(América Latina, fines del siglo XIX – comienzos
del siglo XXI)
Damián Andrés Bil[2]
Definición
Se entiende por maquinaria agrícola al dispositivo de carácter mecánico mediante el cual, a partir de la aplicación de una energía determinada, se realiza una operación parcial o completa del ciclo de laboreo agrícola. A diferencia de la herramienta, que depende de la pericia de una persona, la máquina condensa en sí los movimientos otrora realizados por el productor, reemplazando a la herramienta o a la acción directa del hombre. Bajo este concepto se pueden diferenciar máquinas agrícolas (sembradoras, cosechadoras, trilladoras) de implementos o herramientas (como rastrillos y guadañas).
Origen
Los primeros implementos datan de las antiguas sociedades agrícolas, cuyos principios fundamentales han mantenido las modernas (Van Bath, 1960). Gracias a ellos progresivamente se potenció la productividad de las labores, por un aumento del rendimiento o por la multiplicación del espacio bajo explotación. Así, se expandió la capacidad del dominio humano sobre la naturaleza, contradictoriamente, como en toda sociedad de clases (a partir de la explotación del trabajo).
La maquinaria agrícola moderna, como bien de capital, es producto de la Revolución Industrial. No solo por las invenciones y avances relacionados con la mecánica y los materiales para su fabricación, sino también por el incremento en la demanda mundial de alimentos. Si bien en Inglaterra comenzaron a desarrollarse las primeras máquinas, fue en Estados Unidos, a comienzos del siglo XIX, donde la expansión agrícola y una estructura industrial consolidada brindaron los elementos tanto para un veloz crecimiento en la fabricación como para el uso de modernos equipos en el agro.
Trayectoria inicial de los dispositivos
En Estados Unidos, que tempranamente desarrolló la producción extensiva de cereales, se produjeron avances clave. En 1837 un herrero de Grand Detour llamado John Deere construyó un arado de vertedera con barra de corte de acero, cuyo éxito le permitió iniciar la producción en serie. Las máquinas tuvieron un desarrollo similar, como la segadora para cortar la mies. En 1828, el escocés Patrick Bell fabricó una con resultados promisorios, pero nunca la patentó. Doce años antes Robert McCormick, empresario rural de Virginia, había intentado infructuosamente construir una. Su hijo Cyrus mejoró el equipo y en 1834 lo patentó, medio año después de que lo hiciera Obed Hussey (Grady, 2001). Luego comenzó su producción en serie.
Otra máquina de esta etapa fue la trilladora, para separar el grano de la paja. El escocés Meikle, en 1786, montó la primera que tuvo éxito. El mecanismo se basaba en un tambor forrado en madera, con dientes de hierro y emplazado sobre un armazón en forma de cajón. En la década de 1830, se las adaptó para funcionar con un motor de vapor y se les colocaron ruedas. Una década después, el norteamericano Caleb Case las introdujo en su país y delegó en su hijo, Jerome Increase, las pruebas, quien en 1863 fundó la empresa J.I. Case. Esta última se convirtió posteriormente en una de las firmas más grandes de maquinaria agrícola a nivel mundial.
Un dispositivo que revolucionó la producción a comienzos del siglo XX fue la cosechadora, que realizaba la siega, la trilla y la limpieza del grano de forma continua. Las primeras operativas datan de la década de 1830, cuando Hiram Moore patentó una en Michigan, tirada por veinte caballos. En Australia, se diseñaron unas más pequeñas, denominadas stripper o Australianas, como las de Hugh V. McKay (de 1885). Entre 1910 y 1920, las modificaciones en las cosechadoras y las mejoras en tractores permitieron su expansión. Case y John Deere produjeron unidades que incorporaban un motor para trillar.
