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La violencia de género en novelas sentimentales olvidadas (1850-1870)[1]

Natalia Crespo (Universidad de Buenos Aires, CONICET)

Esta ponencia analiza la violencia de género en tres novelas sentimentales melodramáticas: la canónica Soledad (1847) de Bartolomé Mitre y las desconocidas Angélica o una víctima de sus amores (1859) de Eusebio Gómez y Hojas de mirto (1859) de Ernesto Loiseau. En estos textos la violencia hacia la mujer no sólo subyace en la ideología del relato (en tanto fuerza moralizante, como ocurre en la mayoría de las novelas sentimentales decimonónicas), sino que aparece en escenas puntuales: un marido golpeador, femicidios y condenas morales sobre el aborto. ¿Cómo y para qué se narran estas escenas de violencia? ¿Es la narración del horror una forma de denunciarlo, de exaltarlo, de naturalizarlo?, ¿un modo efectista de agenciarse lectores en una época en donde la novela de folletín era la primera mercancía literaria? ¿Fue esta narrativización de la violencia una de las causas de la marginalidad de las obras de Gómez y Loiseau?

A mediados del siglo XIX, al calor de las ideas liberales y del incipiente capitalismo, se inició en la sociedad argentina un período de transición entre la era colonial y la ansiada modernidad. Esta etapa –llamada por algunos historiadores “de Organización Nacional”, situada entre 1850 y 1880 – se caracterizó por un afán de orden, decoro (contención de ciertas emociones) y represión de los excesos (de casi todos). Tras casi cuatro décadas de luchas facciosas, controlar la sociedad en pos de la producción y del progreso era la norma dominante, tanto en el discurso jurídico estatal como en el religioso-moral. En esta cruzada normativizadora en nombre de la modernización –en esta “era del disciplinamiento”, como la llamó foucaultianamente Barrán– los mandatos culturales sexo-genéricos se afianzaron mucho más que en la época de la colonia. Mientras que del “bello sexo” se esperaba el matrimonio (o, con menor frecuencia, el convento), la abnegación, el “instinto maternal”, la ausencia de deseo sexual y una vida entregada a la domesticidad y al cuidado de los otros, a los hombres les correspondía una rutina tabicada en esfera privada –compartida con el “ángel del hogar”– y esfera pública, aquella del trabajo, la política, los negocios, es decir, de la autonomía económica y legal (Kirkpatrick: 45). Esta desigualdad necesitó de la configuración de la mujer como un ser frágil, infantilizado, apolítico y jurídicamente dependiente.

La literatura, ejercida en amplia mayoría por escritores hombres, imbricada con la práctica del periodismo, fue un poderoso constructor de ideologías de género sexual. En este sentido, no es casual la proliferación de la novela sentimental: metagénero especialmente abocado a prescribir modelos de interacción entre hombres y mujeres, a “modelar corazones” (Lander), a ofrecer una “enciclopedia de emociones” (Velázquez: 32), a enseñar qué era decoroso sentir y qué debía taparse o callarse. Varios estudiosos han analizado ya la fuerte carga de domesticación y adoctrinamiento que reside en la novela hispanoamericana del siglo XIX, su impacto cultural como mercancía y, a la vez, su gran efecto modernizador y alfabetizador (Zanetti, Unzueta, Peluffo, Velázquez).

Cada novela narra la violencia de modo diferente: la describe, la justifica o condena dentro de su propio universo ficcional. Pensar estas novelas melodramáticas como legitimadoras de la violencia hacia la mujer o como denunciadoras de prácticas que debían revertirse es contagiarse un poco del maniqueísmo que proponen sus axiologías. Creemos, más bien, que en ellas hay sentidos en pugna, formas de conceder y, a la vez, de subvertir con el estrato discursivo católico, altamente pregnante en una época de transición entre la mentalidad colonial y los afanes modernizadores, entre la religiosidad y la secularización.

