(Región Pampeana, Argentina, 1970-2019)
Juan Manuel Villulla[2]
Definición
Los trabajadores agrícolas pampeanos son empleados de los empresarios prestadores de servicios de maquinaria agrícola, contratistas en la jerga nativa. Estos empleados presentan distintas heterogeneidades: contratados formalmente, informalmente, temporarios, estables, familiares y no familiares (del empleador). Aunque la mayor parte de las veces suelen estar empleados informalmente o de modo mixto. Las condiciones de trabajo se caracterizan por ser precarias.
Historia
Los trabajadores manuales en relación de dependencia salarial, de la región pampeana, son los responsables de la manipulación de la maquinaria agrícola (para la siembra, fertilización, fumigación terrestre y cosecha de granos, así como para siembra, cuidados y enfardado de forrajes, etc.). Popularmente también son conocidos como “choferes” de tractores o cosechadoras, “mecánicos tractoristas”, “empleados de trilla”, tractoristas o maquinistas.
Las tareas específicas desempeñadas por este tipo de obreros asalariados fueron cambiando junto a la evolución del proceso de trabajo de la agricultura. Teniendo en cuenta esto, es posible afirmar que, como segmento especial de los trabajadores rurales, existen desde la implementación de las primeras trilladoras a vapor de fines del siglo XIX. En aquel entonces, tanto sus tareas como las condiciones sociales en el marco de las cuales las realizaban —a nivel macro y micro— eran por completo distintas a las de la actualidad. Básicamente, el mapa de tareas que desarrollan hoy en día quedó básicamente configurado entre fines de la década de 1950 y principios de la década de 1960, cuando se mecanizaron por completo todas las operaciones de la producción de granos en la pampa húmeda. Luego, desde los años ’90, el llamado “paquete tecnológico” de la siembra directa, los agroquímicos y las semillas transgénicas, junto a una nueva generación de maquinarias de gran porte e informatizadas en los años 2000, cambiaron el modo de realizar aquellas tareas, ahorrando tiempos operativos, funciones y fases de trabajo (como la roturación de suelos) que acabaron por disminuir las plantillas de personal. Sin embargo, aquellos viejos antepasados de la trilladora a vapor y estos nuevos operarios contemporáneos de la agricultura de precisión, como capa especial de los obreros del campo, tienen en común el rol de operar la maquinaria agrícola.
Identidades (de oficio y lucha)
Se diferencian así, siempre, de otras capas de trabajadores manuales de la agricultura o del campo en general, que no emplean más que herramientas simples o ninguna en absoluto, trabajando con sus propias manos. Esto implica que los operarios de maquinaria poseen calificaciones más complejas y otra conexión vocacional con sus tareas, en general forjadas en su temprana socialización en el medio rural. Es decir, portan un oficio, que en general se ve retribuido con salarios superiores a los de sus pares eminentemente manuales que, por ese motivo, son más fácilmente “intercambiables” por los empleadores y basan su poder de negociación más en su número y su organización colectiva que en su expertisse, a la inversa que los operarios de maquinaria. Tan es así que los “mecánicos tractoristas” o “choferes de maquinaria agrícola” constituyen, entre todos los obreros manuales del sector agropecuario, el escalafón mejor pago en la escala salarial oficial, sin que se hayan conocido grandes conflictos colectivos de este sub grupo específico de asalariados desde los años ’70, por lo menos. En este sentido, los maquinistas se diferencias claramente de los braceros manuales, con menos calificaciones, que aún se aglutinan en muchas localidades en las llamadas “bolsas de trabajo” de su sindicato —la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (UATRE)—, los cuales son convocados para el manipuleo de granos o para tareas ocasionales en campos de la zona, siempre y cuando se mantengan inscriptos en estas instituciones obreras de larga data, esperando la llegada de su turno con otros compañeros, luego de que los escasos trabajos para los que son demandados sean repartidos de modo solidario entre todos sus miembros.
Condiciones de trabajo
Que los choferes de trilladora sean operarios calificados, los mejores pagos del agro, y que, como lo hace la mayoría de ellos, en términos de consumo, satisfagan relativamente bien necesidades básicas como alimentación, abrigo, vivienda, acceso a servicios básicos, electrodomésticos de línea y hasta posean automóviles relativamente nuevos, no significa que estén “bien pagos” en relación a otras variables. En efecto, midiendo el precio de su hora de trabajo, forman parte de las capas peor pagas del conjunto de la clase obrera argentina, por debajo de los empleados de comercio, los estatales, los fabricantes de la maquinaria que ellos mismos conducen, los camioneros que transportan lo que cosechan, o los trabajadores que procesan los granos que levantan. Así, siendo los mejores pagos del sector rural, no son más que los mejores pagos entre los que menos cobran. Si consiguen reunir ingresos para acceder a sus niveles de consumo, es porque además de hacer pesar sus calificaciones, trabajan muchísimas horas diarias, particularmente en temporadas de siembra, aplicación de agroquímicos o cosecha.