En relación al tractor, un primer antecedente fue el motor a vapor o locomóvil que se utilizaba para mover el sistema de las trilladoras, pero era poco efectivo y costoso. La primera empresa que ideó el nombre “tractor” y se dedicó de forma exclusiva a producirlo fue Hart-Parr (Iowa, EEUU), en base a la construcción pionera de John Froelich en 1892. En la década de 1910, Ford incorporó las técnicas de producción en serie con su marca Fordson y la mejora en su diseño, el ahorro de mano de obra, la estandarización de repuestos y las prácticas de calidad facilitaron su difusión. En 1924, la International Harvester lanzó al mercado el Farmall, primero para todo propósito (roturación, rastreo, siembra, cuidado cultural, cosecha de forraje, transporte y uso como motor fijo). Otra gran innovación fue la adopción del neumático de caucho, incorporado por Allis-Chalmers en 1931. Para comienzos de esa década el tractor se había propagado: por ejemplo, España registraba 4.000 unidades, Argentina 21.500, Canadá 105.000 y los Estados Unidos 997.000.
Mientras tanto, en Argentina algunos herreros rurales y chacareros se volcaron a la producción de equipos: Luis Gnero (Colonia Susana) en 1917 produjo la primera cosechadora nacional, emulado por Santiago Puzzi (Clucellas), José Alasia y Alfredo Rotania (Sunchales), Andrés Bernardín (San Vicente) y Miguel Druetta (Porteña), entre otros (Barrale, 2007; Bil, 2011). En ese contexto, los hermanos Juan y Emilio Senor fundaron en 1921 la primera fábrica de cosechadoras de Sudamérica en San Vicente (Santa Fe). En varios países se realizaron intentos para lograr una autopropulsada. Pero no fue hasta 1929 que Alfredo Rotania inventó la primera cosechadora automotriz operativa en Sunchales, Argentina. Para la década de 1930 la trilladora había sido mayormente reemplazada en los países de agricultura extensiva: en Canadá en 1931 operaban casi 9.000 cosechadoras y en la Argentina –según el Censo Agropecuario de 1937– existían 40.840, mientras que solo quedaban 4.580 trilladoras activas.
Modernización y avances
Entre 1960 y 1980 las máquinas se modernizaron a partir del avance de la informática y de mecanismos hidráulicos. En el caso de sembradoras, se inició el camino de la siembra directa, que se consolidó a fines de la década de 1980. En los últimos años se redujo la distancia entre hileras (como adaptación a la soja) y se mejoró la distribución del peso del equipo sobre el tren de siembra y la bajada de la semilla con caños y distribuidores de precisión controlados por sensores electrónicos. Asimismo, se adoptaron sensores para uniformar la profundidad de siembra, se ampliaron las tolvas y se logró mayor velocidad, lo que resultó en cobertura más amplia por equipo. Para 2017, más de un tercio de las sembradoras comercializadas en la Argentina contaba con más de 10 metros de ancho de labor.
Las cosechadoras experimentaron la ampliación de la potencia, el ancho del cabezal y la capacidad de trilla y de tolva. Se automatizó el manejo y regulación, se aplicó mayor confort con cabinas con aire acondicionado y una mejor distribución de los residuos de cosecha. Ilustrativamente, entre las décadas de 1960 y la de 1980, la potencia del motor en Argentina se incrementó de 60 a 150 CV promedio, el ancho de la plataforma (de trigo) pasó de 4,8 a 5,4, metros, el ancho de cilindro viró de 90 a 130 centímetros y la tolva aumentó su capacidad en 120%. Se incorporaron además la transmisión hidrostática, frenos de disco y monitores para control de velocidad y para detección de rotura o pérdida de grano (Huici, 1988). Para el año 2000, la potencia media llegaba a los 200 CV, en 2010 a 305 y en la actualidad a 375 (aunque se venden máquinas que superan los 500CV). La capacidad de tolva pasó de 8.000 litros (año 2000) a más de 10.000 en la actualidad, diez veces más que en la década de 1960. La plataforma de recolección suele estar por encima de los 10 metros de ancho. En cuanto al mecanismo de trilla, desde 1977, cuando la IHC lo lanzó al mercado, el sistema de rotor axial ganó posiciones. Esta tecnología permite dosificar la agresividad aplicada al grano, reduciendo el daño de la cosecha. Asimismo, se añadieron dispositivos electrónicos para medir rendimiento, GPS, cableado inteligente, sistemas de telemetría, y otros; proceso que continúa con la revolución del “Big Data” aplicada a la maquinaria (Lavarello et al., 2019). Todo ello ha repercutido en una mejor sustantiva de la calidad de la recolección en los últimos cuarenta años.