Hebe Molina, en su libro Como crecen los hongos: hace una contextualización, relevamiento y ficheo de 84 novelas escritas en el siglo XIX, la mayoría de ellas, hoy olvidadas. Propone dividirlas en cuatro categorías, según la preponderancia de sus temas: políticas, históricas, socializadoras y sentimentales. Estas últimas son no sólo las que hablan de amor –de hecho, es raro encontrar una novela decimonónica que no narre un amor– sino aquellas “cuyas tramas se centran en un conflicto eminentemente personal y, por tanto, en la mostración del proceso sensible que da origen al sentimiento” (Molina: 376). Bajo esta definición, son “sentimentales” 24 de las 84 novelas de su estudio, número consistente con la idea de que para 1850 “la novela sentimental es el género dominante en América Latina” (Unzueta: 22). Todas ellas –con mayor o menor tragedia y detalle– narran las desavenencias del amor, en general, el camino que va desde el descubrimiento del ser amado (enamoramiento/idealización) hasta la muerte –causada por suicidio o por “enfermedad del alma”, siempre como respuesta a la imposibilidad de la unión deseada–, o bien hasta el matrimonio consensuado, concebido como punto de llegada a una felicidad eterna y monolítica. Ahora bien, ¿qué pasa cuando la unión deseada se presenta como imposible? Aquí se dividen las aguas, según el tono y la resolución que imprime cada novela a estos obstáculos: los textos netamente sentimentales (los menos: Memorias de un botón de rosa, Esther, Dos pensamientos) narran el amor imposible con una prosa llena de melancolía e introspección, en donde la no concreción del deseo parece ser una excusa para las indagaciones internas del Yo. Algunas de estas novelas desanudan la trama apelando al suicidio de sus personajes: es un suicidio romántico, estetizado en su herida, sin efectismo. Pero en la mayoría, la imposibilidad del amor se narra desde la imaginación melodramática: con estridencia y dramatismo, el desenlace está plagado de una sucesión de hechos violentos. La desmesura en lo actancial se condice con lo hiperbólico del lenguaje, la virtud es vencida y triunfan solemnemente la desgracia, el mal y la villanía: estamos sumergidos de lleno en la estética del melodrama. Mientras que las novelas netamente sentimentales presentan protagonistas que “resuelven” su frustración con el suicidio, los héroes melodramáticos expresan su dolor con acciones drásticas en donde la violencia es dirigida, no a sí mismos, sino hacia las mujeres: golpean a la esposa (Soledad), matan a la “mujer ambiciosa” (Angélica o una víctima de sus amores, Hojas de mirto), violan y/o raptan a la joven deseada.

Soledad, de Mitre, puede leerse como la historia de los abusos que sufre la virtuosa Soledad por parte de dos hombres moralmente bajos: Ricardo Pérez, anciano con quien se ha casado obligada y Eduardo, un joven vil que sólo quiere seducirla para luego “deshonrarla”. Como es propio del melodrama (en términos de Brooks), se narra la virtud triunfante: Soledad logrará finalmente unirse a quien de veras ama: Enrique. Ha tenido que casarse con Ricardo Pérez, a quien detesta, siguiendo una promesa hecha a su madre. Pero, como le aclaró la anciana antes de morir, este matrimonio, realizado solo para garantizarse el bienestar económico, sería “casto”. La violencia física aparece al comienzo: Ricardo Pérez, albacea de la casa (en verdad, quien estafó a la familia) y esposo de 58 años, le reclama a Soledad, de 19, su entrega sexual:

–No tiene Vd. derecho a exigir más. Mi madre entregó mi mano forzada por la necesidad, pero jamás me pidió Vd. mi corazón.
–Eres mi mujer –dijo el marido con arrebato– eres mía, me perteneces y quiero ser amado por ti.
–Señor, soy débil, soy desvalida, no abuse Vd. de mi debilidad, ni de mi desamparo, no me obligue Vd. a repetir lo que tanto le irrita. Estimo y respeto a Vd., puede disponer de mi persona a su voluntad. Pero al menos quiero conservar la libertad del corazón, que es la única que no han podido arrebatarme.
Y cayó de rodillas anegada en lágrimas a los pies de su marido. (s/p)

