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Más allá de la mercantilización

Los cambios en la universidad como resultado
de la degradación social

Romina De Luca[1]

Palabras clave: universidad, mercantilización, tendencias, degradación, mecanismos de selección

Panel. Autonomía y derechos docentes. La tradición y los postulados de la Reforma. Libertad de cátedra y Estatuto Universitario. Las tendencias hacia la mercantilización de la educación

Ya el título del panel plantea un puntapié para iniciar la discusión que recuperaremos en este trabajo. Me refiero a la noción de mercantilización. Es un lugar común de la historiografía afirmar que en las últimas décadas, de la mano del neoliberalismo, se impusieron tendencias a la mercantilización. A menudo, se las identifica como el resultado del agotamiento del llamado “Estado de Bienestar”. La mercantilización afectaría varias esferas de los servicios públicos, siendo educación y salud dos de los rubros más destacados. La mercantilización se asocia con el retiro del Estado, de allí la idea de declive o desmantelamiento del entramado estatal. Por ello, mercantilización y privatización son, en general, utilizados como sinónimos: el Estado abandona funciones dejando lugar al accionar privado o delegando, en forma consciente, antiguas tareas sobre terceros habilitando la creación de nuevos negocios. La educación superior y la producción científica serían claros ejemplos de la introducción de ese nuevo paradigma. Quienes esgrimen esta posición identifican una serie de elementos como prueba suficiente para solventar sus posiciones: características de la nueva legislación en materia universitaria, la suscripción de tratados internacionales de libre comercio que incluyen dentro de los bienes intercambiables a la educación, la participación directa del capital en el financiamiento universitario, la introducción de mecanismos selectivos de la matrícula, tales como ciclos iniciales comunes (CBC), cursos de verano o tutoriales, modificación de planes de estudio en donde se privilegia la reducción de los ciclos de grado en beneficios de la postitulación (postgrados) arancelada, etc. La competitividad se habría instalado como un modelo triunfante desplazando concepciones “democratizadoras” de universidad. Por cuestiones de espacio, no puede mencionarse aquí la vasta literatura sobre el tema. Sí diremos que, nostálgicos, añoran la universidad del pasado. Suponen que aquella de antaño (la de la Reforma de 1918, la democratizadora) era más inclusiva que la actual. A nuestro entender, el paradigma de la mercantilización contiene dos grandes equívocos. Uno conceptual y otro empírico. Veamos cada uno por separado.

En relación con el primer punto, resulta útil preguntarnos cuánto define la naturaleza de un objeto la categoría “mercantil” o, en nuestro caso, la idea de “mercantilización”. Actualmente vivimos en una sociedad mercantil. En nuestra sociedad capitalista, el mercado aparece como el regulador general de la vida. Lo que caracteriza a este mercado específico es la predominancia de la relación asalariada a partir de la transformación de la fuerza de trabajo en una mercancía. Así, el intercambio de “cosas” (mercancías) en apariencia equivalentes opera como mediación de las relaciones sociales de producción capitalistas y por ende de las relaciones de clase y de explotación: mientras unos solo pueden vender su fuerza de trabajo, otros viven de explotarla. Entonces, si coincidimos en que vivimos en una sociedad mercantil es discutible que la universidad no sea “mercantil” aun cuando su sostenimiento y gestión se encuentre en manos del Estado. Pero la idea de la mercantilización encubre ese fenómeno y remite al proceso por el cual el Estado se desprende de la gestión y administración directa del sistema educativo. Algo que aparece como una función propia y neutra se transformaría ahora en una mercancía.