Impacto en la producción y el consumo
Con la expansión de las relaciones capitalistas en el agro, que cobró renovado impulso a mediados del siglo XX, creció la incorporación de maquinaria. América Latina no fue la excepción. Entre 1960 y 1970 en Chile se utilizaban más de 7.000 equipos de cosecha, en Colombia 1.300, en Cuba 2.800, en Venezuela 1.400, en México 9.000 y en Argentina 35.000 (FAO, 2016). Durante el presente siglo, en 2007 se registraban 50.000 sembradoras en Chile y 16.000 en Paraguay, en 2011 Uruguay contaba con 14.000 sembradoras y con 2.280 cosechadoras. Brasil disponía en 2017 de casi 358.000 sembradoras y 172.000 cosechadoras y Argentina en 2018, 75.000 y 23.500, respectivamente.
Desde los 60, se incrementó la potencia de las máquinas, mientras que el contratismo permitió una mayor difusión de la tecnología. Esto se refleja en los indicadores: el índice de producción agrícola en los principales países de la región creció un 216% entre 1970 y 2016, mientras que para cereales los guarismos indican un 257% (datos de CEPAL). Desde la cosecha de trigo de la campaña 1990/91 a la de 2018/19, con un área relativamente estable, la producción aumentó 26%. La soja amplió el área en 133% y la producción en 190%. Los rendimientos por hectárea pasaron de 2,6 a 3,4 toneladas en trigo, de 1,9 a 3,6 en maíz y de 1,9 a 3,2 en soja (datos de USDA). No obstante, como consecuencia de las contradicciones de la organización social, gran parte de la población no recibe los beneficios de este desarrollo, permaneciendo bajo la línea de pobreza o con problemas nutricionales graves.
Con el ingreso de máquinas también aumentó la productividad. En el largo plazo, en los Estados Unidos la cantidad de tiempo necesario para obtener 2,7 toneladas de trigo se restringió de 373 horas en 1800 a 10 en 1970. A comienzos de siglo XX, una trilladora mermaba a 12 horas las 50-40 horas/hombre/tonelada que demandaba el método manual. La cosechadora autopropulsada, en relación a la de arrastre, disminuyó la cantidad de horas/hombre/hectárea de 10 a 4. Con la Revolución Verde, para el caso argentino, el trabajo total por hectárea para trigo y soja se redujo de entre 6/9 horas en 1976/77 a 2 en 2007 (Neiman, 2010).
La adopción tecnológica propició avances en la estructura de consumo. Hacia el último cuarto del siglo XIX en las regiones cerealeras se constituyó un mercado moderno que posibilitó el acceso a la tecnología: casas importadoras en las ciudades, viajantes y agentes de venta en las localidades agrícolas, comercios minoristas locales, impresión de folletos y catálogos, realización de pruebas abiertas al público, financiamiento desde el comercio y atención personalizada al cliente constituyeron extensas redes que facilitaron la difusión (Lluch, 2008; Robles Ortiz, 2009; Barcos y Martirén, 2020). A esta estructura que se perfeccionó a lo largo del siglo, se han sumado durante los últimos años sujetos vinculados con la agricultura de precisión y la gestión científica de datos: redes públicas o privadas de investigación, fabricantes locales de accesorios o dispositivos de precisión y desarrolladores de software o de aplicaciones vinculadas con el Big Data, los que no solo se ubican en zonas rurales sino también en los grandes centros urbanos.
Transformaciones en la estructura social
Históricamente, la máquina actuó como herramienta de acumulación, posibilitando a quien la adquiría ampliar su escala productiva y su negocio como empresario agricultor (Barsky y Gelman, 2005) o bien como dueño de máquinas para vender servicios a terceros (Tort, 1983; Lódola, 2005). En ese punto, aquellos que no lograban comprar la máquina (por falta de recursos o porque el tamaño de su explotación no lo justificaba) podían acceder a ella por medio del alquiler a un contratista. Esta práctica apareció en el mismo inicio de la expansión agraria, tanto en Estados Unidos como en Argentina (donde hay referencias de su existencia para las décadas de 1830 y 1860, respectivamente), y con el paso del tiempo no ha hecho más que extenderse. Los propietarios de máquinas (que podían ser casas cerealistas, compañías colonizadoras, empresarios agrícolas sobremecanizados o pequeños dueños de equipos) permitían la circulación de máquinas de forma más homogénea (Tort, 1983). Con equipos costosos y con mucha capacidad, han ganado protagonismo a fines del siglo XX. Por ejemplo, en Argentina, en 2018 el 66,5% de la superficie cosechada de oleaginosas fue realizada por ellos.