La voz narrativa, empática con Soledad, describe el pasaje de los celos a la violencia:

La cólera largo tiempo concentrada del marido de Soledad estalló al fin. Se apretó la cabeza con ambas manos, sus ojos se inyectaron de sangre y, arrojándose sobre Soledad, dejó caer ambos puños sobre la angélica cabeza de aquella desgraciada. Soledad cayó al suelo aturdida por el golpe: al chocar sus labios sobre las baldosas del piso brotaron sangre y exhaló un gemido doloroso. Ese gemido llegó al fondo del alma del verdugo y se arrepintió de su barbarie. (s/p).

Tras el golpe, se especifica que la joven soportaba a diario este “continuado tormento”, con “escenas idénticas a las que acabamos de describir”, perpetradas por “aquel hombre violento y brutal”. Llama mucho la atención, al leer la vasta bibliografía crítica más relevante escrita sobre esta novela (Anderson Imbert, Holland, Pagni, Rípodas Ardañaz, Unzueta, Villena), la no mención de la violencia de género del primer capítulo. Tal vez, hasta hoy, no hayan estado dadas las condiciones culturales de visibilidad para su reconocimiento.

A diferencia de Soledad, Angélica, la protagonista de Gómez, es una mujer de mundo. Una “cómica” (actriz de comedia) que viaja de teatro en teatro y se gana la vida con su propio trabajo. Por formar parte de ese sector de la sociedad tan proclive al vicio y a la apariencia como es el mundo de los actores –explica el narrador, voz e ideología cercanas a las de su autor, el católico Eusebio Gómez[2]– es que Angélica se deja seducir por las riquezas de Eduardo, en vez de casarse con el poeta Emilio, pobre pero sensible. A diferencia de Soledad, esta heroína funciona, según veremos, como contra-ejemplo de virtud moral. Angélica ha abandonado a Emilio y este, desgarrado, está a punto de suicidarse. La novela se abre con una escena de tormenta, a orillas de un rio al que el joven Emilio está a punto de arrojarse. Este protagonista es presentado de un modo que deja sugerido un pacto de lectura: “Frente altiva y orgullosa, descubría uno de esos jóvenes poetas de poco brillo y de cuyos cantos no gusta el vulgo porque hablan más a la inteligencia que al corazón” (6). Así, desde las primeras páginas se avisa que esta escritura apelará al corazón y buscará gustar al vulgo. De hecho, es llamativa la cantidad de veces que aparece la palabra “corazón” en esta novela, en tensión con la alta violencia que se narra en sus páginas. El intento de suicidio de Emilio da pie para que la voz narrativa se dirija a él (en un abrupto pasaje a segunda persona), y lo increpe así:

¿Quién te ha dicho que por una vil mujer, cuya fisonomía angelical, mirada con el microscopio, no es otra cosa que una masa inerte de gusanos, debes clavarte un puñal al corazón o arrojarte como piedra a las entrañas de un río? ¿Crees no encontrar otra? Da un solo paso en el camino de la vida y encontrarás un millón más bellas. Si quieres suicidarte, tiende antes de clavar el puñal en tu corazón una mirada sobre esa madre llorosa que te alimentó con su sangre y sabe que eres el fruto de sus amores” (8-9, énfasis mío).

Esta cita condensa los dos estereotipos que representaban a la mujer en el siglo XIX: demonio o ángel, “masa inerte llena de gusanos” o “madre llorosa”. Mientras que la “madre llorosa” es un tropo dentro de la estética romántica (el llanto –el dolor en general– es prestigioso) la frase “mirada con el microscopio, no es otra cosa que una masa inerte de gusanos” desconcierta: no tanto por la misoginia (que atraviesa toda la novela) sino por el imaginario científico y la apelación al asco, ambos más propios de la novela naturalista que del melodrama sentimental.

