(Argentina, siglo XX)
María Silvia Ospital[2]
Definición
La acepción más frecuente de la palabra es “dueño de bodega”, es decir, el empresario que —ya sea en forma artesanal o industrial— elabora vinos. En el caso del sur de América Latina, este es el significado más difundido. Puede ser, a la vez, dueño de las plantaciones de vid (viñedos) que constituyen la materia prima elaborada por su unidad productora, pero no es este un factor decisivo en la región referida.
De lo expuesto hasta aquí se desprenden algunas afirmaciones. Los bodegueros fueron, y son, empresarios agroindustriales. Son dueños de “fábricas” en tanto elaboran mercaderías para el consumo, pero su materia prima es una fruta. En ese sentido pueden ser comparables con los propietarios de ingenios azucareros, que también elaboran productos vegetales. Esta particular relación entre agricultura e industria incide en el peso regional que los bodegueros significan en las zonas donde actúan, otorgando caracteres propios a porciones de territorio. Esto es así porque para que la uva sea (vitis vinífera) apta para la elaboración de vinos requiere de suelos especiales y de regímenes climáticos particulares. Esas condiciones se dan, en diversa medida, en algunas zonas de Argentina.
Origen
Por sus condiciones naturales, la vitivinicultura se radicó especialmente en las provincias de Mendoza y San Juan a partir de fines del siglo XIX, con tibias manifestaciones en la zona del valle del Río Negro desde la década de 1920. La agroindustria surgió como recurso de los grupos dirigentes locales para insertarse en el modelo de desarrollo agroexportador conformado desde 1880 y liderado por el litoral pampeano. El proyecto implicaba fomentar actividades agrarias y agroindustriales que no entraran en competencia con los cereales y las carnes —productos de exportación— ni representaran enfrentamientos incómodos con los bienes provenientes de la importación. La producción de vinos se orientó naturalmente hacia el mercado interno, formado en alta proporción con los aportes de la inmigración europea mediterránea, impulsada por una demanda en expansión, el crédito oficial en las regiones productoras y el pronto tendido de vías férreas entre Cuyo y Buenos Aires. La actividad vitivinícola alcanzó en la región cuyana un importante desarrollo, con rasgos de monoproducción, sin que otros centros presentaran posibilidades de constituirse en posibles competidores en el mercado local. El impulso oficial, sumado a los altos beneficios que dejaba la actividad, dio como resultado un crecimiento rápido y desordenado de la agroindustria. Las 20.962 hectáreas dedicadas a la viticultura en 1900 se multiplicaron en poco tiempo, convirtiéndose en más de treinta mil en 1908 y alcanzando la cifra de 53.551 en 1911. A pesar de los inconvenientes sufridos por la actividad, la vid continuó extendiéndose; hacia 1930 las hectáreas bajo cultivo eran algo más de noventa mil. Aunque estos datos corresponden a Mendoza; son significativos, pues esta provincia y San Juan concentraban el mayor número de bodegas y lideraban ampliamente la producción de vinos.
Vínculos con el Estado
Los bodegueros se convirtieron en figuras centrales de las dirigencias locales. Su presencia se extendió hacia la política, desde donde influyeron vigorosamente en las decisiones provinciales mientras establecían fuertes lazos con el gobierno central. La corporación más representativa de las principales firmas productoras, fundada en 1905, instaló su sede central en la ciudad de Buenos Aires, sede del gobierno federal y cabecera de las líneas férreas que conectaban la zona de producción con el centro consumidor.
La particular forma en que estas monoproducciones se articularon con el modelo establecido desde el área pampeana, en su proceso de modernización, determinó que la recurrencia a la activa participación del Estado fuera una constante, asiduamente solicitada por los sectores dirigentes regionales. La coincidencia de intereses entre estas dirigencias y los estados provinciales, fácilmente comprensible si se tiene en cuenta que empresarios y actores políticos solían pertenecer a los mismos círculos o redes familiares, facilitó el dictado de leyes y disposiciones que rebasaron los límites de la función atribuida generalmente al Estado liberal. Los gobiernos se integraron como verdaderos actores en el desarrollo de la vitivinicultura.
El repaso del conjunto de leyes, disposiciones y medidas dictadas por los gobiernos provinciales y Estado nacional para la actividad vitivinícola registra muchas líneas de continuidad y menor número de cambios de rumbo. Permite detectar una paulatina y creciente tendencia a sustituir decisiones emanadas de las autoridades provinciales por preceptos elaborados desde el gobierno federal. Dicho de otro modo, los problemas de la vitivinicultura dejaron de ser cuestiones de alcance regional para adquirir rasgos de asuntos de importancia nacional.