Esto permanece relativamente velado para ellos mismos, fruto de la generalización y naturalización de la forma salarial del destajo. Bajo la modalidad de “pago por hectárea trabajada” o “pago a porcentaje de la producción”, el destajo complejiza la percepción del intercambio que significa la relación laboral —a cambio de qué y de cuánto se recibe la retribución salarial—, desplaza el eje de las negociaciones en términos de dinero por unidad de tiempo, e implica subjetivamente a los trabajadores con el aumento de la producción y la productividad, ya que hace aparecer al salario como una variable dependiente sólo de su desempeño individual. Así, además de tener un fuerte efecto de autodisciplinamiento de la mano de obra, el destajo la abarata doblemente: consigue la intensificación de los esfuerzos obreros sin abonar un plus por ello, e iguala el precio de todas las horas de trabajo, ahorrándose el pago de horas extra, domingos o feriados, así como momentos de trabajo “pasivos”, como los tiempos muertos fruto de causas ajenas a la voluntad de los trabajadores en el ámbito laboral (como condiciones meteorológicas o desperfectos técnicos) y hasta el tiempo en que los operarios permanecen durmiendo en el lugar de trabajo, sin volver a sus hogares y siempre a disposición del patrón, en temporada de recolección.
Sumado a otros factores, en las pampas argentinas, esta trama consigue abaratar el precio de la fuerza de trabajo en dólares al menos cuatro veces por debajo del mismo tipo de trabajador en el Corn Belt de Estados Unidos, en donde las remuneraciones sí se miden por hora de trabajo, y en donde, además, los operarios reciben salarios reales —es decir, con un poder adquisitivo efectivo de acuerdo a los precios de su propia economía— superiores a los abonados a los maquinistas locales. Por último, es preciso tener en cuenta que esta infravaloración de la fuerza de trabajo es uno de los factores que, aunque no la explique en su totalidad, contribuye a la elevada renta agraria que perciben los propietarios de tierras en la Argentina en comparación con otras áreas del mundo en donde se produce lo mismo básicamente con los mismos standards tecnológicos, como el Corn Belt de Estados Unidos. Es decir que además de percibir salarios bajos en relación a otro tipo de trabajadores de la economía argentina, o del mismo tipo de trabajadores de otras economías, los obreros agrícolas pampeanos perciben una definitivamente muy pequeña de la riqueza que generan comparado con las porciones que capta el capital y la propiedad de la tierra en forma de ganancias y rentas, respectivamente.
Modalidades de contratación
Parte de los secretos que explican estas desproporciones residen en sus modalidades de contratación. En efecto, la mayoría de estos trabajadores agrícolas son empleados bajo formas de tercerización. Esto significa que en general no traban relación directa con los grandes capitales o propietarios del agro que concentran la producción de granos. Para la mayoría de ellos, el rostro inmediato con el que tratan es un contratista de “servicios” de maquinaria, quien sí entrará en contacto con aquellos capitales o propietarios, y se encargará de organizar para ellos la operatoria del trabajo agrario que implique el uso de maquinaria en esos campos, incluyendo el empleo por su cuenta y riesgo de los asalariados. El “cliente” de este contratista también puede ser, desde ya, un pequeño productor. O ser él mismo, a su vez, un productor. Las situaciones pueden ser muy diversas, pero el esquema fundamental bajo el que se organiza la producción de no menos del 80% de los granos es el antedicho. Lo cual implica, por otro lado, que tampoco es este contratista quien, como parte del polo empleador en este esquema, se quede con las proporciones fundamentales de las ganancias que genera el trabajo en este sector, ni mucho menos.
Los grupos de trabajadores reunidos por los contratistas son relativamente reducidos, de entre 4 y 8 personas promedio. Además, la tercerización implica que los operarios no necesariamente trabajarán todos los años ni en el mismo campo, ni en la misma zona o la misma cantidad de tiempo, conformando una situación de precariedad. Dada la reducción del tiempo de trabajo por hectárea que acarrean las nuevas maquinarias año a año, junto con la creciente homogeneidad productiva de la agricultura, los asalariados tienen ciclos de ocupación cada vez más cortos en una zona determinada. Así, para mantener su ocupación en el tiempo, deben aumentar su movilidad territorial, trabajando más hectáreas, para más firmas, ubicadas a distancias cada vez mayores, a medida que maduran los cultivos en distintas latitudes. Este sistema explica, en parte, cómo se operó la expansión del área sembrada con soja, trigo y maíz a zonas del país en las a principios de siglo XXI aún no existía capacidad instalada para hacerlo en términos humanos ni técnicos.