Arrepentida, Angélica se culpa por haber rechazado al joven poeta. “[L]a ambición es el más horrible sentimiento en un pecho femenil” (13), se recrimina la heroína, llorando sobre el cuello de su criada. Con una fuerte cercanía discursiva con el sermón religioso, la voz narrativa concluye: “La mujer es un ser que, pudiendo abrazar los cielos, se sumerge en el lodazal de sus pasiones. Pero lo más terrible que puede anidarse en su corazón es el orgullo, la ambición” (57). Será el “orgullo”, esta zambullida en el lodazal pasional, lo que lleve a Angélica a morir. Su muerte es excesiva y morbosa: es degollada en la plaza pública, rodeada de tropas militares y ante una muchedumbre ansiosa por ver sangre. En la cúspide del melodrama,[3] en esta escena de “naturalismo de la vida onírica” (Bentley: 198), leemos:

Angélica estaba con una mortaja y sólo se esperaba al verdugo. Transcurrieron algunos minutos, después de los cuales se presentó un hombre con traje rojo y una careta negra. Adelantóse con paso firme armado de un hacha hacia la víctima, y el populacho que guardaba un silencio profundo vio a Angélica inclinada sobre una bigornia y al verdugo descargar el golpe mortal (72).

Regodeada en su ralentización de la escena pesadillesca, la narración presenta un momento clave del melodrama, según Brooks, la anagnórisis o reconocimiento del personaje:[4]

Pero viendo el sacrificador que la víctima no caía bajo sus golpes, se adelantó y rompió la venda de sus ojos, mas retrocedió horrorizado, exclamando:
–¡Angélica, Angélica!
Ésta, que se agitaba entre las convulsiones de la muerte, tiende su última mirada moribunda hacia el verdugo.
–Emilio, ¿eres tú? Adiós, hasta el cielo.
Y cayó.
Así espiró Angélica, sacrificada por la mano del hombre que más había amado. (72)

El castigo a la ambición femenina es tremendo: ser degollada frente a todos y a manos de su único y verdadero amor, aquel a quien ella, enceguecida por el dinero, no supo valorar. Pero el afán disciplinador no termina en este aviso macabro: la novela de Gómez –la única de las 24 sentimentales escritas entre 1840 y 1870– es de lo más explícita en su condena de conductas sexuales, según veremos más adelante. Antes, quiero detenerme en otra novela que justifica narrativamente, aún más que la de Gómez, el femicidio.

Hojas de mirto, escrita por el ignoto Ernesto Loiseau (1816-1863), se publica en formato libro en Buenos Aires en 1859. Nunca hasta ahora reeditada, propone un relato enmarcado a través del tópico del manuscrito del amante muerto por penas de amor.[5] Así, en los primeros tres capítulos, un narrador en tercera, E***, cuenta que su amigo Raoul le ha legado un extenso manuscrito en donde se revelan las causas de su suicidio. Se genera de entrada un efecto de simultaneidad y de igualación entre lectores y narrador: a medida que avancemos, iremos conociendo junto con E*** el secreto de Raoul: qué lo llevó a suicidarse.

La primera mitad de la novela (hasta el capítulo XVI de los XXXII que la componen) narra, con estilo romántico-sentimental, la desazón y la soledad del joven Raoul previas a hallar el amor de Delia. En el capítulo XVII, tras haberse casado con su amada a escondidas del padre de ella, estalla por fin el clima ominoso que hemos respirado desde el inicio. Es un atardecer y Raoul está volviendo a su casa. En vez de la cena servida y el abrazo amoroso fantaseados durante el regreso, se encuentra con aquel horror fatalmente sospechado:

Mi pie pisó en el dintel de la puerta donde creía que era esperado por mi idolatrada Delia; mi corazón palpitaba anhelante, ardiendo en la más pura llama de amor.
Mi mano trémula oprimió el botón de aquella puerta.
¡¡Ay!! Una nube rojiza oscureció mis miradas, mis manos se crisparon, dejó de circular mi sangre, se dilataron mis músculos y caí desfallecido, lanzando un grito agudo y penetrante que aún hoy, en medio de mis sueños, oigo vibrar en mi alma.
En vez del delicioso cuadro de amor que me había forjado en mi tránsito, encontré otro de luto y sangre, sangre que había ahogado mi porvenir, sangre que regando la tierra la había hecho estéril para mí (88).