Como se ha dicho, la participación estatal activa fue una constante en la historia de esta producción. Pero si las políticas públicas cumplieron un papel decisivo en los orígenes, cuando empresarios y funcionarios formaban parte de la misma burguesía local que encontró en la vitivinicultura su pasaporte para integrarse al nuevo modelo instrumentado desde el litoral, no fue menor su contribución cuando sucesivas crisis de superproducción —o de infraconsumo, como gustaban llamarlas los empresarios del ramo amenazaban— con disminuir drásticamente el valor de sus propiedades. Las demandas al Estado, provincial primero y nacional después, se sucedieron regularmente, reclamando controles y soluciones. Las medidas implementadas giraron, casi siempre, en torno a la disminución de la oferta mediante la destrucción de viñas y la compra de excedentes del vino producido para mantener o aumentar los precios desvalorizados. Los tibios intentos por encontrar actividades sustitutivas no prosperaron o lo hicieron en una forma insuficiente para permitir salidas alternativas. Los beneficios que los grandes bodegueros obtenían en tiempos de bonanza les permitían sobrevivir a las cíclicas crisis y su secuela de vides destruidas y vino derramado, mientras viñateros sin bodega y trabajadores en general sufrían las graves consecuencias del problema.La creación, en 1935, de la Junta Reguladora de Vinos y la disposición referida a la unificación de los impuestos al vino bajo un único tributo a ser percibido por el gobierno nacional, aparecen como las medidas más características aplicadas a la agroindustria vitivinícola por el estado intervencionista surgido de la crisis de 1929. Pero si bien las condiciones impuestas a la Argentina por la nueva situación internacional, sumadas a los cambios internos ocurridos desde la década de 1920, las consecuencias del golpe institucional del 30 y los gobiernos neo conservadores que le siguieron, determinaron un nuevo escenario para las acciones políticas y para las relaciones entre el Estado y los otros actores sociales involucrados en esta actividad económica, la mediación de los gobiernos provinciales en la vitivinicultura no representó una novedad.
La reconversión productiva que transforma la región cuyana de zona ganadera en centro vitivinícola se inicia hacia 1870. Desde sus comienzos el proceso recibió la atención y el estímulo de las administraciones provinciales, especialmente en Mendoza, bajo la dirección de la élite regional. A principios del siglo XX el préstamo agrícola proveniente del Banco de la Provincia propició la incorporación al cultivo de viñedos de las tierras del sur mendocino, ampliando así la extensión dedicada a la actividad, establecida originalmente en los departamentos cercanos a la capital provincial. En 1907 el gobernador Emilio Civit, conservador y con intereses en la vitivinicultura, creó el ministerio de Industrias y Obras Públicas, diseñando contemporáneamente un plan de fomento de la agroindustria que contemplaba obras de irrigación —fundamentales por las características geográficas de la zona— plantación de árboles frutales y un sistema de préstamos hipotecarios para desarrollo agrícola. El impulso oficial, sumado a los altos beneficios que dejaba la actividad, dio como resultado un crecimiento rápido y desordenado de la agroindustria.
Aporte extranjero y producción para el mercado interno
Las economías regionales argentinas atrajeron, desde sus orígenes, intereses extranjeros y mano de obra inmigrante en diversa proporción. La vitivinicultura recibió un gran aporte poblacional; sus provincias productoras, sobre todo Mendoza, se convirtieron en las principales receptoras de la corriente de inmigración ultramarina, después del litoral. Esta presencia extranjera se reflejó también en los grupos empresarios, otorgando a la élite regional uno de sus rasgos característicos. A las particulares condiciones de la actividad vitivinícola, que requería profundos conocimientos artesanales aún más que grandes inversiones en tecnología, se sumaron las actitudes asumidas por las clases dirigentes locales. Estos sectores criollos, propietarios originales de las tierras provinciales, aceptaron el rápido ascenso social y económico de algunos viñateros y bodegueros de origen inmigrante como parte de las estrategias implementadas para desarrollar la industria e insertarse exitosamente en el modelo agroexportador. De ese modo, pioneros italianos, españoles y, en menor medida, franceses se transformaron en fuertes empresarios en un plazo relativamente corto, accediendo a la propiedad de la tierra e integrándose en los círculos sociales de prestigio y en las instituciones representativas de los empresarios del ramo. Es importante repetir que fueron también los aportes migratorios de italianos y españoles, habituales consumidores de vino, con numerosa presencia en los centros urbanos del litoral, los destinatarios de la producción cuyana. Ellos conformaban un elemento central del mercado local, a quien estaba dirigida la producción de vinos comunes.
Varios de los rasgos enumerados hasta aquí caracterizaron a estos empresarios y su actuación. Estrecha relación con el Estado, especialmente el gobierno central, conformación de una élite local con fuerte peso social y político y producción para el mercado interno con tibios intentos de proyectarse hacia la exportación. Hasta la década de 1950, aproximadamente, los capitales invertidos en la agroindustria eran de origen local, en una primera etapa provenientes de prósperas actividades comerciales, luego sostenidas por el crecimiento de las empresas y los préstamos bancarios. Las sucesivas crisis, motivadas generalmente por un crecimiento no planificado de la producción, se hicieron muy graves hacia la fecha anotada. La competencia que significaba la producción de vinos en otras regiones del cono sur impedía el acceso a los mercados internacionales.
Las aparentes soluciones vinieron de la mano de un proceso de internacionalización de los capitales invertidos en la vinicultura, junto con la presencia de avances en la aplicación de conocimientos en enología, también de la mano de técnicos y capitales extranjeros. Varias grandes marcas cambiaron de dueños o se fusionaron, a veces conservando los nombres de tradicionales bodegas, mientras surgían y adquirían prestigio pequeñas unidades de producción “bodegas boutique” orientadas a los sectores de alto poder adquisitivo y a la exportación.
Este es el panorama de las bodegas en la actualidad, cuyos dueños resignifican sus tradicionales tareas publicitarias —rasgo presente en la agroindustria desde 1920— e impulsan el enoturismo, las “rutas del vino” y un minucioso cuidado en la impresión de etiquetas, el preciso impacto de publicidades visuales y la cuidadosa elección de sectores de posibles consumidores.
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