No extraña que esta idea haya sido abrazada por el arco reformista y progresista. Aquellos que añoran el Estado de Bienestar cuestionan el Estado neoliberal, el capitalismo salvaje y la burguesía concentrada. Suponen que la educación en manos del Estado sería menos clasista que aquella convertida en un “negocio”. Esta operación salvaguarda al sistema social de la crítica socialista porque el eje sobre la mercantilización encubre el contenido burgués de la universidad estatal, no mercantilizada. Que no exista el pago directo de un arancel o cuota no vuelve “más popular” a la universidad. La universidad constituye el escalón más elevado en el circuito de educación burguesa. Como tal su acceso, a pesar de proclamarse como irrestricto, se limita a determinadas fracciones de clase. En general, de la educación universitaria se benefician tanto capas de la burguesía como de la pequeño-burguesía (coloquialmente denominada “clase media”). A ellos, la universidad, en tanto gratuita, no les cuesta nada. Pero sí les cuesta a quienes no acceden a ella: la clase obrera. ¿Cómo se mantiene la universidad? A través de las erogaciones del Estado. ¿Cómo obtiene dinero el Estado? A partir de los impuestos. ¿Qué son los impuestos? Trabajo enajenado. Vemos claramente cómo, entonces, al obrero le cuesta la universidad aun cuando nunca asista, ni piense en asistir, ni sepa que eso que se presenta como un lugar “gratuito” ha sido pagado con el fruto de su trabajo. Entonces, la universidad no arancelada, no mercantilizada, también es burguesa porque es sostenida, financiada (siempre en forma insuficiente) por el Estado burgués. No hay que embellecer a la universidad estatal como si allí no rigiera la explotación, como si no fuera resultado de la sociedad burguesa. La clase obrera, frente a la universidad, se ve limitada por un doble factor enajenante. Como vimos, sostiene económicamente su existencia, aun cuando no lo sepa. En segundo lugar, antes del arancel existe un limitante anterior objetivo que niega el acceso de la clase obrera a la universidad: la educación que recibe.

Veamos ahora el segundo punto de análisis que aquí presentamos de corte empírico. Preguntémonos entonces: ¿quiénes llegan a la universidad?

Desde la década del sesenta, tanto desde ámbitos internacionales como locales se bregó por la extensión y ampliación de la educación obligatoria. La sociedad del conocimiento requeriría mano de obra “más calificada”. De allí que desde el Ministerio de Educación se recomendara la extensión de la obligatoriedad escolar. En nuestro país, ya hacia 1968, se proyectó una reforma integral que aumentaba la educación obligatoria de siete a nueve años, y se modificó la estructura organizativa de la escuela primaria y secundaria. En otro lugar, nos hemos referido al proceso como la proto Ley Federal (De Luca, 2011). Si bien la reforma fue proyectada como un momento fundacional del sistema educativo, el ensayo fue desmantelado como resultado del cambio en la correlación de fuerzas que implicó el Cordobazo, situación que favoreció el rechazo docente a la reforma. La Ley Federal consolidó definitivamente el ensayo iniciado durante el gobierno de Onganía, entre 1968-1971. A partir de la sanción de la Ley Federal, la educación obligatoria se amplió a diez años y el kirchnerismo, a partir de la Ley de Educación Nacional del 2006, se ubicó en la misma tendencia incrementando la educación obligatoria a trece años. El sentido común ligaría el mayor tiempo de estudios con la ampliación de las posibilidades reales de acceder a la universidad. Sin embargo, se trata más bien del camino contrario.

La extensión de la obligatoriedad escolar fue de la mano de un profundo vaciamiento pedagógico, curricular y financiero de la educación en nuestro país. Las reformas de la educación básica buscaron adecuar el sistema educativo a las necesidades del capital. Pero no se trató de mejorar la capacitación de la fuerza de trabajo, tal como bregaron sus apologistas, sino de adecuar la calificación impartida en la escuela a la descalificación general de la fuerza de trabajo en particular y, en general, a la consolidación de las tendencias a la descomposición social imperantes en la sociedad argentina. La fragmentación y la descentralización del sistema se consolidaron como tendencia para adecuar el sistema a la consolidación de masas cada vez más cuantiosas de población sobrante para el capital, bajo estas relaciones sociales de producción. Al calor de la consolidación de enormes filas de población sobrante, la educación única y homogénea se tornó costosa e innecesaria. Claro está que el discurso oficial cuestiona esta idea y proclama que la extensión de la educación obligatoria implica el crear una escuela “más inclusiva” y de calidad. Sin embargo, hace varias décadas que se brega por lo contrario: adecuar la formación a las distintas realidades regionales en materia de fuerza de trabajo y calificaciones. Provincias pobres, educación pobre. Así, el sistema educativo no hace más que copiar la miseria ambiente.