La cita da cuenta de una narración altamente autorreferencial (nótese la proliferación de “mi/mis”) y focalizada en los avatares físico-emocionales de un yo hiperestésico. La escena es hiperbólica como el melodrama mismo, apela al suspenso y al efectismo. Raoul se topa con “el espantoso desorden de la pieza”: muebles tirados por el piso y salpicados de sangre, el cadáver de Delia, un puñal ensangrentado y, ante todo, una carta. Es del padre de la joven:

Voy a heriros en el corazón porque vos habéis destrozado el mío, voy a arrebataros todo lo que puede haceros amar la vida, porque vos me habéis arrebatado lo que tenía de más precioso y lo que amaba sobre todas las cosas, voy a hacer del mundo para vos un infierno. […] Yo os arrebato vuestro amor, en tanto que vos me habéis arrebatado mi amor y mi honor […] me figuro también el dolor profundo que va a romper todas las fibras de vuestro corazón y os compadezco, pero no está en mí poder detenerme en la pendiente rápida en que me he lanzado […] el honor es la única divinidad que he reconocido y acatado […] El borrón en el honor solo con sangre se puede lavar […] Yo había destinado mi hija para ser esposa del hijo de un amigo a quien amé con toda mi alma […] quise obligar a mi hija a que aceptara el esposo que yo le había destinado […] mi hija se resistió (96, 97, 99, énfasis mío).

Además de la mencionada focalización en el yo narrador y de ciertos elementos típicos del melodrama (la sangre, el horror, lo inesperado), aparece aquí el tema, tan caro a la narrativa sentimental argentina, del matrimonio arreglado por el padre de ella. Pero, sobre todo, aparece la naturalización de la violencia de género (filicidio/femicidio) a partir de la retórica del honor masculino: “El borrón en el honor solo con sangre se puede lavar” (99). La voz narrativa avala el asesinato de esta hija a manos de su padre pues ella, al haberse casado con Raoul a escondidas, ha deshonrado la figura paterna. Es decir: el relato no sólo legitima el femicidio como vía de restitución de la honra paterna sino que, dentro de ese razonamiento, la mujer queda invisibilizada. Aún peor que en Angélica o una víctima de sus amores, en donde se plantea el femicidio como forma de castigo moral a la ambición y a la autonomía femeninas, en Hojas de mirto la voz narrativa ni se detiene en el personaje femenino: Delia, des-subjetivizada, es aquí un mero objeto de disputa entre el padre y el marido.

Conclusiones

Algo es común a estas tres narrativas masculinas: el gran pecado no es tanto tener un deseo propio sino llevarlo a cabo[6]. Lo imperdonable en una mujer es aquello que se nombra como “su ambición” y que se traduce, en la trama, como la libre elección de marido. El único exceso que les es permitido a ellas es el del dolor. La única excrecencia: las lágrimas. En este sentido, podemos leer estas escenas de violencia como ejercicios de persuasión en torno a las ventajas de una suerte de orgulloso sometimiento, si cabe el oxímoron: narraciones creadas por hombres que muestran lo honroso de la abnegación y/o su contracara: las fatales consecuencias de revelarse. En este sentido, las novelas sentimentales que echan mano, además, de elementos melodramáticos (entre ellos, la violencia explícita) no se alejarían de los tópicos y recursos de aquellas meramente sentimentales. Tanto unas como otras fundan sus argumentaciones en la idealización del amor y del ser amado, en la cuestión del matrimonio –de libre elección o arreglado–, la represión de la sexualidad, la condena moral del deseo propio (sea llamado “orgullo” o “ambición”). Pero suben la apuesta: narran explícitamente femicidios y maltratos.

