tanto más se refuerza y se refina la identidad” (30).

Los emigrantes irlandeses llegados a estas tierras han pasado por un largo proceso de desapego y reconstrucción, y tanto ellos como sus descendientes se han incorporado gradualmente a un ambiente sociocultural diferente y en ocasiones hasta hostil, pero a pesar de todo han forjado un proceso de “hibridación cultural”, el cual ocurre tras la mezcla de dos culturas distintas. El concepto fue introducido por el filósofo y antropólogo argentino Néstor García Canclini, que en su obra Culturas Híbridas (1989), explica que la expresión “cultura híbrida” nos remite a un proceso de integración incentivado por los encuentros, la interacción y la reconstrucción de diferentes culturas locales, es decir, se combinan distintos elementos e implica un proceso de adaptación. Es por esto que hoy día es común hablar de hibridación sociocultural pues los procesos migratorios activan la interculturalidad. La cultura, como conjunto de creencias, tradiciones, arte, lenguaje y hábitos que adoptan los grupos sociales, permite identificar desde un grupo pequeño de personas hasta naciones completas que comparten estas características.

Ahora bien, consideremos que García Canclini llama “hibridación cultural” a los procesos socioculturales donde dos estructuras distintas, que existían separadas, se combinan y con ello crean una nueva dinámica, ya sea por supervivencia o para adaptarse al nuevo entorno. Es decir, existen casos en que desaparecen prácticas ancestrales y el folclor, para transformarse dentro de los nuevos escenarios. Este proceso de “mestizaje” desde el punto de vista étnico, religioso, lingüístico e incluso gastronómico, hace que luego de pasar por innumerables adaptaciones una cultura se asimile a otra.

No obstante, no siempre se dan procesos de hibridación cultural. Muchas veces ocurren casos de interculturalidad. A diferencia de la hibridación cultural, que implica cambios entre dos culturas y donde se producen alteraciones para que estas logren adaptarse al panorama moderno, en el caso de la interculturalidad pocas son las alteraciones que ocurren. El “interculturalismo” es un proceso interactivo que intenta respetar las diferencias entre diversas culturas. Si bien busca el enriquecimiento mutuo, posiciona a dos culturas totalmente diferentes como iguales, rechazando por completo la noción de culturas inferiores y superiores.

Ahora bien, es innegable que cualquier cultura en contacto con otra no puede permanecer ajena a su influencia. La hibridación llega a ser tal que incluso forma parte de la identidad de un pueblo. En Argentina conviven pueblos indígenas, mestizos y los descendientes de europeos, entre ellos irlandeses. Los habitantes de este país no separan sus características mestizas de las europeas, y esta cultura híbrida pasa a ser percibida simplemente como “argentina”. La mezcla es tal que es imposible concebir a la región y su gente como algo menos que un híbrido de distintas culturas. Es nuestra intención descubrir si esto es precisamente lo que ocurre con los protagonistas de los cuentos de Delaney.

Análisis

En Tréboles del Sur Delaney dedica a sus antepasados los quince textos que transcurren a lo largo de más de un siglo. El tema común es el de la inmigración irlandesa y de la esforzada búsqueda de un mundo mejor. Delaney presenta seres ficticios que portan nombres y apellidos irlandeses, y hechos verosímiles, a través de lo cual se evidencia una evocación de la realidad que surge de datos concretos que maneja con autoridad. Nos habla de la religión, de la música, de las lecturas que hacen los irlandeses, los internados en los que se albergan niños y niñas, las comidas típicas, las bebidas, el idioma –que aparece como un obstáculo en el trato cotidiano y como una ventaja en cuanto a las perspectivas laborales–, las localidades en que se encuentran los inmigrantes de ese origen –Rojas, Moreno, Palermo, Flores y Villa Urquiza–, los pensionados, las fiestas patronales, los apellidos castellanizados y la historia de Irlanda.

Como ya dijimos, la lengua forma parte de la identidad. Según Hall (1997), el lenguaje es el medio a través del cual “se producen y se intercambian significados entre miembros de una cultura” (15), por eso compartir un lenguaje común permite a los integrantes de una comunidad acceder a los mismos grupos de conceptos, imágenes e ideas para interpretar y comprender el mundo de manera aproximada. Esto ocurre porque a través del lenguaje se representan pensamientos, ideas y sentimientos en una cultura (1). Dice Hall (1995) que la cultura de un pueblo se pone de manifiesto en el discurso de la identidad: “Las historias van y vienen, los pueblos van y vienen, las situaciones cambian, pero en algún lugar profundo late la cultura a la que pertenecemos” (4), la cual nos brinda un lugar donde arraigar nuestra identidad y nuestro sentido de pertenencia. Los inmigrantes irlandeses, como tantos otros sujetos diaspóricos, intentaron preservar y reforzar su identidad cultural a través de la lengua, por lo que las familias irlandesas de la diáspora enseñaban a los pequeños su lengua de origen y así podían trasmitir un abanico de elementos culturales, como por ejemplo la religión católica.