Los datos oficiales muestran que, en los últimos diez años, cerca de 525.000 alumnos circularon por la escuela en forma acelerada: en la primaria los alumnos repitieron menos o, lo que es lo mismo, la escuela aumentó su ritmo de promoción efectiva. Pero ¿cuál es el sentido de esta afirmación y cómo se relaciona con la universidad? La escuela argentina dice ser hoy más inclusiva porque incorpora más alumnos. Ahora el sistema educativo realiza selecciones internas en su interior antes de que se llegue al problema del arancel. Según datos del año 2013, cursaban el último año de la escuela secundaria 401.452 jóvenes. Pregúntese cuántos egresaron: 302.470. Es decir, un cuarto de los que cursan el último año no se gradúan y quedarán así excluidos por el momento del horizonte de la educación superior. Sin embargo, el problema es mucho mayor y se ubica antes. Veamos la secundaria. Hacia 2009 iniciaron la escuela secundaria un total de 801.333 jóvenes. De esa cohorte educativa, hacia el 2013 se graduó apenas el 38% (redondeando para arriba). Así, cada diez que ingresan al secundario poco menos de cuatro estarán en condiciones de realizar estudios superiores. Estos números por sí solos ya asustan. Ahora, hay que preguntarse en qué condiciones llegan los que se gradúan. Algunos indicadores mostrarían que el sistema “fenoménicamente” mejora. En los últimos diez años, cayó la sobre-edad y la repitencia, disminuyó el abandono y aumentó la tasa de promoción efectiva en la escuela primaria. Es decir, el rendimiento interno mejora producto de la compulsión legislativa que proyecta en el sistema una ficcional mejora (De Luca, 2015). Pero esos nuevos índices van de la mano de un vaciamiento pedagógico sin precedentes. El lema oficial parece rezar “que pase de grado, con suerte, en algún lugar del camino recuperará lo que no aprendió antes”. El régimen académico de la provincia de Buenos Aires reglamentó esa idea. Y no hizo más que cumplir con los lineamientos del Banco Mundial y de las pautas fijadas por el Consejo Federal de Educación en sus resoluciones 84, 93, 174, etc. Todo el sistema educativo funciona bajo esta máxima: patear el problema. En otras provincias, los alumnos pueden ahora elegir si entran o no a clases. El resultado salta a la vista. Según las pruebas TERCE, Argentina obtiene los mismos resultados educativos que Perú y solo muy por encima de Honduras, Ecuador, Panamá y Guatemala. Un cuarto de los alumnos de tercer grado no alcanzaron resultados mínimos en lectura y matemática. A los quince años, un tercio no entiende lo que lee y no puede resolver una regla de tres simple. Según los Operativos Nacionales de Evaluación, casi un tercio de los alumnos obtiene resultados bajos en matemática y un cuarto, bajos en lengua al egresar de la escuela secundaria. Vamos a las pruebas PISA u ONE. Uno de cada tres no puede realizar ejercicios de lectura comprensiva ni resolver una regla de tres simple. Hace sesenta años la enseñanza y el aprendizaje de la regla de tres simple era un prerrequisito curricular de 3º y 4º grado de la escuela primaria. Hoy su resolución constituye un algoritmo chino para nuestros alumnos.

Así, mucho antes del arancel una porción cuantiosa de los graduados quedará afuera del sistema universitario o de otras formas de educación superior sencillamente porque no aprendió nada. La educación que recibió será el limitante objetivo para sus posibilidades de desarrollo en la vida universitaria. Y la universidad parece reflejar cierto grado de consciencia de esa situación en tanto empieza a generar estrategias especiales para ese 75% de la mitad que tal vez aspire a asistir a la universidad. Hace treinta años atrás, el Ciclo Básico Común se ideó como instancia de nivelación para todos los alumnos, quienes llegaban a la vida universitaria con desigual nivel de calificaciones y pericias. Hoy esa misma universidad piensa implementar ya no un ciclo básico común de ciencia, historia, y materias afines a la profesión elegida por cada cursante sino ya lisa y llanamente talleres para trabajar la lecto-escritura debido al bajo nivel con el que los estudiantes llegan a la universidad.

