Amalia Campos-Delgado
El término imaginario tiene raíz en el latín imāgo, imagen. La cercanía fonética con la palabra imāginārus genera que comúnmente se asocie con imaginación y representaciones fantasiosas e ilusorias. Sin embargo, la definición se vincula con imāgino e imagineus, que significa representar, formar, dar imágenes o ideas, y lo perteneciente a la imagen, lo que ésta representa (Valbuena, 1826) . En el concepto el sufijo “social”, aunque a veces obviado, busca enfatizar la dimensión colectiva del conjunto de referentes y representaciones.
Los imaginarios sociales son sistemas de referencia territorializados, simbolizantes y simbolizados que enmarcan el actuar y sentir social. A su vez, la dimensión simbólica de la frontera fragua, y está fraguada en, imaginarios de lo propio y lo ajeno. Los imaginarios de la(s) frontera(s) articulan las narrativas y representaciones del territorio, de la identidad y de la alteridad.
Mezzadra y Neilson (2013) afirman que, además de ser símbolos de la soberanía estatal, “las fronteras regulan y estructuran las relaciones entre capital, trabajo, derecho, sujetos y poder político” (p, 26). Siendo así, resulta fundamental reflexionar sobre los imaginarios que se forjan y moldean entorno a la frontera.
Este capítulo se divide en tres secciones. La primera desarrolla la conceptualización sobre imaginario social: se exponen las principales propuestas conceptuales y teóricas. La segunda sección examina las narrativas y representaciones construidas en torno a la frontera geopolítica, otorgando particular atención a los dispositivos que han arraigado el imaginario de la frontera como un axioma. La tercera sección se concentra en los diversos imaginarios creados en relación con la seguridad fronteriza.
Imaginarios sociales: algunas conceptualizaciones
Cornelius Castoriadis y Gilbert Durand encabezan la genealogía de la conceptualización de imaginarios sociales. El primero lo hace desde el materialismo histórico y el segundo desde la antropología simbólica. Jean-Jacques Wunenburger y Michel Maffesoli se destacan como los principales sucesores de la escuela fundada por el pensamiento de Durand. En contraste, aunque Castoriadis es enaltecido como uno de los grandes pensadores del siglo XX y su conceptualización sobre imaginario social sea utilizada ampliamente (por ejemplo, Baeza, 2012 y Carretero, 2017), no se considera que forjara una escuela de pensamiento. En términos generales, imaginario social, como categoría conceptual, articula investigaciones relacionadas a cosmovisión, identificaciones e identidad colectiva y movimientos sociales.
Los imaginarios sociales son el conjunto de ideas, creencias y valoraciones que se definen en torno a una actividad, territorio y fenómeno en un momento sociohistórico específico. De acuerdo con Castoriadis (1975):
La institución de la sociedad es lo que es y tal como es en la medida en que ‘materializa’ un magma de significaciones imaginarias socialescunnin (p. 552). [Siendo así], lo que mantiene unida a una sociedad es el mantenimiento conjunto de su mundo de significaciones (p. 557).
Dado que estructuran, congregan, regulan y legitiman, lo imaginario constituye una “infraestructura espiritual”, en la medida que guía y rige la vida en sociedad (Maffesoli, 2016).
Los imaginarios articulan la sociedad, son esquemas simbólicos que dotan de sentido a la realidad social. Es el orden implícito a través del cual se filtran todas las interpretaciones e incluso los comportamientos individuales o colectivos. Es, según Durand (1993), el receptáculo de todas las representaciones humanas, la “pauta” a través de la cual se le da sentido al mundo. El imaginario social dota de sentido y hace posible las prácticas de una sociedad (Taylor, 2006). Desde una óptica funcionalista, los imaginarios elaboran y distribuyen los instrumentos de percepción de la realidad (Pintos, 1995).
Es a través del imaginario social que se confiere significación a los fenómenos y procesos de la vida en colectividad. El imaginario social es instituyente e instituido, pero no es estático; cada sociedad construye su simbolismo incorporando lo natural, histórico y racional (Castoriadis, 1975). El imaginario social puede comprenderse como un repertorio donde se encuentran todas las prácticas que tienen y dan sentido a determinada sociedad (Taylor, 2006). Siendo así, Durand (1960) apuntala a la “narración mítica”, el sermo mythicus, como el eje organizador del conjunto de imágenes que representan el imaginario y “por la cual un individuo, una sociedad, de hecho, la humanidad entera, organiza y expresa simbólicamente sus valores existenciales y su interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte” (p. 10).
El imaginario social se manifiesta en las significaciones transmitidas a través de los procesos de socialización y materializa a través de las acciones de los sujetos que se orientan por estas significaciones sociales institucionalizadas. De tal forma que, el imaginario orienta, se manifiesta e impacta en las mentalidades y comportamientos colectivos (Baczko, 1999). Es entonces que el imaginario social no debe ser entendido como un manual simbólico inamovible a través del cual el individuo actúa mecánicamente, sino más bien como los esquemas interpretativos compartidos entre los miembros de una sociedad que permiten decodificar la realidad y orientan el actuar del individuo.