El segundo cuento de esta colección, “El Profesor O’Hara”, se desarrolla en Rojas, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y está fechado en 1888, en coincidencia con el último período de inmigración irlandesa a la Argentina. En esa época muchos irlandeses vivían en zonas rurales de la provincia de Buenos Aires, en comunidades pequeñas en torno a las iglesias católicas. Tenían sus propias instituciones y los niños eran educados en escuelas con internado o bien por maestros que vivían con las familias y les enseñaban el idioma inglés, las tradiciones y costumbres ancestrales, como modo de preservar su cultura (Delaney 2000: 131-133). El protagonista del cuento, Stephen O’Hara, es un irlandés que a pesar de no tener formación docente alguna, es contratado como maestro por la viuda Brenda Shannon. O’Hara poseía un “magnetismo oratorio” (18) que le permitía usar ambas lenguas con soltura.

En algunos de los relatos de Tréboles del Sur los protagonistas mantienen una relación epistolar entre ellos. Este tipo de comunicación genera un contacto fluido, ya que es posible intercambiar noticias acerca de sus vidas lejos de su tierra natal. En “Destinos”, cuya primera carta está fechada en marzo de 1929, una inmigrante irlandesa que recaló en Nueva York se relaciona a través de cartas con su prima coterránea que vive en Argentina. La primera, Jessie, logra encontrar “un destino mejor” (53) después de “la pobreza sufrida en nuestra [su] amada Irlanda” (53), ya que ha encontrado trabajo, prosperidad y felicidad, mientras que la última, Tessie, ve frustradas sus ambiciones, principalmente por el obstáculo que es para ella el desconocimiento del castellano. Su forma de ahorrar algo de dinero es dando lecciones de inglés, pero se siente sola y aislada, a tal punto que en una de sus cartas expresa:

¡Llevo tantas cosas dentro de mí! Educación, afectos, historias, secretos… Un cargamento muy pesado para una pobre inmigrante. Tú puedes compartir lo tuyo por medio del lenguaje, sabes que no ocurre lo mismo aquí a causa de mi castellano, postiza lengua que me reduce, que me aísla. (55-56)

En una ocasión, Tessie recuerda la bahía de Galway y aquel hermoso y triste “Lament of the Irish Immigrant” (56), respecto del cual dice: “Enseñé la canción a mis alumnos más avanzados, pero me parece que no llegaron a captar su verdadero sentido” (56). En éste y en muchos otros casos el lenguaje aparece como un obstáculo. Si bien los irlandeses aprendían el castellano, generalmente lo hablaban muy mal, como en el caso de John Donovan (“La última cena”), cuyo “castellano era defectuoso y artificial” (76).

Sin embargo, en numerosos casos hablar en inglés era una ventaja. En “El regreso” el protagonista tuvo éxito en su trabajo, e hizo “carrera” (112), “lo cual era entonces relativamente fácil gracias a la posesión de la lengua inglesa que lo situaba en mejor posición respecto de quienes no dominaban la lengua de los negocios” (112).

Muchos irlandeses diaspóricos se dedicaban a enseñar el idioma inglés, con lo cual podían subsistir a pesar de las dificultades económicas. Podemos mencionar el caso de Anette Fleming, en “La vida imita al arte” (37-51), quien siendo pequeña es enviada a Buenos Aires, donde la esperan familiares que le dan un lugar donde vivir, pero donde no encuentra un verdadero hogar. Ya en edad escolar, es enviada como alumna pupila al Saint Brigid’s School, “la institución con que los Irish-Porteños amenazaban a las niñas que no se portaban bien” (41). Pasados unos cuantos años, “cuando ya el colegio nada más tenía para ofrecerle, la destinaron a la enseñanza de la lengua inglesa” (43). Más adelante, se ofrece como institutriz mediante avisos en The Southern Cross[1] y el Buenos Aires Herald[2]. El hecho de conseguir trabajo con una familia argentina le hace pensar que podría aprender bien el castellano y las costumbres de este país. Por un tiempo enseña inglés y música a una pequeña de ocho años, y luego de un desengaño amoroso, se dedica “a dar clases de inglés en el colegio parroquial de Guadalupe” (47).

