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59 Territorio

Xavier Oliveras González

Territorio es uno de los principales términos de la geografía, pero ampliamente utilizado en muchas otras disciplinas, así como en el lenguaje coloquial. Como se mostrará, pueden identificarse tres conceptualizaciones distintas, aunque la definición más común sea aquella del espacio bajo soberanía del estado nación. Ésta es la propia de la perspectiva estatista (o territorialista) según la cual el mundo, y el conocimiento espacial, debe dividirse en espacios de soberanía estatal (Taylor, 2000). Esta idea deriva en un sesgo ideológico que imprime teórica y metodológicamente muchos razonamientos, que Agnew (1994) denominó la “trampa territorial”.

La relación entre territorio y frontera se nutre en gran medida de esta perspectiva, a la vez que las transformaciones más recientes del territorio asociadas a la globalización y a la respuesta de los estados a aquélla han abierto la posibilidad de repensar la frontera.

Este capítulo se estructura en tres secciones. En la primera se exponen las explicaciones etimológicas y genealogía del término territorio. Acto seguido se repasan, brevemente, algunas de las principales trayectorias conceptuales. Finalmente, se prestará atención al nexo territorio-frontera.

Definición etimológica y genealogía

El origen tanto del término territorio y sus equivalentes territorio (portugués), territoire (francés) y territory (inglés), como de su significado actual, emergieron en Europa junto con el moderno estado nación en el siglo XVII. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que el fenómeno territorial es más antiguo.

Dependiendo de la perspectiva conceptual que se tome, lo territorial nace ya sea con el primer ejercicio de poder en y con el espacio o junto a las primeras entidades políticas que, a través de distintas estrategias, controlaban las poblaciones y los recursos. Tomando esta segunda perspectiva, puede pensarse en múltiples entidades a lo largo de la historia y en distintos contextos. En Mesoamérica, por ejemplo, antes de la reorganización que supuso la conquista española, lo territorial se expresaba por medio de distintos términos (Martín, 2018): altepetl (mexica / azteca), batabil (maya) y ñuu (mixteco).

La etimología de territorio, del latín territorium, aún no se ha resuelto. Se apuntan dos hipótesis, una derivada de terra y otra de terrere, ambas seguidas del sufijo –torium, que denota un lugar donde se desarrolla una acción específica, de forma análoga a otros términos espaciales de origen latín, como dormitorio, oratorio y sanatorio. La primera explicación se asocia a la tierra (terra), cuya raíz ters– se vincula a la acción de secar, por lo que originalmente territorio se referiría al lugar donde, mediante la preparación del suelo, se cultiva. De ello se ha derivado un territorio entendido como un espacio de recursos y actividades (como el espacio agrícola) y de transformación. La segunda etimología, en cambio, se asocia al terror (terrere), palabra derivada de la raíz también indoeuropea tres– (temblar), de lo que se concluye que el territorio podía referirse al espacio donde se implementan estrategias de dominio, como lo es el miedo.

Su significado y uso han evolucionado a lo largo del tiempo, como ha demostrado extensamente Elden (2013). Así, en la Europa romanizada (hasta el siglo X) el territorio correspondía a las tierras agrícolas, ganaderas y forestales situadas alrededor de un asentamiento humano, como un monasterio o una ciudad, para su sustento. Desde entonces y hasta el siglo XV, correspondió al espacio bajo jurisdicción señorial (noble, eclesiástica, real) o de una ciudad libre. A partir del siglo XVI mutó hacia el espacio de soberanía de un estado nación. Con este último significado, el territorio se incorporó como concepto en las ciencias sociales. Su trayectoria académica ha pasado por distintos momentos de auge (1900-1940, 1960-1990) y abandono (1945-1960 y 1990-2000), seguido del reciente giro territorial.

Por último, de territorio derivan otros términos, de los que cabe destacar territorialidad y territorialización. El significado de ambos está vinculado al dominio espacial del estado y de otros actores (incluida la territorialidad animal), si bien la diferencia entre ellos no siempre está clara. Siguiendo a Agnew (2009a y 2009b), puede decirse que la territorialidad se refiere a las estrategias tanto de organización y ejercicio de poder en el espacio, como de organización de las personas, objetos y actividades sociales, económicas o políticas en áreas delimitadas a través del uso de fronteras. En cambio, la territorialización se refiere al proceso mediante el cual personas, objetos y actividades son fijados en el espacio por el estado, u otros actores, con capacidad de organizar y ejercer poder.