Por este original camino —el de la tercerización, la dispersión de los obreros en el espacio y la fragmentación en el tiempo de sus ciclos ocupacionales— la concentración del capital que se verificó en el agro pampeano en los últimos 30 años no se tradujo en una concentración equivalente de los trabajadores bajo el mando o la paga directa de una misma empresa. Por el contrario, el contratismo neutralizó los efectos de esa concentración del capital por el lado del trabajo, dispersando a los obreros en grupos muy reducidos, con ciclos de ocupación disímiles y sin un lugar de trabajo fijo. Ello hizo que el trabajo ya no reuniera a los operarios, sino que los separara. Por otro lado, además de dividirlos entre sí y bloquear su contacto con los capitales concentrados del agro, este proceso los acercó socialmente a sus empleadores directos, con quienes pudieron tejer relaciones personalizadas, sin necesidad de mediaciones —gremiales o burocráticas—, y hasta compartir parte del trabajo manual.
Ocultando las relaciones de clase (tras otras más humanas)
Si bien componen entre el 60 y el 70% de los ocupados en la agricultura, y explican la producción de por lo menos el 80% del valor en forma de granos, en el marco de esta trama este tipo especial de trabajadores encuentra importantes condicionantes para trocar su importancia económica y social en algún tipo de expresión visible de resistencia o conflictividad. Esta cierta “paz” en las cosechas de granos no expresa tanto una armonización económica de los intereses de empleados y patrones, sino más bien la relativa eficacia de las estrategias de estos últimos para lograr el disciplinamiento de la mano de obra asalariada. Las relaciones personales, el paternalismo, el destajo y la cercana vigilancia patronal componen sofisticadas estrategias de poder que amortiguan u obturan la emergencia de conflictividades obreras importantes, amén de la completa dispersión que generan entre el conjunto de los trabajadores. No obstante, sin apoyo sindical en cuanto a información, capacitación, soporte legal y/o moral, ni como espacio de pertenencia colectiva, los asalariados se dan algunas formas de contestación con las cuales abordar ciertas situaciones adversas que les depara este régimen tercerizado de trabajo. La mayor parte de ellas han sido modalidades de confrontación individuales —como juicios, la rotura de herramientas, los hurtos, la renuncia o la fuga del puesto de trabajo—, lo cual les confiere un carácter limitado, inconexo y poco trascendente fuera de su ámbito de acción inmediata. A la vez, se registran en distintas localidades intentos de nucleamiento que son, sin dudas, las modalidades más avanzadas y eficaces entre sus estrategias, y no casualmente las más temidas y combatidas por sus pequeños empleadores directos. De conjunto, se trata de expresiones poco convencionales, sin ningún tipo de apoyo o inspiración de tipo sindical, acotadas al ámbito laboral o a sus localidades, realizadas sin demasiados testigos en medio del aislamiento de la producción agrícola maquinizada, predominantemente individuales y acaso –aunque no siempre— con niveles de confrontación y trascendencia social relativamente bajos. Esto no quiere decir que estas formas de resistencia sean ineficaces. Acaso lo son en el sentido de que no logran transformar a gran escala –es decir, para más de un trabajador o un grupo de ellos— alguno de los elementos que hacen a los trazos gruesos de su situación. Es preciso tener en cuenta que su dispersión y su proximidad social con los empleadores también les facilita una expresión más directa de sus reivindicaciones ante ellos, así como conseguir ciertas mejoras sin necesidad de mediaciones gremiales o estatales, ni medidas de fuerza para captar su atención o la de la opinión pública. Es decir, la eficacia de estas modalidades de protesta debe ser evaluada en relación a la pequeña escala de sus objetivos y a la excepcionalidad de su trama de constreñimientos, que incluye, antes que ninguna otra medida de disciplinamiento “exterior”, la formación previa de subjetividades relativamente familiarizadas con estas condiciones de trabajo y sus “códigos”. Por eso, dentro de esos contornos, las resistencias que existen refieren menos a una protesta contra el modelo de los agronegocios, la tercerización como tal o el destajo, que a las contradicciones cotidianas propias de la relación salarial: la explotación económica –con sus disputas salariales, por indemnizaciones, registro, etc.— y los vínculos de poder, con sus resistencias a los abusos y tensiones propios de la relación de orden y mando que atraviesa su relación con los patrones.
Bibliografía
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- Recibido: julio de 2019.↵
- Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional de la Plata (UNLP) y Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el CentrInterdisciplinario de Estudios Agrarios de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (CIEA – UBA). Contaco: jmvillulla@gmail.com↵