(Región Pampeana, Argentina, siglos XIX-XX)
Mónica Blanco[2]
Definición
Un arrendatario es quien asume el uso temporario de algo que le ha sido cedido con un fin específico, por un determinado tiempo y a cambio de un canon o tarifa. En todos los casos media un acuerdo o contrato que puede ser pautado de diversas formas. Si bien arriendo puede ser sinónimo de alquiler, es un término que refiere al ámbito rural por lo cual la figura del arrendatario se vincula a quien recibe para su trabajo y explotación una determinada extensión de tierra, un bien específicamente rural, destinado a la explotación tanto agrícola como ganadera.
Origen
La figura del arrendatario se consolida cuando la propiedad privada pasa a constituirse en parte de las instituciones jurídicas y, si bien es difícil determinar su antigüedad, puede probarse su existencia entre los romanos, cuya doctrina jurídica ha servido de base a gran parte de la legislación occidental posterior.
En nuestro país, el arrendatario se encuentra asociado a la figura del chacarero, fundamentalmente en la región pampeana donde ha oficiado como uno de los actores centrales de la expansión agropecuaria iniciada hacia fines del siglo XIX. En dicho contexto es posible identificarlo como un pequeño productor, generalmente inmigrante, que buscaba emprender un proceso de acumulación de capital que le posibilitara acceder a la propiedad, expandir su empresa productiva o bien regresar a su país de origen.
Sin embargo, más allá de esta casi obligada referencia al período de la expansión agropecuaria, es posible remontar su existencia a fines del siglo XVIII. Precisamente, en las fuentes de los años póstumos de la colonia el arrendatario aparece asociado a las instituciones eclesiásticas y, posteriormente, a los enfiteutas que controlaban la tierra pública que aún no había salido a la venta. En dicho contexto el arrendatario era también un pequeño productor rural, migrante en gran medida, cuya vinculación a la tierra buscaba, no solo restringir su movilidad espacial y asegurar la producción, sino también consolidar el derecho de propiedad en la campaña por parte de los enfiteutas.
El arrendatario fue, asimismo, un actor significativo de la expansión lanar que tuvo lugar hacia mediados del siglo XIX. Para las primeras décadas del siglo XX, incorporado a la estancia mixta, llegó a representar el 80% de la estructura agraria pampeana. A partir de los años cuarenta protagonizó las transformaciones socio-productivas que posibilitaron su acceso a la propiedad. En el contexto de la agriculturización iniciado hacia los años sesenta, su figura pasó a vincularse a la de un productor capitalizado en maquinarias con las cuales trabajaba para terceros. En tanto los años noventa depararon los cambios más paradójicos en esta categoría, por cuanto arrendatario ha pasado a ser el gran capital concentrado en la forma de pool de siembra.
Características socio-productivas
Asociada a la producción agraria pero también ganadera y lechera, esta categoría denota una heterogeneidad propia de cada uno de los momentos históricos a los que se encuentra vinculada, a las características agroecológicas de las diversas subzonas del espacio pampeano y a los diferentes procesos de acumulación que pudo emprender.
Los principales parámetros que caracterizan las lógicas socio-productivas del arrendatario pampeano se definen por las particularidades que asumen los acuerdos o contratos que determinan su calidad de locatario. Regidos por las “costumbres del pays” durante las décadas finales del siglo XVIII y principios del XIX, el arrendamiento dio origen a una trama de relaciones asentadas en la tradición y la costumbre que lograron trascender la “modernidad” de fines del siglo XIX. Una de estas particularidades anida en el carácter oral que los contratos de arrendamiento tuvieron hasta entrado el siglo XX, lo cual otorgó ala relación entre arrendatarios y propietarios visos de inestabilidad y escasa certidumbre.
Durante la expansión lanar de mediados del siglo XIX, el arrendatario era un productor, en gran medida inmigrante, que contaba con un pequeño capital y un cierto número de animales que había logrado acumular trabajando como peón, puestero o aparcero. Tomar en arriendo un pequeño predio rural constituía la posibilidad de iniciar su propia explotación, sustentada sobre el uso de mano de obra familiar y orientada al mercado. Más allá de las perspectivas de crecimiento que avizoraba a futuro, este productor estaba sometido a duras condiciones de vida tanto materiales como laborales: vivía en ranchos pobres y precarios, se limitaba a la dura rutina del cuidado de sus rebaños, muchas veces debía vender su producción al estanciero (quien oficiaba también como única fuente de financiamiento) y no estaba exento de la incertidumbre e inestabilidad que generaba un sistema sometido a las oscilaciones del mercado y no regido por leyes específicas.