Otra forma de retener el sentido de identidad es a través de la relación con el pasado (Sarup, 1996). Los vínculos con el pasado funcionan como base de la identidad individual y colectiva, y también sirven de apoyo para enfrentar situaciones de crisis, en especial cuando se debilita o se ve amenazado el sentimiento de confianza en sí mismo. En estos casos, el pasado resulta más atractivo que el presente. En el último cuento del libro, “Las dos monedas”, Delaney refiere a una canción en inglés que el protagonista sabía de memoria, “Galway Bay” de Arthur Colahan, y cuyas líneas recordaba con frecuencia:

And if there is going to be a life hereafter
And somehow I am sure there’s going to be,
I will ask my God to let me make my heaven,
In that dear land across the Irish sea. (118)

La voz poética expresa que, si existe una vida después de la muerte, la misma se desarrollará en Irlanda. Esto muestra la nostalgia que sienten quienes se encuentran lejos de su país de origen, idea que se repite en la mayoría de los cuentos, ya que sus protagonistas sienten apego a su tierra y a la de sus antepasados de diversas maneras. En este cuento, Timothy O’Connor mantiene una relación epistolar de más de 40 años con una pariente lejana, que lo mantiene “unido a la Vieja Irlanda, la tierra de sus mayores” (116), aunque a esta mujer ni siquiera la conoce.

Y Peter Larkin, el protagonista de “Una carta de Joyce” (27-30) que a principios del siglo XX estaba radicado en La Plata con la intención de enseñar inglés, “pronto se vio envuelto en interesantes asuntos rurales que, de algún modo, lo restituyeron a la atmósfera de su Irlanda natal” (27), y es recordado porque alternaba “los trabajos agrarios con la lectura, hábito adquirido en Belvedere College, en Dublín” (27).

También se manifiesta el vínculo con Irlanda y con el pasado en “La última cena” (65-83) cuando Delaney explica que el padre Charlie Flanagan, de 83 años, “Amaba a Irlanda (por su sangre corrían celtas, vikingos, normandos…)” (79). Si bien el cura “domina el castellano […], las inflexiones de voz revelan su origen” (66), aunque “pocas veces interpola voces inglesas […] y muy pocas veces se permite alguna interjección gaélica, como musha!” que posee más de un significado: “bien” o “¿es verdad eso?” (66).

En el cuento “El Profesor O’Hara”, el narrador dedica un largo párrafo a la descripción de la naturaleza supersticiosa de los irlandeses, representados por Mrs. McGarry: “[la vieja] había traído de Irlanda las supersticiones que compartía con la viuda” (20). Los siguientes son ejemplos de su naturaleza supersticiosa:

la atemorizaban los truenos y encendía una vela supuestamente bendita cuando una tormenta atacaba la región; […] era frecuente que, desde la ventana, arrojara sal hacia el campo para conjurar la violencia de la naturaleza […] La necesidad de ritos extraños la dominaba cuando intuía la presencia de espíritus malignos, lo cual ocurría con cierta frecuencia” (20). Además, “hablaba de las ánimas como de visitantes habituales y asustaba a los chicos con historias de fantasmas que los habrían de secuestrar si no se comportaban debidamente (20).

Otra característica de los irlandeses que se refleja en este cuento es la audacia para lograr sus objetivos. De hecho, se describe a los maestros como hombres “cuya audacia los llevaba a incursionar aún en los misterios de la teología” (17). En el caso particular del protagonista, el audaz O’Hara se consideraba “un miembro más del grupo familiar” (20) para intentar conquistar a la viuda, lo que finalmente logró gracias a “otra estrategia también dictada por la audacia” (21): se hizo pasar por un tal padre Hopkins, “quien se presentó como nuevo capellán de las colonias irlandesas del noroeste” (22), y conocedor del rol central que cumplía la religión[3] en las familias hiberno argentinas, no le resultó difícil llevar a cabo su cometido de oír la confesión de la viuda y conocer sus sentimientos hacia él.

En los cuentos de Tréboles del Sur se representan costumbres irlandesas, como lo son el gusto por las bebidas alcohólicas o el hábito de tomar el té, entre tantas otras. El profesor Stephen O’Hara (“El Profesor O’Hara”), descripto como “barbado, pelirrojo y obeso,” tenía la habilidad de narrar “cuentos y leyendas celtas que desgranaba incansablemente […] siguiendo los dictados de su inquieta imaginación no pocas veces excitada por el brandy” (18-19), y en repetidas ocasiones “los néctares liberadores que ingería encendían en él conductas socialmente inaceptables” (18).

El padre Charlie Flanagan, protagonista de “La última cena,” es descripto como “un hombre de fuerte contextura, alto, levemente encorvado, de tez muy blanca, tupido cabello gris y grandes ojos azules” (66). Vive en el Retiro aledaño al templo porteño de la Santa Cruz y a pesar de que las reglas del monasterio se lo impiden, “más de una tarde compartimos whiskey irlandés camuflado en sendas tazas de té” (67).