Trayectorias conceptuales

En las últimas décadas la conceptualización de territorio ha estado sujeta a cambios sustanciales, y el uso del término ha seguido un derrotero que, en cierta medida, puede calificarse de irónico: a medida que su definición clásica perdía validez, las ciencias sociales pasaron a utilizarlo indiscriminadamente, a menudo sin definirlo ni precisar. Ante ello, desde la geografía se ha desarrollado un intenso esfuerzo intelectual para circunscribirlo teóricamente a la vez que redefinirlo a la luz de nuevos paradigmas (Ramírez y López, 2015).

Actualmente conviven tres conceptualizaciones distintas, definidas a partir de la combinación de procesos y actores (Cuadro 1). Aunque diferenciadas, no son mutuamente excluyentes; al contrario, el diálogo entre ellas es posible (Halvorsen, 2019).

Cuadro 1
Conceptualizaciones de territorio

Actores

Uno (Estado-nación)

Múltiples

Procesos

Uno (político)

estatista o territorialista

no-estatista o multiterritorial

Múltiples

multidimensional

Fuente: Elaboración propia.

En primer lugar, el territorio se asume como el espacio de los estados nación, cuyas áreas son delimitadas, contiguas y sin superposiciones. Asimismo, son tanto un área de soberanía como de control y regulación de la población, recursos y actividades. Esta conceptualización, como puede verse, está asociada claramente a la primera hipótesis etimológica, la tierra. Esta perspectiva ha sido ampliamente cuestionada en las últimas décadas. Con la emergencia de la globalización quedó relegada a un segundo plano o incluso fue descartada, ya que el territorio parecía obsoleto: representaba un espacio fijo, no adecuado a la fluidez ni a la escala de la nueva era. Sin embargo, la constatación de que el estado lejos de desvanecerse (la desterritorialización), se reforzaba (la reterritorialización), hizo retomar y repensar esta perspectiva conceptual.

No es posible detallar aquí todas las líneas de debate del nuevo giro territorial, pero sirva el cuestionamiento del enfoque basado en la tierra. En esta dirección Elden (2010 y 2017) señala que la “tierra” no es suficiente para explicar la complejidad del territorio, aunque tampoco el “terror”. Así, para él, el territorio es resultado de la integración y combinación de cuatro tecnologías políticas: 1. político-económica (la tierra): las relaciones de propiedad y explotación en tanto que bien inmueble y recurso; 2. político-estratégica (el terror): las relaciones de poder para el control y mantenimiento del orden, incluidas las militares y represivas; 3. político-legal: soberanía, jurisdicción, autoridad, legislación y normatividad; y 4. político-técnica: planeación, agrimensura, cartografía, catastro, etc.

Asimismo, Cox (2002) y Peters et al. (2018), entre otros, cuestionan que el territorio sea solamente una superficie terrestre, bidimensional, horizontal, fija y estable, para dar cabida a lo móvil, dinámico y volumétrico. Así, muestran que también son territorializadas superficies cambiantes (las dunas, los ríos y la costa), superficies acuosas (el mar), volúmenes (el subsuelo terrestre y la atmosfera) y objetos móviles (los medios de transporte y las mercancías).

La segunda trayectoria conceptual emerge, especialmente desde el Sur Global, como una crítica epistemológica y ontológica a la anterior. Se cuestiona que el estado sea el único actor con capacidad de organizar y ejercer poder, a la vez que se reconocen las relaciones y agencia de múltiples actores en la construcción y transformación del territorio. Así, también territorializan las organizaciones supranacionales, empresas privadas, corporaciones multinacionales y organizaciones del crimen organizado, a la par que los movimientos populares y sociales, pueblos indígenas, organizaciones no gubernamentales y sindicatos (Pradilla, 2009; Escobar, 2010; Paz y Risdell, 2014; Bayón y Torres, 2019). En esta dirección, el territorio se concibe como el resultado de la acción política en, con y sobre el espacio. Dicho de otra forma, de la tensión -y, en ocasiones, ruptura- entre la imposición de un orden o configuración ideológica dada y su cuestionamiento (Ema, 2004; Halvorsen, 2019).