Este limitante objetivo resulta mucho más poderoso que cualquier arancel. Es más, al revisar datos más generales del sistema universitario se confirma lo acotada que resulta la educación universitaria. También se verifica que al analizar la composición público-privado del nivel no es muy diferente que en el resto de los niveles educativos. Hay tanta privatización en la matrícula universitaria como en el sistema de educación básico (De Luca, 2015b). Veamos. En 2012 se registraba en el sistema universitario una matrícula total (cursando cualquier año de la carrera) de 1.824.904 estudiantes. Para el mismo año, la educación obligatoria registraba 10.027.812 de alumnos solo en la modalidad común (nivel inicial, primario y secundario). Es decir, toda la matrícula universitaria constituye apenas el 18% del total de alumnos en el país. Es más, al examinar la composición público-privado de la matrícula hallamos que las cifras no divergen demasiado de la situación que en el total del sistema. Mientras 1.442.286 de alumnos se incorporan y estudian en universidades públicas, 382.618 lo hacen en el sector privado. La distribución de alumnos es 21% en privado y 79% en público. Ahora bien, ¿cuántos se inscriben por año en la universidad? Sobre un total de 423.920 nuevos inscriptos, 315.138 se matriculan en la universidad pública y 108.782 en las privadas. El nivel de matriculación privado es de 25,6%. Supongamos que el total de nuevos inscriptos indica cierto éxito en la matriculación universitaria ya que la cantidad de inscriptos es similar a la de egresados del secundario. Veamos entonces cuántos egresan por año. El total de egresados del año 2012 es de 110.360. Sobre el total, 73.483 egresan en el sector público y 36.877 en el privado (el 33% de los egresos se concentra en el circuito privado). Es decir, toda la matrícula universitaria es mínima en relación con el total de alumnos del país, sobre el total de ingresantes, logran graduarse apenas el 26%. En lo que se refiere a los estudios de postgrado, un eslabón en la producción científica, el 65% se produce en universidades públicas: sobre 39.123 inscriptos, 25.303 realizan estudios de postgrado en universidades públicas, siendo 61% el nivel de graduación. Los estudios de especialidad son los mayoritarios dentro de todo el arco de estudios de post-graduación. El 76% del total de la matrícula de postgrado (unos 133.000 estudiantes) están en el circuito público. Con lo cual, si bien el número de inscripción es algo menor en el sector público, su “rendimiento” total es mayor. A nuestro entender, todas las cifras aquí proporcionadas verifican la tendencia más general que describimos arriba al observar este cuadro más general: en el circuito universitario existen limitantes anteriores mucho más poderosos al arancel.

En general, el crecimiento del sector privado siguió, al igual que el resto del sistema, la curva de la expansión económica: el sector privado incrementa su participación de la mano de la reactivación económica y desanda posiciones una vez instalada la crisis. Y también a menudo se mal asocia la cobertura del sector privado a un mayor nivel de instituciones. Si analizamos la cantidad de universidades en 2013, sobre un total de ciento veintiséis universidades (entre universidades e institutos), sesenta y dos son públicas (ya sea a cargo de nación o de las provincias), sesenta y dos privadas y dos internacionales. Las cifras evidencian que el sector privado tiene mayor capacidad para abrir nuevas casas de estudio. En general, de esas sesenta y dos privadas, el 80% tiene menos de diez mil estudiantes. Es decir, crea instituciones pequeñas y focalizadas.

Como dijimos antes, en general la idea de la mercantilización está asociada con el cobro o no del arancel. Pero en la universidad estatal lo que no hay es un pago directo de arancel o cuota. Sí coincidimos en que se trata de una universidad burguesa y de acuerdo con las tendencias descriptas vemos que la universidad reproduce la lógica con la cual se mueve todo el sistema: se adecuan los espacios a las tendencias más generales a la descalificación del trabajo. Bajo la sociedad capitalista la universidad no será nunca de masas porque el sistema necesita islotes de trabajo hipercalificado. En realidad, el arancel afecta a la fracción más pauperizada de las que asisten a la universidad: a la clase media. Y como tal, lo resiste en tanto allí se juega su misma permanencia en el nivel. No extraña que el ciclo álgido de la lucha de clases en Argentina de 1969 se inicie con la defensa de los estudiantes del comedor y del boleto estudiantil (Sartelli, 2007, 2011). La lucha contra la mercantilización de la universidad entonces remite a esa fracción de clase que se vería expropiada de ese lugar de ocurrir tal proceso. Como dijimos antes, la clase obrera es la verdadera convidada de piedra en este proceso.