El imaginario social norma los sistemas de identificación e integración social. Justamente, Castoriadis (1975) remarca que los individuos son formados en sociedad a través de las significaciones entrelazadas en el imaginario social, y así se forja su capacidad para representar, actuar y pensar a través de determinados códigos sociales. En este mismo orden de ideas, Baczko (1999) conceptualiza a los imaginarios sociales como una fuerza reguladora de la vida colectiva al ser un sistema de representaciones que refleja y legitima la identidad, distribución de roles, en general, el orden social. De manera que, de igual forma que elaboran y regulan los modelos formadores dentro de una sociedad, los imaginarios sociales rigen las percepciones de la alteridad, al otro, al extranjero, al ajeno.
El estudio del imaginario social alude intrínsecamente al análisis de la manera en que las imágenes y símbolos que dan sentido a lo social se constituyen y transmiten como significantes. En palabras de Taylor (2006), los imaginarios guían:
el modo en que [las personas] imaginan su existencia social, el tipo de relaciones que mantienen unas con otras, el tipo de cosas que ocurren entre ellas, las expectativas que se cumplen habitualmente y las imágenes e ideas normativas más profundas que subyacen a estas expectativas (p. 37).
De esta manera, el valor analítico de este concepto es que permite reconstruir y comprender las visiones del mundo que orientan las acciones de los sujetos (Lindón et al., 2006). Es decir, es fundamental anclar el análisis del imaginario social en la vida cotidiana y en el sentido y significado práctico que los individuos en sociedad les otorgan.
Demarcación de lo propio y lo ajeno
La historia de la construcción de los estados nación, o más bien, el imaginario del modelo occidental de estado nación, está tejida con imaginarios de una identidad homogénea y límites territoriales definidos. No en vano Anderson (1991) conceptualiza a la nación como “una comunidad política imaginada inherentemente limitada y soberana” (p. 23). “Comunidad imaginada” ya que, a pesar de que sus miembros no se conocerán jamás entre sí, se “imaginan” en comunión y entre ellos rige un sentido de solidaridad y unión que va más allá del orden físico. “Limitada y soberana”, en medida que delimita su territorio y jurisdicción a través del establecimiento de fronteras físicas finitas. De modo que el imaginario del modelo occidental de estado nación está entreverado con el imaginario de las fronteras como confín de la identidad colectiva y la construcción simbólica y material de la división con el otro.
A pesar del imaginario de las fronteras naturales, las fronteras geopolíticas son, por principio, artificiales. Dicho imaginario pretende desligar la noción de frontera de una acción política y en cambio, vincularla a las características del terreno, principalmente designando a las montañas, desiertos, mares y ríos como obstáculos naturales entre dos poblaciones (Brigham, 1919). A través de este imaginario se busca fusionar simbólicamente la línea imaginaria, que es la frontera, con algún accidente geográfico y así adjudicar naturalidad a una separación político-administrativa. Sin embargo, como señala Hartshorne (1936), lo que se considera como “límites naturales” no pueden ser desvinculados del uso que el estado nación haga de ellos como límite de defensa, barrera al comercio e impedimento a la comunicación entre culturas de la región. Ningún elemento del relieve de una zona geográfica es una frontera por sí mismo: se le confiere una significación y uso como tal.
La cartografía ha sido el artefacto por excelencia para representar, reproducir, normalizar e institucionalizar el imaginario de las fronteras geopolíticas. Los mapas, como herramientas narrativas, han sido fundamentales para instaurar en el imaginario colectivo la concepción del mundo a través de estados. Es lo que van Houtum (2012) denomina state-border gridism, cuadrícula de estados-fronteras. Como un acto de “alquimia simbiótica”, la cartografía ha sido un vehículo para expresar ideas o creencias que dan forma a una visión del mundo en momentos específicos (Bueno Lacy y Van Houtum, 2015; Brotton, 2013; Harley, 1988). Justamente, de la mano de institucionalizar el imaginario del mundo ceñido por fronteras, la cartografía ha permitido amalgamar el esquema de valoraciones identidad/alteridad con la territorialidad del estado nación.
Las fronteras son dispositivos geopolíticos engendrados en el orden de lo simbólico para demarcar lo propio de lo ajeno. Como lo afirman Wimmer y Glick Schiller (2002), es a través de la traza de las fronteras en que se delinea la patria de la ciudadanía, se define el límite entre orden social y desorden, pero especialmente, se distingue entre el hogar nacional y el desierto de los extranjeros. Es así que la frontera, como dispositivo de delimitación, se convierte también en un esquema de significación donde se ponen a prueba y valorizan constantemente los modelos formadores de la sociedad: el ciudadano, el extranjero; el buen ciudadano, el buen extranjero.