Dada la competencia, colaboración y disputa entre los diversos actores, no es posible hablar del territorio en singular. Por el contrario, se trata más bien de multiterritorialidades (Haesbaert, 2004), donde se superponen distintas áreas y escalas. Así, cualquier espacio y escala puede ser territorializado, desde un cuerpo y una recámara a todo el mundo.

Por último, en la perspectiva multidimensional el territorio se entiende como un espacio socialmente construido por múltiples procesos interrelacionados: sociales, culturales, económicos y ambientales, además de políticos (Santos, 2000; Haesbaert, 2004; Capel, 2016). De esta forma el territorio también es un espacio vivido sujeto a la apropiación y valoración simbólica; un espacio de relaciones económicas y una fuente de recursos; un ambiente físico y las relaciones entre sociedad y naturaleza. En este sentido, territorio es casi-sinónimo de “espacio” y “región”, y coloquialmente expresa cualquier área genérica. De hecho, esta conceptualización actualmente es predominante en América latina, donde el territorio se ha convertido en la principal seña de identidad de la geografía, como anteriormente lo había sido la región (Ramírez y López, 2015).

De estas tres trayectorias conceptuales, la primera y en menor medida la segunda son las que han abordado el nexo entre territorio y frontera, particularmente a través de la territorialidad. Se reconoce, por lo tanto, que la frontera es una relación de poder.

Territorio y frontera

El territorio es ante todo un espacio fronterizado, tanto hacia el exterior como hacia el interior. Pero ¿qué es primero, el territorio o la frontera? Como han mostrado geógrafos y filósofos la frontera constituye al territorio, aunque intuitivamente pudiera pensarse que el proceso se da en sentido inverso. Como señala Raffestin (en Schmidt et al., 2018), este proceso se ve confirmado por la etimología y genealogía, no de territorium, sino de región (del latín regio, de cuya raíz también derivan reinar y regular).

Esto mismo se ve en otros términos espaciales: término (del latín terminus, terminio) y el inglés pale (del latín palus, estaca, palo). En su origen, los tres se referían al mojón y al límite, o a puntos y a la línea que los une, y posteriormente y por extensión pasaron a significar el espacio delimitado.

En esta línea, la fronterización es la estrategia, quizá la más importante, para la organización y control de las personas, objetos, recursos y actividades. Así, el territorio es resultado de la división del espacio y el establecimiento de límites (desde una valla y un cercado a una muralla) y su posterior organización. Ello puede verse en la expansión territorial de muchos imperios y estados, como la de Estados Unidos hacia el Oeste: primero, la división del espacio conquistado a partir del trazado de líneas rectas sobre un mapa; posteriormente, el asentamiento de colonos y la organización política.

Frontera en un territorio fijo

La primera estrategia de apropiación del territorio consiste en la fronterización, particularmente mediante dos procedimientos complementarios: la delimitación (el establecimiento y trazado del límite) y la demarcación (la colocación y fijación en el terreno de objetos para marcarlo). No solo establecen y marcan los límites, sino que también fijan el territorio y buscan transformarlo en un espacio estable y eterno.

La delimitación y la demarcación se realizan con elementos perdurables e inmutables en el tiempo (al menos, desde la perspectiva humana): la delimitación a partir de “accidentes geográficos” como cordilleras y cursos fluviales (las fronteras naturales); su documentación en tratados y mapas; su recordatorio mediante rituales nemotécnicos y festivales fronterizos; su demarcación mediante mojones, hitos o monumentos, todos ellos elaborados con piedra y metal.

Además de la delimitación y demarcación, la fronterización integra otros procedimientos, tecnologías y dispositivos, que han ido intensificándose a lo largo de la historia. Así, también incluye el establecimiento, mantenimiento y aplicación de funciones fronterizas, como los controles aduanal, migratorio y sanitario o la defensa militar de la integridad territorial, entre otros. Estas funciones se basan en la soberanía territorial del estado-nación (la autoridad suprema, el monopolio de la violencia, la no injerencia externa), que las ejerce en el límite fronterizo, en los puertos de entrada (cruces fronterizos, puertos y aeropuertos) o en una franja paralela al límite.