En los inicios de la expansión agropecuaria de fines del siglo XIX, el arrendatario se incorporó a la estancia ganadera con el propósito específico de refinar, a través de la explotación agrícola, las tierras destinadas a pasturas para el ganado. Ello le definió un rol de trabajador trashumante, compelido a migrar cada tres años en busca de nuevas tierras, puesto que las cedidas en arriendo se volcaban cíclicamente a la cría de ganado. Posteriormente, el desarrollo de la estancia mixta le otorgó una mayor estabilidad y le posibilitó pensar en horizontes más diversificados que no implicaban solo, ni necesariamente, el acceso a la propiedad de la tierra sino también la expansión de la superficie arrendada, la modernización de la empresa productiva —a través de la adquisición de nuevas maquinarias— o la inversión en propiedades urbanas. Jugó, en tal sentido, un papel destacado como punta de inicio del proceso de acumulación de los pequeños productores inmigrantes y, por lo tanto, fue un significativo vehículo de ascenso social. Estos beneficios eran solo una de las caras de una moneda que contenía también la imagen de un sistema fuertemente inestable. Así, si bien una secuencia de buenas cosechas podía implicar altas ganancias, las también frecuentes sequías, plagas u oscilaciones en los precios internacionales, podían generar el efecto contrario: el endeudamiento y la expulsión de la unidad productiva.
Contratos verbales, plazos inciertos, cánones elevados y condicionamientos para la realización de las actividades de cosecha y comercialización conformaban las características de este modelo de vinculación del productor con la tierra. Las tensiones irremediablemente generadas, el cierre de la frontera productiva hacia la década de 1920 y las sucesivas crisis que afectaron a la economía pampeana definieron el desarrollo de diversas situaciones conflictivas que tuvieron a los arrendatarios como actores centrales y obligaron al Estado a sancionar leyes específicas, capaces de asegurar su permanencia en la estructura productiva, ya que no solo eran actores claves de la economía agropecuaria sino también factores capaces de garantizar la estabilidad social.
Así, a pesar de haber constituido una de las prácticas productivas más extendidas en la región pampeana, el arrendamiento no fue objeto de un tratamiento legal particular sino hasta 1921, cuando se sancionó la ley 11.170, seguida once años más tarde por la ley 11.627 de 1932. Ambas procuraron atender a dos de las demandas más acuciantes de los arrendatarios: la estabilidad en la tenencia y las garantías legales frente a las arbitrariedades de que podían ser objeto por parte de los propietarios de la tierra. Los arrendatarios lograron entonces asegurar plazos mínimos de tenencia (cuatro años la primera y cinco, la segunda), acceder a ciertos derechos —como la indemnización por mejoras introducidas en la explotación—, libertad para elegir con quien asegurar, vender y trillar su producción, y la inembargabilidad de sus bienes de producción. La legislación de 1932 por primera vez estableció la obligatoriedad de pautar contratos por escrito y ante autoridades oficiales. Sin embargo, fue recién en la década de 1940, en el contexto de la “emergencia” generada por la Segunda Guerra Mundial, que el Estado asumió un rol intervencionista con el propósito de evitar la expulsión de los arrendatarios que la reasignación de tierras a la ganadería estaba generando, así como atenuar los efectos de la caída de los precios agrícolas. Prórrogas y rebajas en los cánones de arriendo constituyeron los pilares de una nueva legislación que concluyó en la sanción de la ley 13.246 de 1948, sobre Arrendamientos y Aparcerías Rurales. Ésta aseguró a los arrendatarios una estabilidad de ocho años en la tenencia de sus predios (5 años iniciales más 3 de prórroga que se fueron extendiendo merced a la inestabilidad del mercado), al tiempo que avanzó en la consolidación de derechos como las indemnizaciones por mejoras, la prohibición del subarrendamiento para asegurar el trabajo directo de la tierra, la creación de Tribunales arbitrales donde tratar los litigios generados, el otorgamiento de créditos oficiales, y la generación de condiciones para el acceso a la propiedad de la tierra arrendada. Algunas de las medidas iniciadas en los años cuarenta, concretamente las prórrogas y el control de los precios de arrendamientos —pensadas para la emergencia determinada por la guerra— se extendieron por más de veinte años, generando tensiones entre las partes involucradas y de éstas con el Estado.