Llegados a este punto, corresponde preguntarse cuál es en términos políticos el problema de la lucha contra la mercantilización. A nuestro entender, confunde la lucha sindical con la lucha política socialista. El problema no es el arancel sino que la universidad esté al servicio del proletariado. Si no colocamos este punto en el centro se descuida así el contenido de clase de la educación. Porque más importante que la discusión por el arancel (una vez que entendimos todo lo anterior) es la DEGRADACIÓN de la educación y, por ende, de la universidad. El problema no es que la universidad sea privada –tal como vimos, sus niveles son bajísimos– sino que ella, al igual que todo el sistema, se degrada. Operan en el sistema nichos (públicos y privados) de hipercalificación, de producción de ciencia básica y aplicada. A menudo, las empresas privadas solo intervienen en el financiamiento una vez que se vislumbró el negocio concreto. Mientras tanto relegan esa función al Estado. A pesar de ese reducto, los títulos universitarios cada vez tienen menos valor porque el mercado reconoce que cada día valen menos.

Entendiendo que la degradación de la universidad es un fenómeno de esta sociedad de clases, debemos preguntarnos cómo enfrentamos la política burguesa para la ciencia y el nivel superior que operan como mecanismos de dominación social. Qué se investiga, quién investiga, quién accede a un cargo docente, a un subsidio de investigación tiene un contenido claro de clase. Es el grupo de intelectuales que se desempeña en esos ámbitos del Estado el que fija la agenda académica de producción. Puede hacerlo desde una perspectiva liberal o socialdemócrata. La pregunta, y por ello la crítica al concepto de mercantilización, es cómo debemos encarar el problema los socialistas. Señalar este punto resulta central porque invita a reubicar el eje de la discusión a tratar. En forma intencionada, los reformistas denuncian la mercantilización porque les permite encubrir y edulcorar aquella universidad de clases que dicen defender. Aquella universidad que se encuentra en sus manos, bajo su control, gestión y dirección. Por el contrario, si queremos hacer avanzar la discusión debemos denunciar el contenido de clase de la universidad y colocarla al servicio de aquellos que han sido expropiados de antemano de ella. Debemos colocarla al servicio de quienes la sostienen y financian: de los trabajadores. Debemos discutir cómo puede contribuir la universidad a la construcción de un programa científico que devele el funcionamiento concreto de la sociedad argentina, evidencie su agotamiento histórico y delimite los mecanismos eficaces de la transformación social. Una sociedad al servicio de la clase obrera y del socialismo.

Bibliografía

De Luca, R. (2011). “Onganía y la ley orgánica de educación. Currículum flexible, personalización de la enseñanza y atributos productivos (1966-1972)”. En Sartelli, E. (ed.). La crisis orgánica de la sociedad argentina. Buenos Aires: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras-UBA, pp. 119-172.

De Luca, R. (2015a, en prensa). “Más allá de la privatización. Acerca del fantasma de la privatización y la degradación educativa en la etapa kirchnerista, 2003-2013”. Revista Razón y Revolución, vol. 28, en prensa. El sitio web de la revista: http://goo.gl/Vc1qlr.

De Luca, R. (2015b, en prensa). Brutos y baratos. Descentralización y privatización en la educación argentina (1955-200) (2º ed., act. y aum.). Buenos Aires: Ediciones RyR.

Sartelli, E. (2007). La plaza es nuestra. El argentinazo a la luz de la lucha de la clase obrera en la Argentina del siglo XX. Buenos Aires: Ediciones RyR.

Sartelli, E. (2011). “Prólogo”. En Sartelli, E. (ed.). La crisis orgánica de la sociedad argentina. Buenos Aires: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras-UBA, pp. 7-30.


  1. Universidad de Buenos Aires. Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS), Argentina. Doctora de la Universidad de Buenos Aires con mención en historia. Contacto: rom.deluca@gmail.com.


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