En “El Heredero” (97-110) observamos cómo la devoción por el consumo de alcohol hace que los Flynn pierdan su trabajo en el campo y tengan que emigrar a la ciudad donde la familia de desintegra, ya que las niñas son internadas en el Saint Brigid’s School, uno de los varones es enviado al Fahy Farm, mientras que su hermano, Dionisio Flynn, es “rescatado por una vieja tía e internado en el Seminario Metropolitano. Después de largos años de formación, y aun habiendo sido ordenado sacerdote, el hombre dudaba de su vocación religiosa. Pasaron los años y sus dudas y cuestionamientos internos siguieron, por lo cual “no fue nada difícil aceptar el primer whiskey y sentir que tras reiteradas pruebas se desligaba de ataduras que lo sometían a un martirio inmerecido” (102). Su confesor y amigo, el padre John Windsor, irlandés y salesiano, también disfrutaba del alcohol, y a cambio del “cigarrillo prohibido” que le ofrecía Dionisio, “devolvía el gesto con una copita de Irish Mist (el whiskey de las mujeres), ingesta que Dionisio multiplicaba porque así parecía requerirlo la alegría de haber encontrado a un confidente y la voluntad de acceder a otra realidad” (102). Finalmente, “nada podía hacer sino recurrir al alcohol que silenciaba los tormentosos crepúsculos” (103) y que lo arrastró a su muerte, porque “la cirrosis que desde siempre lo había perseguido, terminó devorándole el hígado” (103).

Los personajes de Tréboles del Sur suelen encontrar ocasiones propicias para la ingesta de alcohol, como la festividad de San Patricio, el 17 de marzo. La voz narradora en “La última cena” relata que “mucha era la gente que optó por reunirse, brindar y pasarla bien” (75). En un tramo del relato, el narrador reflexiona: “un vaso de whiskey siempre es un buen incentivo para la reflexión” (78).

En lo referente al hábito de tomar el té, las mujeres irlandesas mantienen esta tradición. Así, Anette Fleming, la huérfana que pasó su infancia y adolescencia internada en Saint Brigid’s School, encontraba consuelo en “la infaltable taza de té que siempre estaría cerca” (42), aunque la comida resultara insuficiente. Se menciona nuevamente el té en relación a la posibilidad de cumplir su sueño de participar en una producción cinematográfica local, cuando “alguien le dejó bajo su taza de té del comedor de la pensión un recorte tomado de cierta revista femenina” (48). Y en el caso de Tessie (“Destinos”), tomar el té era un “sedante único” (56) para sus angustias. También lo era para Madge Malone (“Madge los viernes,” 89-92) que mantenía la costumbre de consumir té. Tal es así, que los viernes “reducía a una las cuatro diarias tazas de té” (90); y también los días viernes “A las cinco en punto se llegaba a la tumba de sus hermanas, al lado de la cual daba cuenta de una tacita de té que algún gomoso scon acompañaba” (92).

Conclusión

Como expresamos al comienzo de este trabajo, nuestro objetivo ha sido explorar las representaciones culturales de los irlandeses y sus descendientes en la obra de un escritor de raíces irlandesas que habita suelo argentino. Sus antecesores, como tantos otros inmigrantes, al llegar a estas latitudes tuvieron que adaptarse a otro estilo de vida, sin renunciar a su legado gaélico.

Habiendo recorrido los diversos cuentos de Tréboles del Sur, y analizado aspectos culturales específicos de la vida de los irlandeses diaspóricos representados, es posible concluir que, si bien se ha producido una marcada hibridación cultural, que les ha permitido adaptarse al nuevo entorno, tanto ellos como sus descendientes aún siguen abrazando ciertos repertorios culturales como sus costumbres, festividades, religión y lengua.

A pesar de la lejanía con la Verde Erin y las dificultades de comunicación, fueron capaces de mantener un continuo diálogo con su pasado al vincularse con su tierra natal y su gente, en pos de apaciguar la terrible sensación de soledad y nostalgia que conlleva el destierro.

Bibliografía

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  1. The Southern Cross, varias veces mencionado por Delaney en Tréboles del Sur, fue desde 1875, y aún lo es, un vínculo entre la comunidad irlandesa de la Argentina e Irlanda. (Cernadas Fonsalías, 2009: 33).
  2. El Buenos Aires Herald, se fundó en 1876 en Buenos Aires, se editaba en idioma inglés, y anunció su cierre 2017, después de 140 años de existencia.
  3. Uno de los perfiles característicos de la colectividad irlandesa era “su religiosidad, y el lugar central que ocupaba el sacerdote” (Taurozzi, 2006: 32).


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