Asimismo, la máquina produjo cambios en el mercado laboral. Por ejemplo, con la cosechadora que redujo la necesidad de brazos por hectárea (desde la década de 1920), el campo tendió a expulsar población hacia áreas urbanas. Tal es así que, de 1950 a la actualidad, la población rural de América Latina cayó del 58% al 19% del total. La mecanización de cultivos tradicionales (algodón, arroz, etc.) o el desplazamiento de actividades por el avance de cultivos tecnificados que demandan menos trabajadores (como la soja), desde las décadas de 1960-1970, arraigó bolsones de sobrepoblación relativa para el capital en zonas específicas—muchos en condición de pauperismo consolidado, en el límite de la subsistencia cuando no debajo de la misma—. Este proceso no es más que la expresión contradictoria del uso capitalista de la tecnología. Por un lado, el incremento de las fuerzas productivas y del beneficio apropiado en forma privada junto a la reducción del tiempo necesario para la producción. Por otro, la expulsión de millones de personas del proceso productivo y la condena al hambre.
Debates y reflexiones
Existen diversos debates sobre el uso de la máquina, principalmente vinculados a los efectos sobre la estructura social. Hemos señalado algunos, como el peso del contratismo en su difusión, que permite discutir la noción de una economía cerealera con una baja penetración de relaciones capitalistas dominada por productores descapitalizados porque no accedían a la compra de su propia máquina.
El proceso de mecanización, el aumento de la potencia y de capacidad de los equipos, junto a otras innovaciones tecnológicas, produjo también el aumento progresivo de la escala mínima de explotación para operar de forma rentable, lo que redefine de forma casi constante las características de los empresarios agrícolas. Por ejemplo, si durante las primeras décadas del siglo XX existía cierto campo para la presencia de chacareros o pequeña burguesía agraria (sujeto que posee medios de producción y explota parcialmente asalariados, sin separarse del proceso productivo) en regiones como la cerealera pampeana, merced a la mecanización y a otras incorporaciones tecnológicas, la escala mínima aumentó y estos sujetos se vieron desplazados de forma progresiva de la producción.
Otra reflexión relacionada a la tecnología se vincula con los cambios demográficos en zonas rurales. Como observamos, debido a fenómenos como la mecanización, desde mediados de siglo XX la población rural migra hacia centros urbanos o bien es sometida a condiciones de miseria como población excedente para las necesidades del capital. Esta reducción poblacional se da por el aumento de la productividad por ocupado, lo que pondría en debate soluciones como el repoblamiento del campo.
Eso nos conduce a un tercer eje de debate. Existe una corriente que vincula parte de los problemas sociales con el “modelo tecnológico” agrario abierto desde la década de 1990 (agronegocio), donde la maquinaria juega un papel relevante. Este paquete brindaría soluciones rápidas, pero inadecuadas en términos globales, al provocar externalidades negativas. Consideramos que esta concepción cae en el fetichismo tecnológico, atribuyendo al artefacto (o a su conjunto) los efectos negativos de la aplicación de innovaciones en la agricultura. Por el contrario, los inconvenientes reseñados son parte de la contradicción que implica la tecnología en la sociedad capitalista: insumos que podrían generar bienestar para toda la sociedad, son vehículos para la apropiación privada y la condena a la miseria de millones. No es la máquina, un objeto inanimado, la culpable, sino las relaciones en las que ella opera. Solo se podrá utilizar racionalmente para el beneficio general y no para la apropiación privada cuando se modifique la forma en que se organiza la vida social en su conjunto.
Bibliografía
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- Recibido: mayo de 2020.↵
- Profesor de enseñanza media y superior en Historia, Licenciado en Historia y Doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (FFyL-UBA). Docente del Departamento de Historia de la FFyL-UBA. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) radicado en el Centro de Estudios Urbanos y Regionales. Contacto: damibil@gmail.com.↵