Tania Porcaro
El término separar es definido por la Real Academia Española (https://dle.rae.es/separar) como establecer distancia respecto de algo o alguien que se ha especificado como punto de referencia. Asimismo, otras acepciones indican que se trata de formar grupos homogéneos de cosas que estaban mezcladas con otras, o bien renunciar a la asociación que se mantenía con otra u otras personas, basada en una actividad, creencia o doctrina común. En estas definiciones está implícita la idea de homogeneidad interior y alteridad respecto del exterior y se destaca un sentido rupturista respecto de una unidad u homogeneidad preexistente.
En las ciencias sociales, una problemática frecuente de indagación ha sido la separación entre grupos humanos y la conformación de organizaciones o comunidades diversas. En particular, la noción de separación puede rastrearse en el estudio de los procesos políticos latinoamericanos de los últimos dos siglos, con relación a la emergencia de los estados nacionales y los vínculos que estos establecen con las regiones que los conforman y con los países vecinos. Por lo tanto, detrás del concepto es posible identificar significados históricos diversos, como: independencia, revolución, liberación, autodeterminación, clasismo o elitismo.
Toda separación comprende la construcción de una frontera al promover una diferenciación que permita, a la vez, crear una unidad y una otredad. En este sentido, no se parte aquí de la idea de entidades homogéneas preexistentes que buscan separarse. Por el contrario, la construcción de una frontera implica la creación de dos entidades diferenciadas y la promoción de su separación. Separar refiere a una estrategia que busca enfatizar, profundizar o exacerbar la idea de distancia, desencuentro o desunión, que opera a través de dispositivos materiales y simbólicos.
A continuación, se presentan cuatro secciones que recuperan diferentes ideas asociadas al concepto de separación, con relación a los procesos políticos latinoamericanos de los últimos dos siglos: (1) balcanización, (2) secesionismo, (3) autonomía y (4) autodeterminación. Cada una de ellas surge en distintos contextos espaciotemporales e implica un sustento conceptual e ideológico diverso. Las dos primeras se sitúan desde la perspectiva de la unidad y priorizan su integridad, por lo que refieren a la separación como una desintegración o fragmentación no deseable. Las últimas dos propuestas se sitúan desde la mirada de los grupos o comunidades que promueven la separación, contraponiendo la idea de fragmentación con la de diversidad y coexistencia.
Balcanización
El término Balcanización hace alusión a las diferentes guerras y conflictos ocurridos en la península de los Balcanes desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, que condujeron a la conformación de múltiples estados en las distintas etapas históricas. Por ello, es utilizado, en sentido amplio, como división de una unidad política o una sociedad. Asimismo, con frecuencia se emplea esta expresión para destacar las fuerzas exógenas que operan en la división, las cuales buscan debilitar una entidad, formar nuevas unidades pequeñas con mayores limitaciones y, por lo tanto, dependientes de un actor externo (Enciclopedia de la Política, 2018).
La idea de balcanización ha estado presente en el estudio de la emergencia y consolidación de los estados latinoamericanos, con el fin de dar cuenta de la desarticulación de unidades políticas mayores en fragmentos menores. Así, los procesos revolucionarios e independentistas han sido examinados como una balcanización de las colonias hispanas en el continente americano que, según el ideal bolivariano, debían conformar una sola nación con un mismo origen, una lengua, unas costumbres, una religión y un solo gobierno (Blanco, 2007). Se sostiene allí que la independencia y la creación de repúblicas produjeron un desmembramiento del imperio colonial español en América, quebrando el sentimiento de fraternidad regional existente entre las élites que lideraron estos procesos (Barreneche et al., 2017).
Esta concepción se replica, por ejemplo, en la idea de disolución de la Gran Colombia y la conformación de tres estados: Venezuela, Ecuador y Nueva Granada. Se formaron a partir de las confrontaciones entre los líderes que formulaban proyectos divergentes sobre la forma centralista o federativa de gobierno (Blanco, 2007). Este proceso también ha sido analizado como un particionismo que generó un trauma colectivo en América Latina y que marcó la violencia separatista y anexionista de las posteriores guerras fronterizas (Saguier, 2017). Otros trabajos postulan que fue el imperialismo (británico, francés o norteamericano) el promotor de la balcanización de Latinoamérica desde el siglo XIX, discurso que, como propone Malamud (2005), se continúa en la actualidad en relación con los obstáculos exógenos que impiden la integración regional.