Frontera en un territorio móvil

Pensar el territorio como un espacio móvil y dinámico permite entender los cambios recientes en los procesos fronterizos. El ejemplo paradigmático de este dinamismo lo constituyen los límites fijados a partir de un curso fluvial: la modificación constante de los cursos por la dinámica fluvial (erosión, avulsión e inundación) contradice la idea de una delimitación fija y estable. En esta misma línea, el retroceso de los glaciares, acelerado por el cambio climático, también pone en cuestión los límites fijados bajo el supuesto de la inmutabilidad de las cordilleras montañosas (Ferrari et al., 2018).

Así, la frontera se vuelve móvil en el caso de muchos ríos tomados para trazar el límite internacional. En Latinoamérica pueden mencionarse varios, entre ellos, ordenados de menor a mayor longitud: Coco en Honduras-Nicaragua (587 km), Pilcomayo en Paraguay-Argentina (764 km), Putumayo en Colombia-Perú (800 km), Guapore en Bolivia-Brasil (990 km) y Bravo o Grande en México-Estados Unidos (2.020 km) (International Boundaries Research Unit, 2020). Ante la movilidad de los ríos, los estados han seguido varias estrategias: desde la regulación de los cursos (para minimizar los cambios) hasta la continua adaptación del límite al nuevo curso (Figura 1). Ello se suma a la negociación internacional de otros aspectos como el aprovechamiento, la navegación y la pesca.

Figura 1
Revisión del límite fronterizo entre México y Estados Unidos en el curso del río Bravo / Grande de acuerdo con su cauce en 1910-1911 y respecto al cauce en 1897-1898

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Fuente: International Boundary Commission (1913). Cortesía de University of Texas Libraries, The University of Texas at Austin.

De la misma forma que el límite se mueve junto a los flujos hídricos, también lo hace con los comerciales y migratorios, especialmente los globales. Esto lleva a la fronterización de los objetos móviles: los migrantes, viajeros, mercancías y camiones de carga, lo que desde la perspectiva del territorio fijo se ha denominado como “fronteras a-territoriales”. El estado fronteriza los objetos móviles a través de la concesión o denegación de derechos de movimiento por el espacio bajo su soberanía, lo que acredita con la expedición de visas, para viajeros y migrantes, y certificados para empresas exportadoras-importadoras y logísticas.

Si bien tradicionalmente la verificación de la documentación se ejerce en el límite fronterizo y puertos de entrada, cada vez es más frecuente hacerlo también en todo su territorio, con base en la movilidad policial, lo que lleva a ejercer controles en cualquier lugar y momento. De ello son ejemplo las redadas en lugares de trabajo, escuelas y barrios para la detención de migrantes indocumentados. En este sentido, todo el territorio es frontera (Fábregas, 1994).

Igualmente, cada vez es más frecuente el control de los objetos móviles desde el lugar de partida y a lo largo de la ruta: la fronterización se extiende al exterior del propio territorio. Así, por ejemplo, un viajero internacional debe mostrar su visa tanto en el aeropuerto de origen y de tránsito como en el de destino. Desde esta perspectiva, los puertos de entrada del país de destino devienen la última línea jurisdiccional, no la primera (Bersin y Huston, 2016).

Esta extensión sigue tres procedimientos principales (Longo, 2018; Miller, 2019): 1) La intervención indirecta en el territorio de otros estados, por ejemplo, a través del financiamiento y formación de agencias policiales y migratorias; 2) la externalización de las funciones fronterizas en otros estados y en actores privados, como en el caso de las aerolíneas; y 3) el intercambio de información, armonización de reglamentos y protocolos entre estados, lo que se denomina cofronterización. Como resultado de todo ello, los objetos móviles se ven en la necesidad de negociar sus derechos de movimiento a través de múltiples territorios (tantos como unidades de soberanía estatal se transiten) y con múltiples actores (públicos y privados).

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