Bibliografía

Fuentes primarias

Gómez, E. F. Angélica o una víctima de sus amores. Novela original. Paraná, Imprenta de El Nacional Argentino, 1859.

Loiseau, E. [El Mulato]. Hojas de mirto. Novela original. Buenos Aires, Imprenta de la Reforma, 1859.

Mitre, B. Soledad. Novela original. Paz de Ayacucho, Imprenta de la Época, 1847.

Fuentes secundarias

Batticuore, G. Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina. Buenos Aires, Ampersand, 2017.

Bentley, E. The Life of the Drama. New York, Atheneum, 1964.

Brooks, P. “La estética del asombro”. El folletín y sus destinos. Migraciones y trasposiciones en los imaginarios culturales argentinos del siglo XX. Ed. M. I. Laboranti. Trad. Estefanía Viglione. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2012, pp. 153-202.

Molina, H. Como crecen los hongos: La novela argentina entre 1838 y 1872. Buenos Aires, Teseo, 2011.

Peluffo, A. En clave emocional. Cultura y afecto en América Latina. Buenos Aires, Prometeo, 2016.

Unzueta, F. “Soledad o el romance nacional como folletín: proyectos nacionales y relaciones intertextuales”. Revista Iberoamericana, vol. 32, n° 214, 2006, pp. 243-254.

Zó, R. E. “Funciones de la novela sentimental hispanoamericana durante el siglo XIX”. Cuadernos del CILHA, vol. 8, n° 9, 2007, pp. 79-97.


  1. Esta ponencia es un fragmento de mi artículo “Violencia de género en novelas sentimentales argentinas del siglo XIX”.
  2. Periodista rosarino (1815-1885). Datos extraídos de Molina (408).
  3. Para pensar la escena del ahorcamiento de Angélica como prototípica del melodrama, cabe recordar la noción de exceso, en relación con los efectos corporales que esta modalidad narrativa busca producir en los lectores: “Melodramatic excess is a question of the body, of physical responses. The term tearjerker underscores the idea that powerful sentiment is in fact a physical sensation, an overwhelming feeling. Over and above the poignant emotions of pathos, melodrama thrives on stimulating the sensation of agitation –for example, the physical, visceral thrill created by situations of acute suspense” (Singer 40).
  4. “Hay de hecho un cierto escándalo en el melodrama, más perceptible en el momento de la identificación más resonante” (180).
  5. María (1867), del colombiano Jorge Isaacs, es el ejemplo clásico hispanoamericano de estas narraciones enmarcadas en el manuscrito que le ha dejado al narrador el amigo fallecido por penas de amor. Dentro del corpus de novelas sentimentales que aquí mencionamos, hay dos casos de narraciones enmarcadas (aunque no halladas en manuscritos sino referidas oralmente): en Dos pensamientos el narrador es el amigo del protagonista cuya historia nos refiere, y en Quien escucha su mal oye, es un amigo de la narradora principal el que refiere el relato (esta narración cobra tintes catártico terapéuticos: cuando se ha cometido una falta irreparable, “réstanos, al menos, el medio de expiarla por una confesión explícita y franca”, 130).
  6. Tener un deseo y no ejecutarlo, soñarlo simplemente, como Soledad con Enrique antes de la muerte de Ricardo, no está condenado, de hecho, la ensoñación melancólica de lo imposible es una de las características esencializantes de lo femenino. Es esta ensoñación con el amor imposible lo que se esboza como motor de la escritura en aquellas novelas cuyas heroínas “confiesan” sus pesares en un libro de memorias o diario íntimo, como Soledad, o como María en Nunca es tarde cuando la dicha es buena, de Tomás Gutiérrez.


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