Estas miradas también estuvieron presentes en los discursos académicos y geopolíticos con relación al proceso de consolidación de los estados nacionales. Una de las formas en que se expresó esta idea fue la teoría de las pérdidas territoriales. Escudé y Cisneros (2000) sugieren que la gran mayoría de los países sudamericanos han creado mitos sobre el origen del estado, en los que expresan las enormes pérdidas territoriales que han registrado a lo largo de su historia. Estos mitos fueron incorporados a las historias oficiales y a los textos escolares, acompañados por términos como lamento, sufrimiento, dolor, iniquidad, despojo o tragedia. Ejemplo de ello es el caso de Brasil que lamenta la pérdida de la provincia cisplatina (actual estado de Uruguay), o las pérdidas de Ecuador, que presumía ocupar un ancho corredor desde el Pacífico hasta el Atlántico. Otro ejemplo es Bolivia, que de manera persistente destaca las porciones terrestres cedidas a Brasil, Perú, Paraguay, Chile y Argentina (Figura 1).
Figura 1
Mapa de las pérdidas territoriales bolivianas en un texto escolar de geografía política
Fuente: Ayala (1941), citado por Escudé y Cisneros (2000).
La idea de pérdida alude a una porción de superficie terrestre que ha sido conquistada y controlada por un estado vecino. Desde esta perspectiva, las fronteras son el resultado de una pérdida o escisión, en un sentido negativo. Se tiende a naturalizar la existencia de una determinada entidad, concebida como homogénea o estática, consolidando una mirada ahistórica. Ello se expresa, por ejemplo, en la idea de desmembramiento, que configura la metáfora de un ser vivo a quien se le amputa un miembro, naturalizando así su pertenencia a dicha entidad. En cambio, este enfoque nada dice respecto de la población que allí habitaba ni de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales que se establecían con otras territorialidades.
Secesionismo
Otros procesos políticos examinados en la producción académica latinoamericana son los movimientos separatistas o secesionistas. La Real Academia Española define separatismo como una “tendencia política que propugna la separación de un territorio respecto del estado al que pertenece, para alcanzar su independencia o integrarse en otro país” (https://dle.rae.es/separatismo). Los movimientos denominados como separatistas en Latinoamérica, por lo general, no se apoyan en diferencias étnicas, culturales o lingüísticas como ocurre en otros casos, sino que resultan de factores políticos y económicos que llevan a profundizar la división de intereses entre las diferentes regiones. Para Bandeira (1993) el separatismo se produce cuando las estructuras institucionales de una unidad mayor (imperio, federación, confederación) se tornan incapaces de atender las reivindicaciones políticas o económicas de esos grupos, y las divisiones contribuyen a exacerbar ideologías nacionalistas.
Los primeros separatismos latinoamericanos derivaron del proceso independentista y las disputas en torno a la organización de los estados emergentes, principalmente a partir de la oposición entre centralismo y federalismo. Un ejemplo de ello fue la Revolução Farroupilha en la provincia de Rio Grande do Sul, la cual se declaró independiente del Imperio de Brasil y conformó la República de Piratini entre 1835 y 1845. Los líderes del movimiento eran miembros de la élite, e incluían a grandes estancieros, charqueadores, comerciantes y la cúpula militar, quienes reclamaban cambios en los impuestos a la producción ganadera y el comercio de animales, y reivindicaban una mayor autonomía respecto de la política centralista considerada arbitraria (Dornelles, 2010).
En el caso de México, la República de Texas se proclamó independiente en el año 1836, luego de una guerra con el estado central. Los descendientes de familias aristocráticas españolas que contaban con grandes hacendados en el norte del país tomaron partido por la vertiente federal y liberal y promovieron la separación de la provincia de Texas, junto con los numerosos colonos estadounidenses o anglos que especulaban con el valor creciente de la tierra y promovían su anexión a los Estados Unidos, que finalmente se concretó en el año 1845 (Reichstein, 1993).
Los movimientos separatistas contemporáneos también se sustentan en argumentos económicos y políticos por parte de regiones que se oponen a las políticas centrales, aunque se han ido modificando los contenidos de esta fundamentación. Para Pirela (2008), estos movimientos buscan desestabilizar los estamentos del estado, ya que emergen de una contradicción filosófica y política entre dos estructuras: el libre mercado que dogmatiza la libertad de cada individuo y el estado social que se rige por una lógica del nosotros. Con relación a ello, los separatismos recientes se sustentan en una construcción identitaria que tiene un componente elitista o discriminatorio que exacerba los sentidos divisorios. Sader (2008) examina este fenómeno como separatismo racista, como una modalidad de elitismo con prejuicios de raza y de clase.