A partir de los años sesenta se asiste a un nuevo proceso de expansión de la superficie agrícola, estimulado por los precios internacionales, la incorporación de innovaciones tecnológicas (semillas híbridas, agroquímicos, mecanización), el desplazamiento de tierras ganaderas hacia la agricultura y, hacia la última década del siglo, la expansión del cultivo de soja y de todo el “paquete tecnológico” a ella asociado. En este contexto se consolidaron nuevos perfiles de arrendatarios. En un primer momento, surgió la figura del contratista (ya sea de labores o tantero): un productor independiente, fuertemente capitalizado en maquinarias, que acordaba con el propietario de la tierra la realización de algunas actividades productivas específicas (como roturación, siembra y/o cosecha) a cambio de una tarifa determinada o por un porcentaje de la producción. En muchos casos eran también propietarios de tierras, pero sobrecapitalizados en maquinarias, lo que les posibilitaba atender sus propias unidades productivas, prestar servicios y/o trabajar tierras de terceros. En los albores del siglo, se asiste al avance de un esquema aún más intensivo en capital que quita del escenario productivo a los pequeños y medianos propietarios rurales que, ante la imposibilidad de afrontar los nuevos desafíos o compelidos por las deudas contraídas para hacerlo, debieron ceder sus tierras en arrendamiento a grandes productores capitalizados (muchos de ellos organizados bajo la forma de pools de siembra). El nuevo arrendatario es, entonces un productor aún más capitalizado, sobre todo en maquinarias de distinta envergadura, que recurre a “contratos accidentales” para el desarrollo de las actividades agrícolas por un porcentaje de la producción obtenida y que, a diferencia de los antiguos arrendatarios, no aspira a la propiedad de la tierra. Protagoniza, en consecuencia, el inicio de una nueva agricultura dominada por el mercado y donde tierra, capital y trabajo están claramente separados.
Debates y perspectivas de análisis
Como hemos destacado, el arrendatario ha sido, aun desde la colonia, un actor social clave en el escenario rural pampeano, así como en el desarrollo del capitalismo en ese espacio. En tanto tal, nos parece interesante poder continuar indagando en dos aspectos que lo caracterizan. Uno de ellos es la heterogeneidad de las unidades productivas que conforman las que, aunque mayoritariamente se vinculan a estructuras productivas de base familiar y excepcionalmente recurren a la contratación de mano de obra externa, admiten diversos niveles de acumulación cuyas particularidades no deben ser invisibilizadas y/o simplificadas, pues dan cuenta de las transformaciones pero también de las continuidades que han protagonizado frente a los cambios experimentados por la estructura social agraria.
En segunda instancia, creemos oportuno destacar la constante modificación que esta categoría socio-productiva ha ido evidenciando desde sus inicios coloniales, aspecto que nos obliga a indagar en continuidades quizás mayores que las sospechadas. En tal sentido, la categoría arrendatario ha sido objeto de diversos análisis, en gran medida parcializados para cada uno de los momentos históricos mencionados en esta presentación. Quizás sea hora de comenzar a unir algunas piezas del rompecabezas y dar lugar a un abordaje de largo plazo capaz de profundizar en las continuidades que la figura del arrendatario posibilita comprobar. Un planteo desde esta perspectiva temporal más amplia quizás pueda dar respuesta a preguntas que no son nuevas pero que aún aguardan tratamientos más exhaustivos. Nos referimos a aquellas que nos permitirían conocer más cabalmente en qué medida la modernización de fines del siglo XIX se asentó sobre las pautas de funcionamiento de un agro con raíces coloniales. O cuánto de la “expansión” agrícola iniciada hacia los años sesenta del siglo XX se explica por las transformaciones registradas durante el supuesto “estancamiento” de los años cuarenta y, a su vez, anticipa los cambios más drásticos operados durante la última década del siglo pasado. En todos estos procesos la figura del arrendatario, junto a otros actores del espacio rural, desempeñó un rol protagónico.
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- Recibido agosto 2019.↵
- Doctora en Historia por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y Magister en Historia Latinoamericana por la Universidad Internacional de Andalucía, España (UNIA). Investigadora Independiente de CONICET (Concejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Profesora de la UNICEN (Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires) y directora del Centro Interdisciplinario de Estudios Políticos, Sociales y Jurídicos (CIEP), radicado en dicha unidad académica. Especializada en estudios sobre Historia Agraria Argentina del siglo XX. Contacto: mblanco@fch.unicen.edu.ar↵