Por ejemplo, en el contexto de la región fronteriza Tijuana-San Diego, México-Estados Unidos, debido a la constante restricción y selectividad de movilidad regular, para los habitantes del lado mexicano, los imaginarios que se fraguan están vinculados a contención y diferenciación, y, sin embargo, existe una gran ambivalencia: la frontera es un recurso y un obstáculo (Campos-Delgado y Odgers, 2012). Incluso, la presencia de mayor o menor infraestructura física de control permea en la manera en que estos imaginarios se constituyen, además de orientar la normalización de las lógicas de movilidad/inmovilidad y permisibilidad/restricción, cuyas prácticas rara vez son categóricas, sino que se manejan en diversos claroscuros. Precisamente, esta ambivalencia permite dar cuenta que los esquemas de significación que enmarcan los imaginarios sociales no son absolutos y que, de la mano de las prácticas sociales, se adaptan y simbolizan a través de las realidades particulares del contexto.
Imaginarios de la seguridad fronteriza
Las nociones de seguridad y protección están en el núcleo de la simbolización de las fronteras. Por tanto, el imaginario de frontera infranqueable predomina en el discurso oficial. Este imaginario está articulado por el poder soberano del estado de definir sus lógicas y tácticas de control, defensa y salvaguarda. Además, está simbólicamente sustentado en la materialidad de la infraestructura fronteriza, en el poder de la frontera como imagen y símbolo. No hay que olvidar que los muros fronterizos son dispositivos de diferenciación (Newman, 2006). Es decir, las fronteras son tanto procesos como productos (Wilson y Donnan, 2012).
La frontera es un artefacto de control. En última instancia, en su función administrativa, la frontera tiene como objetivo final bloquear el tránsito no deseado. Es así como en el imaginario de frontera inteligente converge la panacea de la eficacia y eficiencia de la medición del riesgo. La inteligencia de la frontera radica en el uso de tecnología y sistemas de monitoreo a través de los cuales es posible diferenciar los flujos de personas y bienes deseados y no deseados (Salter, 2004; Ceyhan, 2008). Siendo esto una articulación de lo que se ha llamado gated globalism, globalismo cerrado (Cunningham, 2001), que, mientras que refuerza las dinámicas de exclusión para ciertas poblaciones, permite que el capital, la información, los productos básicos, las ideas y algunas personas fluyan rápidamente a través de las fronteras.
La heterogeneidad y ubiquidad de las fronteras es, de acuerdo con Balibar (2002), el proceso a través del cual las acciones de control fronterizo pasaron de estar ubicadas en puntos fijos en el territorio a ser incorporadas en otros procesos desarrollados por el estado, por ejemplo, en el acceso a la seguridad social. Esta dislocación de los procesos de control fronterizo ha generado dos imaginarios, el de la frontera omnipresente y el de la frontera móvil. El primero refiere a la capacidad de escrutinio constante a través de sistemas de información en red, de mecanismos de control dentro del territorio y el rol de civiles en labores de control (Menjivar, 2014; Perkins y Rumford, 2013). El imaginario de la frontera móvil, remite a la individualización de los controles de la movilidad y fronterizos (Amilhat-Szary y Giraut, 2015).
La seguridad fronteriza es un oxímoron. No puede ser entendida sin el imaginario de frontera infranqueable y traficable. Estos imaginarios engloban la ambivalencia simbólica y pragmática de la frontera. La frontera es concebida como membrana de protección y filtro de seguridad, como el epítome del control del estado y, a la vez, siempre susceptible a ser traspasada por estrategias irregulares. La frase de la exsecretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Janet Napolitano, “muéstrame un muro de 11 pies de altura y yo te mostraré una escalera de 12 pies de altura”, ejemplifica que las infraestructuras, estrategias y medidas de control y regulación son vulnerables a la traficabilidad intrínseca en una frontera. Como resume David Newman (2006), “si existe una frontera, siempre hay alguien que quiere cruzarla para llegar al otro lado” (p. 178). Esto implica replantear la conexión que existe entre estas medidas de control, las dinámicas de exclusión y la industria de movilidad y flujos irregulares.
Ejemplo de cómo estos imaginarios y prácticas de control convergen y se transforman es el del reforzamiento del control fronterizo de México con Guatemala. Hasta finales del siglo XX e inicio del siglo XXI, esta frontera fue considerada como largamente olvidada. El reforzamiento e infraestructura eran temas secundarios y, en cambio, se priorizaban las dinámicas de movilidad transfronteriza arraigadas cultural e históricamente (Guillén, 2003). A partir del establecimiento del Régimen de Control de Tránsito en México, la frontera sur de este país se convierte en el epicentro de medidas de control que buscaban detener y desalentar el tránsito migratorio hacia Estados Unidos (Campos-Delgado, 2018). Estas prácticas de externalización de control migratorio, al situar a todo un territorio como espacio control y de contención, desafían las consideraciones tradicionales sobre las fronteras y los imaginarios de la seguridad fronteriza anclada en el territorio del estado-nación.
En los imaginarios de frontera se plasman el sistema de valoraciones e interpretaciones en torno a la territorialidad, la seguridad y la protección de la nación. A través de ellos se dota de sentido y legitiman las significaciones en torno a las categorías estructurantes: identidad/alteridad; ciudadanía/extranjería; propio/ajeno. Siendo así, su relevancia no es menor, pues tienen el potencial de normalizar, institucionalizar y encausar acciones en torno a ellos.
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