Un ejemplo es el resurgimiento de las ideas separatistas en los estados de Río Grande do Sul, Paraná y Santa Catarina al sur de Brasil en la década de 1990, que se mantiene vigente hasta la actualidad. Siguiendo a Bandeira (1993), los estados sureños argumentaban que tenían una escasa representatividad en el Congreso Nacional y cuestionaban lo que consideraban un continuo drenaje de recursos hacia el norte. Asimismo, consideraban tener una práctica política superior que calificaban como más limpia y moderna, con una ética más elevada que el resto del país, donde habría una élite atrasada y parasitaria. El autor vincula estas ideas con la difusión de concepciones racistas en el país y la idea de superioridad de las poblaciones más europeizadas del sur, respecto de los nordestinos descriptos como razas inferiores.
En Bolivia, los reclamos separatistas que se visibilizaron a partir de la década de 2000 fueron protagonizados por las élites de la llamada Media Luna, que comprende los departamentos de Santa Cruz y Tarija, Baeni y Pando. Allí se sitúan los latifundios con las tierras más fértiles y las mayores reservas de hidrocarburos, además de contribuir en un gran porcentaje al PBI del país y contar con las tasas más altas de alfabetización (Chaparro, 2011; Pirela, 2008). Las élites santacruceñas promovieron la identidad Camba, que se autopercibió como una región productiva, capitalista, globalizada y moderna, y se situó ideológicamente en oposición a la nación indígena considerada conservadora, improductiva y comunitaria (Chaparro, 2011).
Los movimientos separatistas se sustentan en la idea de independencia, soberanía y nación, es decir que buscan crear una unidad separada y equivalente a aquella de la cual se desprenden. En este sentido, replican la construcción simbólica de los estados nacionales a través de íconos representativos de la comunidad imaginada y buscan definir una nueva frontera con el país que antes conformaban. De todos modos, los separatismos contemporáneos en Latinoamérica se han manifestado, hasta el momento, en un plano retórico o discursivo con escasas acciones políticas, como la realización de un referéndum.
Si bien estos conceptos refieren frecuentemente a los estados nacionales, es posible establecer vínculos con otros procesos de separación socio-espacial a diferentes escalas. Por ejemplo, Sader (2008) equipara los separatismos con la formación de barrios de sectores de alto poder adquisitivo, que funcionan como enclaves privilegiados detrás de los cuales buscan aislar y defender sus formas privilegiadas de vida, separados de otros muy pobres, por lo general de migrantes. De este modo, la construcción de muros, enrejados o también alambradas en ámbitos rurales, igualmente ligados a las lógicas del individualismo y el capitalismo, son diferentes formas de reforzar los sentidos de separación, al exacerbar la distancia entre una cierta unidad deseada y una alteridad proyectada como indeseable.
Autonomía
El concepto de autonomía es definido por la Real Academia Española como la potestad que tienen dentro de un estado los municipios, provincias, regiones u otras entidades, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios (https://dle.rae.es/autonomía). Sin embargo, la reciente diseminación del concepto lo ha convertido en polisémico, por lo que diversos autores han optado por la voz plural de autonomías. Este concepto se posiciona desde abajo, ya que recupera la óptica de quienes protagonizan estas reivindicaciones. La autonomía es concebida como opuesta al separatismo y es considerada una estrategia alternativa de coexistencia para los movimientos contestatarios (Ulloa, 2010; Chaparro, 2011; Fuente, 2011).
El estudio de las autonomías adquirió singular importancia en América Latina desde la década de 1980 (González y Burguete, 2010). Allí, es posible distinguir dos formas centrales de autonomía. La primera, denominada administrativa, departamental o territorial, fue promovida en el marco de los estados neoliberales de las últimas décadas del siglo XX. Es concebida en la producción académica como una forma de descentralización política que se focaliza en la distribución de competencias y recursos entre el estado nacional y las entidades administrativas existentes, como departamentos, regiones o provincias (Ariza, 2004). La segunda, en cambio, refiere a las autonomías originarias o indígenas que se constituyeron como un paradigma para sus movimientos reivindicatorios en la década de 1990 (Burguete, 2010). Estas no buscaban un reconocimiento administrativo, sino el respeto de las autoridades propias y de la coexistencia de distintos sistemas políticos, sociales, culturales y jurídicos en el marco de un mismo estado nacional (Fuente, 2011).
En el contexto latinoamericano, algunas experiencias de este tipo surgieron de la actuación de las propias comunidades originarias, denominadas autonomía de facto (Burguete, 2010) o de resistencia (Fuente, 2011). Ejemplo de ello es el movimiento zapatista en la selva Lacandona (México) que emergió en el año 1994. Allí, las comunidades se organizaron en Municipios Autónomos Rebeldes y formaron Juntas de Buen Gobierno como instancias de coordinación regional y lugares de encuentro con la sociedad civil nacional e internacional (Ornelas, 2004).
Otras experiencias autonómicas fueron lideradas por los estados centrales, los que definieron nuevas figuras legales para darles forma. En el caso de Colombia, el régimen de autonomías territoriales fue establecido a partir de las reformas constitucionales de 1991 y habilitó la posibilidad de conformar entidades territoriales indígenas en los resguardos que ocuparan superficies continuas (González, 2010). En Ecuador, la Constitución Política de 1998 estableció las Circunscripciones Territoriales Indígenas y Afro-Ecuatorianas y más tarde se establecieron los regímenes autonómicos. En Bolivia, la nueva Constitución Política del Estado del año 2009 incorporó la figura de autonomía de las naciones y pueblos indígena-originario-campesinas, como parte de la nueva visión del Estado Plurinacional (Albo, 2010).
En ocasiones, las dos modalidades mencionadas se constituyeron como contradictorias. Por ejemplo, en la experiencia boliviana, la autonomía indígena es contestada por las élites regionales de los departamentos de la Media Luna, quienes se apropiaron de la bandera de la autonomía regional o departamental para oponerse al proyecto estatal plurinacional (González, 2010). Sin embargo, para Sousa Santos (2009) estas dos formas necesariamente tienen que convivir en el marco de los nuevos estados plurinacionales.
Autodeterminación
Las autonomías se sustentan en la idea de autodeterminación. Esta es entendida, siguiendo a Fuente (2011), como la libre elección de los destinos de la comunidad apoyada en: una jurisdicción diferenciada, un autogobierno con sus propios mecanismos de control, y una autogestión que posibilite la asunción de competencias y el manejo de los recursos comunitarios.
La autodeterminación es contrastada con la noción de independencia, ya que permite dar cuenta de una forma alternativa de separación que no desconoce su pertenencia a un estado nacional. Parte de la consideración de que un estado no debe pensarse en términos de igualdad, ya que ello implicaría suprimir la diversidad. Sousa Santos (2009) propone una geometría variable del estado, en donde la unificación no implica necesariamente uniformidad. En este sentido, la idea de autodeterminación propone construir una unidad a partir del reconocimiento de la diferencia y del reclamo por una existencia cultural alterna (Burguete, 2010). Es preciso diferenciarse para pertenecer.
El modo de efectivizar la autodeterminación conlleva un problema adicional en relación con el establecimiento de una delimitación territorial que favorezca el ejercicio de los derechos colectivos sobre la tierra y los recursos naturales (González, 2010). Las formas tradicionales de organización político-territorial de los estados latinoamericanos han operado desde una lógica de escisión sin considerar la pluralidad sociocultural (Díaz Polanco, 1992; Ulloa, 2010). Es por ello que las propuestas autonómicas, por lo general, requieren nuevas formas de organización y nuevas delimitaciones para el ejercicio de la autodeterminación. Las comarcas panameñas, las entidades territoriales indígenas en Colombia, los territorios indígena-originario-campesinos en Bolivia o los municipios autónomos rebeldes de Chiapas son algunas de las formas que se han ensayado para dar curso a estas iniciativas.
Para Ulloa (2010), las autonomías originarias buscan una restitución de las fronteras acorde con sus propias dinámicas de control territorial. Siguiendo esta propuesta, sería preciso fortalecer las fronteras indígenas reforzando los sentidos de separación entre lo interior y lo exterior. Esta forma de pensar la territorialización de los procesos de autodeterminación se sustenta en la idea una superficie continua, claramente separada o despegada de su entorno, a través de sus fronteras. Sousa Santos (2009), en cambio, señala la necesidad de concebir formas extraterritoriales de autonomía originaria, en sitios de población compuesta. Ello se constituye como un desafío que requiere otra visión sobre la territorialidad y las fronteras, que considere entramados reticulares o relacionales para dar forma a estas nuevas formas de separaciones integradas.
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